domingo, 29 de julio de 2007

Trastienda - Maracaná - Por Roberto Bussero

Advertencia, personal pero no vinculante; un cuento con moraleja sobre el
pasado pisado y manoseado


Cuando Guerra me lo contó creí que estaba loco. Él y Jorge me llenaron una pizarra de números - estábamos en la academia donde ellos se ganaban apenas la vida – y yo, con mente de letras, me negué a entender. Sólo hice algunas preguntas que, entendí, eran respondidas con el reproche de enfrentar a alguien que no tenían nada que ver con el centro de la cuestión.

“El tiempo no existe, estamos en uno y múltiples instantes ’espaciales’, el tiempo somos nosotros, energía que irregularmente se vuelve materia dinámica, inestable. Einstein lo probó de una y mil maneras, ¡y le dieron el Nobel por otra cosa”, me repetía Jorge con distintos tonos de voz. Hasta que llegó al máximo: “Si no nos crees, vení, pasá”.

No dejé el termo, el mate ni el bizcocho que saboreaba con un dejo de culpa.
La sala del fondo, otrora reservada a local para ejercicios prácticos, con grandes pizarrones en las paredes, había sido ocupada por un artefacto del cual sólo pude identificar tres o cuatro asientos conectados a una red de cables que, a su vez, terminaban en un dispositivo central tachonado de luces y mandos.
“¡Sentate!, ¿adónde querés ir?”, me desafió Guerra. “¡Ponete el cinturón!”, me ordenó Jorge.
Los obedecí entre risueño y temeroso. “Siempre tuve el sueño de estar en Maracaná, en el 50, en la tribuna nomás...”.
“Bué..., vamos”.

Me sentí ligero, oí un ruido “finito”, de esos que molestan desde los dientes a los pies. “Ya llegamos”, me dijo Guerra mientras abría una portezuela de cuya existencia no me había dado cuenta. Sorprendido, y pasando del temor al miedo, casi en el terror, los acompañé por un túnel donde predominaba el olor a linimento y sudor.
“Llegamos tarde, está por terminar, pero todavía van uno a uno”, dijo Jorge mientras me indicaba una puerta. Salimos a la cancha. “En las tribunas no había lugar, acá estamos bien, y podremos gritar el gol de Ghiggia”, explicó Guerra.
Yo no dejaba de pellizcarme, mientras mi lengua jugaba con las últimas migas y comprobaba que el agua del termo aún estaba caliente.

En ese momento los vi venir, Julio Pérez había eludido a Bigode y corría con la pelota hacia el arco de Barboza; a su derecha, Ghiggia, a la izquierda Miguez vociferaba “pidiéndola”.
Maracaná se llamó a silencio cuando la redonda pasó a la izquierda, hacia el siete celeste que, raudo, corría mientras daba pequeños empujones a la pelota. Miguez cada vez gritaba más. En el arco, Barboza había cambiado una mirada de suficiencia por un ritus de terror.

Finalmente, don Alcides golpeó fuerte a la de cuero, yo cerré los ojos, ¡mi sueño cumplido!. Cuando los abriera, Uruguay sería Campeón del Mundo. Me apresté a vivir el momento. ¡Qué luego me explicaran los detalles científicos!, yo quería disfrutar.
Me preparé, “uno, dos, tres...”. Mis párpados dejaron entrar la luz como si se tratara de la apertura de un espectáculo maravilloso. La pelota iba hacia el arco, el silencio se hacia cada vez más hondo, casi atávico, o, mejor, lujurioso.
De repente, el esférico pareció dar dos tumbos irregulares, se estrelló contre el palo y, lentamente, se fue buscando un imposible – para mí – afuera. No lo podía creer, Barboza se desplazaba lentamente hacia dónde había quedado la pelota. Miguez recriminaba a Ghiggia, los demás se agarraban la cabeza, creí ver algunas lágrimas.
Como en una pesadilla, Jorge y Guerra me gritaban la explicación en medio del tumulto, la fiesta brazuca: “¿Viste?, el pasado se gasta, se pierde, se cambia; fuimos los últimos en saber de la proeza celeste que nunca fue”.
Entre los abrazos, besos, cantos y bailes de los campeones, llegamos a nuestro túnel. Fui el último en ingresar, no volví la mirada a la cancha, estoy seguro de que una socarrona expresión de Barboza estaba pegada a mi nuca y no quería calentarme.

ooo-ooo

Perdonen la ficción, pero tengo miedo de que esto nos esté pasando. Que de tanto no respetar el pasado, éste se vuelva tan finito y endeble que, finalmente, se rompa, desgastado por el manoseo.
Las indecisiones, ataques, espontaneísmos y hasta choluleces me tienen harto. El olvido o la sobrecarga, todo o nada en un maniqueísmo absurdo, donde el delirio deja paso al abandono. Un columnista se preguntaba hace poco qué más se iba a ubicar en la explanada municipal; otro, interrogaba sobre hasta dónde y cómo se extenderá la Peatonal Sarandi.

En estas cosas, el orden no es lo de menos – si bien no es lo único -, el progreso – que está de moda – no puede lograrse despedazando pasado para armarlo como si fuera un puzzle demencial, sin entorno ni reglas estéticas.
Estamos haciendo de Montevideo la ciudad de los proyectos - ¿bien! -, pero también una ciudad olvidable, transgresora hacia lo malo, feo, horrible; una ciudad sólo contemplable desde la reunión social y la sonrisa aburguesada de una elite que compara con Europa y ejemplos de otro americanismo.
Sin identidad, como dicen los presuntamente “vulgares”, “fuimos”, aunquenos enteremos dentro de unos años.

(En memoria de JRC, con quien hablamos mucho de estas cosas, y, por casualidad, estábamos de acuerdo)

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