lunes, 23 de junio de 2008

440 - Dialéctica - (de) EL EFECTO SOFÍSTICO -Barbara Cassin

* sólo una gragea de un potente análisis,
gentileza fce, pero.más allá, una
búsqueda de los orígenes de la comunicación
filosófica, de la dualidad inclusión - exclusión que implica,
y hasta de la tragedia de ser consciente, red.
Constitución-exclusión
La cuestión de los sofistas históricos está evidentemente ligada, a
nuestro juicio, a los problemas de la transmisión. Diels y Kranz, y luego
Untersteiner,3 reunieron los fragmentos de los primeros sofistas. De
esos grandes conjuntos se desprende la exigüidad del corpus auténtico,
es decir, atribuible expressis verbis a uno de ellos. Por eso escogí en
forma metódica el rodeo frontal, por decirlo así: debatirme ante todo con
los dos únicos corpus de cierta importancia, en el sentido físico del
término, de sofistas presocráticos llegados hasta nosotros, el de
Gorgias, por un lado, el de Antifonte, por otro, y mantener en suspenso,
en reserva, los otros puntos de partida. Pues el interés de tener los
textos en mano, el interés de los textos en su consistencia, estriba en
que ante ellos ningún prejuicio puede resistir mucho tiempo.
Como la mayoría de los fragmentos originales están insertos en
testimonios o interpretaciones tendientes a descalificarlos, la
reconstitución de las tesis y las doctrinas supone una paleontología de
la perversión, tanto con respecto a la filología como a la exégesis. Un
ejemplo: de Protágoras, que según se dice fue el primero de los
sofistas, sólo contamos, en resumidas cuentas, con dos frases. Pero la
más célebre de ellas, que suele traducirse así: “El hombre es la medida
de todas las cosas: de las que son, en cuanto son, de las que no son,
en cuanto no son” (= 80 B1 D. K.), tiene por contexto de transmisión o
interpretación, de manera paradigmática, nada menos que, entre otros,
el Teeteto de Platón y el libro Gamma de la Metafísica de Aristóteles.
Así, el diálogo entre Sócrates y Teeteto acredita para siempre el sentido
relativista y subjetivista de la proposición de Protágoras: si para cada
uno la verdad se reduce a la opinión que traduce su sensación, según
ese criterio Protágoras habría hecho igualmente bien en decir que “la
medida de todas las cosas es el cerdo o el cinocéfalo” (161 c4 y ss.).
A su vez, Aristóteles refuta a quienes pretenden, con Protágoras, que
“todos los fenómenos son verdaderos” y creen poder negarse de tal
forma a someterse al principio de no contradicción: lo que hacen es
simplemente confundir, como Heráclito, el pensamiento con la
sensación y la sensación con la alteración (5, 1009 b12 y ss.). Por eso,
Aristóteles no se conforma con reducir la sofística a la sombra, nociva,
que la filosofía lleva en su seno: elabora una verdadera estrategia de
exclusión. Pues el sofista, si persevera en su presunta fenomenología,
se condena al mutismo, y si pese a ello pretende hablar, lo hace
entonces logou kharin, “para no decir nada” o “por el placer de hablar”:
ruido con la boca, y nada más. Al hacer que exigencia de no
contradicción y exigencia de significación sean equivalentes, Aristóteles
logra marginar a los refractarios y relegarlos, “plantas que hablan”, a los
confines no sólo de la filosofía sino de la humanidad.
La tensión entre filosofía y sofística llega a su punto culminante con
la lucha por una legislación ética del sentido, contra una constitución
estética de éste como efecto de sentido, practicada por la sofística (“la
frontera entre bien y mal se borra, eso es la sofística”, decía
Nietzsche).4 A nosotros nos toca comprender cómo se reproduce ante
nuestros ojos el gesto de la Metafísica: sentido, consenso, exclusión; tal
es exactamente la estructura de lo que Karl-Otto Apel denomina “a
priori de la comunidad de comunicación”. La cuestión fundamental para
aquel que, creyendo venir luego de Wittgenstein y Peirce, viene en
primer lugar y ante todo después de Aristóteles, es “la condición de
posibilidad del discurso sensato o de la argumentación sensata”.5 La
misma problematización del concepto de fundamentación última, la
misma resolución de la aporía mediante un paso atrás que sirve para
regresar a las condiciones trascendentales del lenguaje humano, la
misma estrategia de la prueba (hace falta un adversario, Popper o
Protágoras, a quien refutar mostrándole que “las reglas del juego del
lenguaje trascendental” son tales que él “ya siempre ha reconocido
implícitamente su validez”)6 y, para terminar y sobre todo, la misma
exclusión del mal otro radical que, si persiste en negar esa
“metainstitución de todas las instituciones humanas posibles”, llámesela
juego del lenguaje o decisión del sentido, debe pagarlo con “la pérdida
de la identidad de sí como agente sensato, en el suicidio”7 o la
“paranoia autista”. En resumen, las plantas de Aristóteles van hoy a la
morgue o al asilo. Pero el punto litigioso de esta exclusión sigue
vigente: al hacer filosófica y éticamente inaudible toda una parte del
decir, se confunden alteridad y nada.
Así, de una manera u otra, el logos sofístico queda siempre puesto
en relación con lo mismo que procura eludir o destruir: el ser y la
palabra del ser, idéntica o adecuada. Para intentar comprender la
sofística, es preciso al menos aceptar considerar, más allá de las
oposiciones entre filosofía y retórica, sentido y sinsentido, sus
prestaciones discursivas como otras tantas tomas de posición sagaces
contra la ontología: la sofística como finta de lo metafísico y alternativa,
desde los presocráticos, al gran linaje de la filosofía.

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