miércoles, 18 de junio de 2008

427 - Retinas - ¿Y las virtudes ‘apá? - Saúl Arellano - México

Los estudiosos contemporáneos de los sistemas políticos y de las formas de gobierno han hecho casi siempre énfasis en el estudio de las estructuras institucionales, en algunas tradiciones; en el funcionamiento y relaciones de las elites, en otras escuelas; o bien en los procesos de formación de ciudadanía y posicionamiento de culturas democráticas.Sin embargo, bien poco se ha dicho en el análisis de las mentalidades de los hombres y mujeres que hoy son considerados como los “líderes”, tanto en las naciones, como a nivel global; y el nivel de estudio sobre la psicología, las capacidades y sobre todo las virtudes que poseen los políticos se ha reducido a una frívola disputa de medios de comunicación, en los que las imágenes y la hiper-realidad se imponen sin mayor aparato crítico que el que técnicas derivadas de la publicidad y la mercadotecnia pueden ofrecer. ¿Qué es lo que mueve a los hombres y mujeres del poder? En las campañas políticas, que es en donde mejor puede verse en acción a estos personajes, todas y todos nos dicen más o menos lo mismo: que su aspiración consiste en servir a México; que su vocación es el servicio público; que su preocupación es el bienestar de las mayorías; y hasta agregan que toda su vida se han formado para servir a nuestra patria.Sin duda alguna, sus declaraciones y frases podrían conmovernos hasta las lágrimas, de no ser por la terca realidad que comienza a desmentirlos prácticamente al día siguiente en que son elegidos. Claro, una vez con la investidura del cargo público, nos vienen con el sermón de que “se impone la racionalidad y la realidad política”; “que es necesario ceder para poder avanzar” y hasta que “deben hacerse grandes sacrificios en aras del bien común”.Todas estas frases, propias de sermones aldeanos, no son sino el reflejo de la ausencia de criterios y valores compartidos en la sociedad, que tengan como referente un ideal civilizatorio y con ello la exigencia de una actuación apegada a la ética, más allá de la legalidad o las normatividades que no sirven, al menos en nuestro país, sino para entorpecer en la mayoría de los casos la acción institucional.Para Aristóteles, la política era el reflejo de la práctica de la virtud perfecta. Pericles en Atenas, y con anterioridad Solón, habían dado muestras claras de que la actuación ética de los gobernantes es posible. El hombre político en la Grecia socrática y la presocrática por supuesto, debía como pre-requisito contar con probidad ética y una vida ejemplar que acreditara su capacidad para conducir la vida pública.Como contrapartida, los hombres y mujeres de nuestro tiempo han llegado al colmo de ofrecernos dentro de sus ofertas de campaña “que van a actuar con honestidad”. Ante ello habría que responder citando a un clásico: “Nada más faltaba que no”.Sin duda alguna, no ha habido jamás un partido o un político en particular que nos ofrezca “el mal común”. Todos plantean llevarnos a un mejor estado de cosas y lamentablemente son tan pocos quienes realmente lo han cumplido, que su nombre ha logrado perdurar, en ocasiones hasta por milenios enteros, como los ya citados casos de Pericles o Solón en Grecia, Salomón en la tradición judeo-cristiana, o Marco Aurelio y Carlo Magno en la tradición del imperio romano.De manera lamentable, lo que hoy tenemos enfrente es la renuncia generalizada de las y los políticos a un ideal civilizatorio de alcances mayores. Y esto es así, porque a pesar de que en sus posiciones individuales pueden encontrarse personas honestas, el problema es que al momento de asumir cargos o puestos políticos subsumen su actuación a la lógica de la sobrevivencia política, generando círculos viciosos que consisten básicamente en una dinámica en la que unos cuantos controlan las redes del poder y otros muy pocos intentan actuar en la medida de lo posible, garantizando al final que “todo cambie para que todo siga igual”.En una lógica así, en donde las fracturas éticas individuales se transforman en fracturas éticas de generaciones políticas enteras, no es sorprendente encontrar a un secretario de Gobernación que es socio de empresas que hacen negocio con Pemex y que simultáneamente es responsabilizado por el Ejecutivo para conducir el proceso de la reforma petrolera. No es sorprendente tampoco que el senador Navarrete y otros prominentes perredistas cobren sus salarios de nuestros impuestos, y se revele que en realidad actúan como empleados y mandaderos del señor López Obrador. No sorprende que el coordinador de los diputados del PRI tenga conversaciones poco decorosas con un empresario acusado de pederastia, y se mantenga en su cargo sin enfrentar el costo que en una democracia consolidada debió haberle impuesto la opinión pública. No sorprende tampoco que un sindicato desvíe miles de millones de pesos a una campaña política y que obtenga préstamos multimillonarios “a fondo perdido”, y sus líderes no sólo no sufran ningún castigo, sino que además son premiados con cargos como senadores y diputados federales.Es cierto: todo esto no sorprende, pero de ningún modo puede dejar de condenarse y mucho menos podemos acostumbrarnos al cinismo de quienes han aprendido que en una sociedad poco organizada, poco educada y poco responsable, es fácil cometer tropelías y salir impune.La indiferencia no es un estado normal, y es ahí en donde nos quieren mantener las y los políticos. La indiferencia es un estado mental en el que se asume que no hay nada que perder; pero cada que un político de estos perfiles llega o se mantiene en el poder, sí podemos perder mucho de nuestro bienestar; de nuestras posibilidades futuras y de nuestras libertades.Las y los políticos de nuestra incipiente democracia se han negado en los últimos años a construir un debate de altura; un debate en el que de manera abierta no sólo se discuta en torno a supuestos proyectos, que en realidad no tienen, sino a sus virtudes tanto políticas como éticas. Aquí el problema es que a la inmensa mayoría su pasado los alcanza o los traiciona, y a una buena parte del resto su vacuidad e insustancialidad los limita.Ahora que hay quienes de manera seria están solicitando que a los políticos se les realicen pruebas psicológicas, pensando en el gobernador de Jalisco (al que habría que agregar a los de Guanajuato, Coahuila y Puebla, por lo menos), no hay manera de no pensar en aquellas palabras de Goethe en torno a que, “considerada desde las alturas de la razón, toda vida parece una enfermedad maligna, y el mundo un manicomio”.Cuando se les interroga sobre su calidad moral, las y los políticos han asumido como frase de moda la batea de que “son pecadores estándares”, “gente con virtudes y defectos, como todos” —agregan no sin orgullo—. El problema es que el Estado no puede ser conducido por pecadores estándares, que no son otra cosa sino “mediocres estándares”; exige de disciplina, de principios éticos indeclinables y de un sentido de patria a prueba de todo, que no pueden acreditarse sino con una historia de vida alejada de la corrupción, los escándalos y la inmoralidad.Hoy que el país está dividido y enfrentado por visiones antagónicas, quizá irreconciliables, es más urgente que nunca la actuación de líderes capaces de ofrecernos claridad moral y de convocar, con base precisamente en su autoridad ética, a un diálogo nacional fructífero a fin de reconstruir al tejido social, la solidaridad y sobre todo, llamarnos al atrevimiento de plantearnos un proyecto nacional pensado en un horizonte de futuro con certidumbre para todos.En nuestras sociedades globalizadas pareciera que está proscrito hablar de ideales y que hay una prohibición general para exigir a los políticos la construcción de condiciones para la alegría de las personas; empero, a todas luces cuando hay hambre, frustración social y desigualdad, la alegría se esfuma y reconquistarla requiere, siempre ha sido así, de la práctica de las más altas virtudes.
sarellano@ceidas.org

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