lunes, 23 de junio de 2008

437 . Alkimia - El tiempo denso:Experiencia en Oviedo - Jesús Ferrero

* sin quererlo, encontré un retrato de mi situación,
debo volver a escribir,necesidad vital, aunque mis yemas patinen
bajo dedos vacilantes, manos prisioneras, como
aquellos borbotones jóvenes, hormonales, casi
siniestros de tan diestros, vomitando letras significantes
sobre papales hasta ese instante aburridos, luego alegres,
de mustios a beligerahntes. esa es la guerra
necesaria, la auténtica y única. vuelvo por ella,
iluso, estúpidamehnte iluso, red, rb
A mediados de mayo me encontraba en Oviedo, una tarde lluviosa y gélida.
La ventana de mi cuarto de hotel se hallaba frente a una de las construcciones más siniestras que había visto en mi vida. Se trataba de un edificio de apariencia tosca y enigmática, de piedra ennegrecida y ventanas que parecían “cerradas al tiempo y a la vida”, si bien tras los cristales de algunas de ellas se adivinaban luces pálidas.
Parecía la Casa del Dolor.
Abrí la ventana de mi cuarto y empecé a concentrarme en la visión de tan singular edificio. Tenía cuatro pisos y el último parecía una galería con doble fila de ventanas, las exteriores daban a la calle y las interiores a un patio. La casa parecía un internado, uno de aquellos internados de siglo pasado que debieron de albergar, en sus lóbregas moradas, bastante más dolor que felicidad.
Pronto empecé a llamar a la galería del tercer piso el Corredor del Deseo. Imaginé, o tal vez vi, o tal vez recordé que una muchacha se había tirado desde una de las ventanas del Corredor del Deseo (la que ahora estaba con rejas) y había caído en medio del jardín triangular que lindaba con la calle, muriendo en el acto.
Pensé que eso había ocurrido hacia 1920.
Aparté los ojos del jardín, cuando lo volví a mirar creí ver a la muchacha tendida entre las ortigas, sobre un charco de sangre.
Un instante después la dejé de ver. Lo que parecía un cadáver era un montón de ropa vieja entre dos bolsas de plástico. Seguía lloviendo, me aparté de la ventana y me puse a leer uno de los dos libros que acababa de comprar. Lo abrí en una página en la que decía:
“Visionario en griego es alafroiskiotos. Una palabra musical, aérea, y que quiere decir literalmente <>. Así es como se designa en griego a quienes poseen el don del futuro, no los videntes, adivinos y charlatanes de la misa estofa, sino los poetas cuya obra ha sabido inventar o prefigurar el futuro.”
Lleno de asombro ante aquel párrafo de Jacques Lacarrière, pensé que el edificio de muros ennegrecidos tenía “una ligera sombra”. La tarde misma tenía una ligera sombra. Lo que estaba leyendo o acababa de leer tenía una ligera sombra. Mis pensamientos tenían una ligera sombra, tan ligera como las sombras que empezaban a deslizarse por el Corredor del Deseo.
Fue entonces cuando llamaron a la puerta y apareció una chica vestida de azul y con un paraguas. Pensé que quizá también ella había estudiado en la Casa del Dolor y había recorrido el Corredor del Deseo. La mujer me dijo que era azafata y que le habían asignado el trabajo de conducirme hasta la feria del libro donde tenía que presentar mi última novela: Las fuentes del Pacífico, que trata de alafroiskiotos, de visionarios más parecidos a los poetas que a los charlatanes y videntes.
La mujer vestida de azul parecía tener una ligera sombra y yo sentí que una ligera sombra helaba la atmósfera mientras presentaba la novela bajo una carpa blanca sobre la que repicaba la lluvia. Alguien habló de unos gaiteros. Pregunté por un libro que proyectaba una ligera sombra sobre la mesa y caí en la cuenta de que era mi novela. En lugar de leer Las fuentes del Pacífico leí Los puentes del Abismo.
Las paredes, las caras, las cosas me hablaban. Yo entraba en su alucinación y ellos entraban en la mía. Danzábamos en el tiempo denso, que es sólo presente lleno de pasado y de futuro: que es sólo fuego, hasta cuando cae la lluvia. Las emociones tienen un perfume, como las palabras y los recuerdos. La tarde olía a azafrán mojado y una mujer que me besó olía a Opium. Alguien, tras de mí, habló de Alejandro Magno y una anciana recordó con nostalgia cuando tenía dieciocho años e iba con su padre e veranear a Manila. La miré con estupor. Parecía un fantasma del pasado.
-¿De dónde viene usted? –le pregunté.-Del cementerio –dijo ella-. Le acabo de dejar a mi hija un ramo de crisantemos. Murió en 1932, en la casa que se halla frente el hotel donde usted se hospeda. Se llamaba Lucía. El día que se tiró de la ventana le habían rapado el pelo.-¿Por qué?-Dicen que por impúdica. ¿No le parece una locura?-Sí.-A propósito. ¿No nos hemos visto antes?
Le dije que sí, que quizá nos habíamos visto muchas veces. La mujer sonrió y dejé de preocuparme al advertir que llevaba toda la tarde felizmente sumergido en el tiempo denso (que está siempre lleno de revelaciones).
Tras la presentación, estuve cenando con tres amigos. Les oía hablar pero no podía dejar de pensar en la mujer de los crisantemos y en su hija Lucía.
De regreso a mi cuarto, no tenía sueño y me puse a mirar desde la ventana la Casa del Dolor. Ahora me parecía una mole negra que absorbía toda la luz de la noche dejándome sumido en la más profunda oscuridad. Encendí la lámpara más próxima a la cama y, como no tenía sueño, me puse a ojear el otro libro que había comprado aquella tarde: una novela de Tennessee Williams titulada “Moise y el mundo de la razón”. Como tantas otras veces con otros libros, decidí leer el último párrafo y, con asombro creciente, pensé que la novela estaba hablando de mí en aquel momento. El párrafo decía así:
“La oscuridad aún no ha entrado en la habitación pero la luz es cada vez más tenue y sólo me llega el sonido de los pasos de un gigante, tan leves como excesivos, los pasos de Un Gran Desconocido acercándose a nuestro mundo de la razón o la sinrazón, llámalo como quieras. Y ahora…”

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