lunes, 23 de junio de 2008

441 - Ponencia - I.Transformación social y creación cultural - Cornelius Castoriadis

*del libro 'Ventana al caos', lo que más importa es la lucidez
del análisis sobre la mortandad cultural, una advertencia
cercana a la propuesta trágica, red.

(fragmento)
I have weighed these times, and found them wanting.
Hasta donde se sabe, los genes humanos no han sufrido deterioro,
por lo menos hasta ahora. Pero sabemos que las “culturas”, las
sociedades, son mortales. Se trata de una muerte que no es general ni
necesariamente instantánea. Su relación con una nueva vida, de la que
puede ser condición, es un enigma siempre singular. La “decadencia de
Occidente” es un tema antiguo, y en el más profundo de los sentidos, es
falso. Este eslogan también quiso encubrir las potencialidades de un
mundo nuevo que la descomposición de “Occidente” plantea y libera;
quiso esconder, en todo caso, el problema de este mundo y sofocar el
hacer político con una metáfora botánica. No intentamos postular que
esta flor, como las otras, se marchitará, se marchita o se marchitó.
Intentamos comprender qué es lo que muere en este mundo histórico
social, cómo muere y, de ser posible, por qué. También intentamos
encontrar qué es lo que, quizás, está naciendo.
Ni la primera ni la segunda parte de esta reflexión son gratuitas,
neutras o desinteresadas. La cuestión de la “cultura” se enfoca aquí
como una dimensión del problema político; y perfectamente puede
decirse que el problema político es un componente de la cuestión de la
cultura en el sentido más amplio. (Por política, claro está, no me refiero
a la profesión del señor Nixon, ni a las elecciones municipales. El
problema político es el problema de la institución global de la sociedad.) La reflexión no puede ser más “anticientífica”. El autor no movilizó un
ejército de asistentes, ni pasó decenas de horas frente a la
computadora para establecer científicamente lo que todo el mundo ya
conoce de antemano: por ejemplo, que a los conciertos de la música
llamada seria sólo asisten ciertas categorías socio-profesionales de la
población. También es una reflexión llena de trampas y de riesgos:
estamos sumergidos en este mundo -y tratamos de comprenderlo e
incluso de evaluarlo-. Evidentemente, es el autor quien habla. ¿En
nombre de qué? En nombre, precisamente, de ser parte integrante, de
ser individuo participante de este mundo; en nombre de lo mismo por lo
que se autoriza a expresar sus opiniones políticas, a escoger lo que
combate y lo que sostiene en la vida social de la época.
Lo que está muriendo hoy, en todo caso, lo que se cuestiona
profundamente, es la cultura “occidental”. Cultura capitalista, cultura de
la sociedad capitalista, pero que supera ampliamente este régimen
histórico-social, pues comprende todo lo que éste ha querido y podido
retomar de aquello que lo ha precedido, y muy particularmente en el
segmento “greco-occidental” de la historia universal. Esto muere como
conjunto de normas y de valores, como formas de socialización y de
vida cultural, como tipo histórico-social de individuos, como significado
de la relación de la colectividad consigo misma, con aquellos que la
componen, con el tiempo y con sus propias obras.
Lo que está naciendo, difícil, fragmentaria y contradictoriamente,
desde hace más de dos siglos, es el proyecto de una nueva sociedad,
el proyecto de autonomía social e individual. Proyecto que es una
creación política en sentido profundo, y cuyas tentativas de realización,
desviadas o interrumpidas, ya han formado la historia moderna. (Son
totalmente ilógicos los que a partir de estas desviaciones o
interrupciones quieren concluir que el proyecto de una sociedad
autónoma es irrealizable. No he tenido noticias de que la democracia
haya sido desviada de sus fines bajo el despotismo asiático, ni de que
las revoluciones obreras de los Bororo hayan degenerado.)
Revoluciones democráticas, luchas obreras, movimientos de mujeres,
de jóvenes, de minorías “culturales”, étnicas, regionales son pruebas de
la emergencia y la vida continuada de este proyecto de autonomía. La
cuestión de su porvenir y de su “cumplimiento” -la cuestión de la
transformación social en un sentido radical- queda evidentemente
abierta. Pero también queda abierta o, mejor dicho, debe ser
nuevamente planteada una cuestión nada original, por cierto, que no
obstante es redescubierta regularmente por los modos de pensamiento
heredados, aun cuando pretenden ser “revolucionarios”: la cuestión de
la creación cultural en sentido estricto, la aparente disociación entre el
proyecto político de autonomía y un contenido cultural; las
consecuencias, pero sobre todo los presupuestos culturales de una elucidar, parcial y fragmentariamente, esta problemática.
Considero aquí el término cultura en una acepción intermedia entre
su significado habitual en francés (las “obras del espíritu” y el acceso
del individuo a ellas) y su sentido dentro de la antropología
estadounidense (que cubre la totalidad de la institución de la sociedad,
todo aquello que diferencia y opone sociedad, por una parte, y
animalidad y naturaleza, por la otra). Entiendo aquí por cultura todo lo
que supera, en la institución de una sociedad, la dimensión conjuntistaidentitaria
(funcional-instrumental) y que los individuos de esa sociedad
invisten positivamente como “valor” en el sentido más general del
término: en definitiva, la paideia de los griegos. Como su nombre lo
indica, la paideia contiene también indisociablemente los
procedimientos instituidos por medio de los cuales el ser humano,
durante su fabricación social como individuo, es conducido a reconocer
y a investir positivamente los valores de la sociedad. Estos valores no
son dados por una instancia externa, ni descubiertos por la sociedad en
sus yacimientos naturales o en el cielo de la Razón. Son creados por
cada sociedad considerada, como núcleos de su institución, referencias
últimas e irreductibles de la significancia, polos de orientación del hacer
y del representar sociales. Por lo tanto, es imposible hablar de
transformación social sin afrontar la cuestión de la cultura en este
sentido -y de hecho, la afrontamos y “respondemos” a ella hagamos lo
que hagamos-. (Así, en Rusia, después de octubre de 1917, la
aberración relativa del Proletkult fue aplastada por la aberración
absoluta de la asimilación de la cultura capitalista -y éste ha sido uno de
los componentes de la constitución del capitalismo burocrático total y
totalitario sobre las ruinas de la revolución-.)
Podemos explicitar de manera más específica la relación íntima entre
la creación cultural y la problemática social y política de nuestro tiempo.
Podemos hacerlo mediante ciertas interrogaciones, y lo que éstas
presuponen, implican o traen aparejado (como constataciones de
hecho, aunque sean discutibles, o como articulaciones de sentido):
• En un sentido, el proyecto de una sociedad autónoma (tanto como la
simple idea de un individuo autónomo) ¿no es “formal” o “kantiano”,
en tanto que parece no afirmar como valor más que la autonomía en
sí misma? Más precisamente: ¿puede una sociedad “querer” ser
autónoma por ser autónoma? O incluso: autogobernarse -sí, pero
¿para hacer qué cosa?-. La mayoría de las veces, la respuesta
tradicional es: para satisfacer mejor las necesidades. La contestación
a esta respuesta es: ¿cuáles necesidades? Cuando no existe el
riesgo de morirse de hambre, ¿qué es vivir?
• Una sociedad autónoma podría “realizar mejor” los valores -o
“realizar otros valores” (se sobreentiende: mejores)-; ¿pero cuáles? ¿Y qué son valores mejores? ¿Cómo evaluar los valores?
Interrogaciones que adquieren un sentido pleno a partir de esta otra
pregunta “de hecho”: ¿aún existen valores en la sociedad
contemporánea? ¿Se puede hablar todavía, como Max Weber, de
conflicto de valores, de “combate de dioses”? ¿O hay, antes bien, un
hundimiento gradual de la creación cultural y -afirmación que, aunque
sea un lugar común, no es necesariamente falsa- descomposición de
valores?
• Sería imposible, por cierto, decir que la sociedad contemporánea es
una “sociedad sin valores” (o “sin cultura”). Una sociedad sin valores
es simplemente inconcebible. Hay, evidentemente, polos de
orientación del hacer social de los individuos y finalidades a las
cuales el funcionamiento de la sociedad instituida está sometido. Por
lo tanto, hay valores en el sentido transhistóricamente neutro y
abstracto indicado más arriba (en el sentido en que, para una tribu de
cazadores de cabezas, matar es un valor sin el cual esa tribu no
sería lo que es). Pero estos “valores” de la sociedad instituida
contemporánea parecen y son efectivamente incompatibles con -o
contrarios a- lo que exigiría la institución de una sociedad autónoma.
Si el hacer de los individuos está orientado esencialmente hacia la
maximización antagónica del consumo, del poder, de la posición
social y del prestigio (únicos objetos de investidura que hoy son
socialmente pertinentes); si el funcionamiento social está sometido a
la significación imaginaria de la expansión ilimitada del control
“racional” (técnica, ciencia, producción, organización, como fines en
sí mismos); si esta expansión es a la vez vana, vacía e
intrínsecamente contradictoria, como visiblemente lo es, y si los
humanos no están obligados a servirla más que por medio de la
puesta en práctica, el desarrollo y la utilización socialmente eficaz de
móviles esencialmente “egoístas”, en un modo de socialización
donde cooperación y comunidad no son consideradas y no existen
sino bajo el punto de vista instrumental y utilitario; en resumidas
cuentas, si la única razón por la cual no nos matamos entre nosotros
cuando nos conviene es el miedo a la sanción penal, entonces, no
solamente no puede ser cuestión de decir que una nueva sociedad
podría “realizar mejor” valores ya establecidos, incontestables,
aceptados por todos, sino que es necesario ver claramente que su
instauración presupondría la destrucción radical de los “valores”
contemporáneos, y una nueva creación cultural concomitante con
una transformación inmensa de las estructuras psíquicas y mentales
de los individuos socializados.
No me parece que el hecho de que la instauración de una sociedad
autónoma exija la destrucción de los “valores” que orientan actualmente expansión ilimitada del control “racional”-) requiera una discusión
particular. Lo que habría que discutir aquí es el hecho de saber en qué
medida la destrucción o el desgaste de estos “valores” ha avanzado, y
en qué medida los nuevos estilos de comportamiento que se observan,
sin duda fragmentaria y transitoriamente, en los individuos y en los
grupos (especialmente de jóvenes) son anunciadores de nuevas
orientaciones y de nuevos modos de socialización. No abordaré aquí
este problema capital e inmensamente difícil.
Pero el término “destrucción de valores” puede chocar, y parecer
inadmisible, al tratarse de la “cultura” en el sentido más específico y
más restringido: “obras del espíritu” y su relación con la vida social
efectiva. Es evidente que no propongo bombardear los museos ni
quemar las bibliotecas. Mi tesis, antes bien, es que la destrucción de la
cultura, en este sentido específico y restringido, ya se está produciendo
en gran medida en la sociedad contemporánea, que las “obras del
espíritu” ya han sido ampliamente transformadas en ornamentos o
monumentos funerarios, que sólo una transformación radical de la
sociedad podrá hacer del pasado otra cosa que no sea un cementerio
visitado ritualmente, inútilmente y cada vez con menor frecuencia por
algunos parientes maníacos y desconsolados.
La destrucción de la cultura existente (incluyendo el pasado) ya está
ocurriendo, en la misma medida en que la creación cultural de la
sociedad instituida está desplomándose. Allí donde no hay presente,
tampoco hay pasado. El periodismo contemporáneo inventa cada
trimestre un nuevo genio y una nueva “revolución” en tal o cual campo.
Son esfuerzos comerciales eficaces para que funcione la industria
cultural, pero incapaces de ocultar el hecho flagrante: en una primera
aproximación, la cultura contemporánea es inexistente. Cuando una
época no tiene grandes hombres, los inventa. ¿Qué otra cosa ocurre
actualmente en los diferentes campos del “espíritu”? Se pretende hacer
revoluciones copiando e imitando mediocremente -también por medio
de la ignorancia de un público hipercivilizado y neoanalfabeto- los
últimos grandes momentos creadores de la cultura occidental, o sea, lo
que se hizo hace más de medio siglo (entre 1900 y 1925-1930).
Schönberg, Webern, Berg ya habían creado la música atonal y serial
antes de 1914. Entre los admiradores de la pintura abstracta, ¿cuántos
conocen las fechas de nacimiento de Kandinsky (1866), y de Mondrian
(1872)? En 1920, el dadaísmo y el surrealismo ya habían aparecido.
¿Qué novelista podríamos agregar a la enumeración: Proust, Kafka,
Joyce…? El París contemporáneo, cuyo provincianismo sólo es
comparable con su presuntuosa arrogancia, aplaudió ruidosamente a
los audaces escenógrafos que copiaron con audacia a los grandes
innovadores de 1920: Reinhardt, Meyerhold, Piscator, etc. Al mirar las
producciones de la arquitectura contemporánea encontramos un consuelo: es el de pensar que, si no se derrumban solas en treinta
años, serán demolidas de todos modos por obsoletas. Y todas estas
mercancías son vendidas en nombre de la “modernidad” -mientras que
la verdadera modernidad ya ha cumplido tres cuartos de siglo-.
Por cierto, aún hay obras intensas que aparecen aquí y allí. Pero yo
estoy hablando del balance general de medio siglo. Por cierto, también
están el jazz y el cine. ¿Están o estaban? El jazz, esa gran creación
popular y culta a la vez, parece haber agotado su ciclo de vida ya a
principios de la década de 1960. El cine presenta otras cuestiones que
no puedo abordar aquí.
Juicios arbitrarios y subjetivos. Es cierto. Propongo simplemente al
lector la siguiente experiencia mental: que se imagine a sí mismo
conversando con los más célebres y celebrados creadores
contemporáneos y les haga esta pregunta: ¿se consideran ustedes,
sinceramente, a la altura de Bach, Mozart, Beethoven o Wagner, de Jan
van Eyck, Velázquez, Rembrandt o Picasso, de Brunelleschi, Miguel
Ángel o Franck Lloyd Wright, de Shakespeare, Rimbaud, Kafka o Rilke?
Y que imagine su reacción si el interrogado respondiera: sí.
Dejemos de lado la Antigüedad, la Edad Media, las culturas extraeuropeas,
y hagamos la pregunta de otro modo. Desde 1400 hasta
1925, en un universo mucho menos poblado e infinitamente menos
“civilizado” y “alfabetizado” que el nuestro (de hecho: apenas en una
decena de países de Europa, cuya población total era todavía del orden
de los 100 millones a principios del siglo XIX), encontramos un genio
creador de primera magnitud por lustro. Y he aquí, desde hace
alrededor de cincuenta años, un universo de 3 o 4 mil millones de
humanos, con una facilidad de acceso sin precedentes a lo que habría
podido fecundar e instrumentar, aparentemente, las disposiciones
naturales de los individuos -prensa, libros, radio, televisión, etc.-, que
sólo ha producido un número ínfimo de obras de las cuales podría
pensarse que, en cincuenta años, serán señaladas como obras
mayores.
Por cierto, la época no podría aceptar este hecho. Por esta razón, no
sólo inventa sus genios ficticios, sino que ha innovado en otro campo:
destruyó la función crítica. Lo que se presenta como crítica en el mundo
contemporáneo es la promoción comercial -lo que está totalmente
justificado si se considera la naturaleza de la producción que se trata de
vender-. En el campo de la producción industrial propiamente dicha, los
consumidores finalmente han empezado a reaccionar, pues las
calidades de los productos, mal que bien, son objetivables y medibles.
Pero, ¿cómo conseguir un Ralph Nader de la literatura, de la pintura o
de los productos de la Ideología francesa? La crítica promocional -la
única que subsiste- continúa ejerciendo, además, una función de
discriminación. Eleva por las nubes cualquier cosa producida según la
moda de la temporada y, en cuanto al resto, no desaprueba, sino que calla y entierra en silencio. Como la crítica se ha criado en el culto de la
“vanguardia”, como cree haber aprendido que casi siempre las grandes
obras comenzaron siendo incomprensibles e inaceptables, y como su
calificación profesional principal consiste en la ausencia de juicio
personal, nunca se atreve a criticar. Lo que se le presenta cae de
inmediato bajo alguna de estas dos categorías: o bien es un
incomprensible ya aceptado y adulado -entonces lo elogiará-, o bien es
un incomprensible nuevo -entonces callará por miedo a equivocarse en
un sentido o en otro-. El oficio del crítico contemporáneo es idéntico al
del corredor de bolsa, tan bien definido por Keynes: adivinar lo que la
opinión media piensa que la opinión media pensará.
Estas cuestiones no se presentan exclusivamente en relación con
el “arte”; se refieren también a la creación intelectual en sentido
restringido. Aquí sólo podemos rozar el tema mediante algunos
signos de interrogación. El desarrollo científico-técnico continúa
incontestablemente, incluso tal vez se acelera en cierto sentido. ¿Pero
supera lo que podría llamarse la aplicación y la elaboración de las
consecuencias de grandes ideas ya adquiridas? Hay físicos que
estiman que la gran época creadora de la física moderna ha quedado
atrás -entre 1900 y 1930-. ¿No podría decirse que constatamos,
también en este campo, mutatis mutandis, la misma oposición que en el
conjunto de la civilización contemporánea entre un despliegue cada vez
más amplio de la producción -en el sentido de la repetición (estricta o
amplia), de la fabricación, de la implementación, de la elaboración, de la
deducción amplificada de las consecuencias- y la involución de la
creación, el agotamiento de la aparición de grandes esquemas
representativos imaginarios nuevos (como lo fueron las intuiciones
germinales de Planck, de Einstein, de Heisenberg) que han permitido
diferentes comprensiones del mundo? Y en cuanto al pensamiento
propiamente dicho, ¿no es legítimo preguntarse por qué, en todo caso
después de Heidegger pero ya con él, éste se vuelve cada vez más
interpretación, interpretación que parece además degenerar hacia el
comentario y el comentario del comentario? Ni siquiera es que se habla
interminablemente de Freud, de Nietzsche y de Marx; se habla cada
vez menos de ellos, se habla de lo que se ha dicho de ellos, se
comparan “lecturas” y las lecturas de las lecturas.I.Transformación social y creación cultural*
(fragmento)
I have weighed these times, and found them wanting.
Hasta donde se sabe, los genes humanos no han sufrido deterioro,
por lo menos hasta ahora. Pero sabemos que las “culturas”, las
sociedades, son mortales. Se trata de una muerte que no es general ni
necesariamente instantánea. Su relación con una nueva vida, de la que
puede ser condición, es un enigma siempre singular. La “decadencia de
Occidente” es un tema antiguo, y en el más profundo de los sentidos, es
falso. Este eslogan también quiso encubrir las potencialidades de un
mundo nuevo que la descomposición de “Occidente” plantea y libera;
quiso esconder, en todo caso, el problema de este mundo y sofocar el
hacer político con una metáfora botánica. No intentamos postular que
esta flor, como las otras, se marchitará, se marchita o se marchitó.
Intentamos comprender qué es lo que muere en este mundo histórico
social, cómo muere y, de ser posible, por qué. También intentamos
encontrar qué es lo que, quizás, está naciendo.
Ni la primera ni la segunda parte de esta reflexión son gratuitas,
neutras o desinteresadas. La cuestión de la “cultura” se enfoca aquí
como una dimensión del problema político; y perfectamente puede
decirse que el problema político es un componente de la cuestión de la
cultura en el sentido más amplio. (Por política, claro está, no me refiero
a la profesión del señor Nixon, ni a las elecciones municipales. El
problema político es el problema de la institución global de la sociedad.) La reflexión no puede ser más “anticientífica”. El autor no movilizó un
ejército de asistentes, ni pasó decenas de horas frente a la
computadora para establecer científicamente lo que todo el mundo ya
conoce de antemano: por ejemplo, que a los conciertos de la música
llamada seria sólo asisten ciertas categorías socio-profesionales de la
población. También es una reflexión llena de trampas y de riesgos:
estamos sumergidos en este mundo -y tratamos de comprenderlo e
incluso de evaluarlo-. Evidentemente, es el autor quien habla. ¿En
nombre de qué? En nombre, precisamente, de ser parte integrante, de
ser individuo participante de este mundo; en nombre de lo mismo por lo
que se autoriza a expresar sus opiniones políticas, a escoger lo que
combate y lo que sostiene en la vida social de la época.
Lo que está muriendo hoy, en todo caso, lo que se cuestiona
profundamente, es la cultura “occidental”. Cultura capitalista, cultura de
la sociedad capitalista, pero que supera ampliamente este régimen
histórico-social, pues comprende todo lo que éste ha querido y podido
retomar de aquello que lo ha precedido, y muy particularmente en el
segmento “greco-occidental” de la historia universal. Esto muere como
conjunto de normas y de valores, como formas de socialización y de
vida cultural, como tipo histórico-social de individuos, como significado
de la relación de la colectividad consigo misma, con aquellos que la
componen, con el tiempo y con sus propias obras.
Lo que está naciendo, difícil, fragmentaria y contradictoriamente,
desde hace más de dos siglos, es el proyecto de una nueva sociedad,
el proyecto de autonomía social e individual. Proyecto que es una
creación política en sentido profundo, y cuyas tentativas de realización,
desviadas o interrumpidas, ya han formado la historia moderna. (Son
totalmente ilógicos los que a partir de estas desviaciones o
interrupciones quieren concluir que el proyecto de una sociedad
autónoma es irrealizable. No he tenido noticias de que la democracia
haya sido desviada de sus fines bajo el despotismo asiático, ni de que
las revoluciones obreras de los Bororo hayan degenerado.)
Revoluciones democráticas, luchas obreras, movimientos de mujeres,
de jóvenes, de minorías “culturales”, étnicas, regionales son pruebas de
la emergencia y la vida continuada de este proyecto de autonomía. La
cuestión de su porvenir y de su “cumplimiento” -la cuestión de la
transformación social en un sentido radical- queda evidentemente
abierta. Pero también queda abierta o, mejor dicho, debe ser
nuevamente planteada una cuestión nada original, por cierto, que no
obstante es redescubierta regularmente por los modos de pensamiento
heredados, aun cuando pretenden ser “revolucionarios”: la cuestión de
la creación cultural en sentido estricto, la aparente disociación entre el
proyecto político de autonomía y un contenido cultural; las
consecuencias, pero sobre todo los presupuestos culturales de una elucidar, parcial y fragmentariamente, esta problemática.
Considero aquí el término cultura en una acepción intermedia entre
su significado habitual en francés (las “obras del espíritu” y el acceso
del individuo a ellas) y su sentido dentro de la antropología
estadounidense (que cubre la totalidad de la institución de la sociedad,
todo aquello que diferencia y opone sociedad, por una parte, y
animalidad y naturaleza, por la otra). Entiendo aquí por cultura todo lo
que supera, en la institución de una sociedad, la dimensión conjuntistaidentitaria
(funcional-instrumental) y que los individuos de esa sociedad
invisten positivamente como “valor” en el sentido más general del
término: en definitiva, la paideia de los griegos. Como su nombre lo
indica, la paideia contiene también indisociablemente los
procedimientos instituidos por medio de los cuales el ser humano,
durante su fabricación social como individuo, es conducido a reconocer
y a investir positivamente los valores de la sociedad. Estos valores no
son dados por una instancia externa, ni descubiertos por la sociedad en
sus yacimientos naturales o en el cielo de la Razón. Son creados por
cada sociedad considerada, como núcleos de su institución, referencias
últimas e irreductibles de la significancia, polos de orientación del hacer
y del representar sociales. Por lo tanto, es imposible hablar de
transformación social sin afrontar la cuestión de la cultura en este
sentido -y de hecho, la afrontamos y “respondemos” a ella hagamos lo
que hagamos-. (Así, en Rusia, después de octubre de 1917, la
aberración relativa del Proletkult fue aplastada por la aberración
absoluta de la asimilación de la cultura capitalista -y éste ha sido uno de
los componentes de la constitución del capitalismo burocrático total y
totalitario sobre las ruinas de la revolución-.)
Podemos explicitar de manera más específica la relación íntima entre
la creación cultural y la problemática social y política de nuestro tiempo.
Podemos hacerlo mediante ciertas interrogaciones, y lo que éstas
presuponen, implican o traen aparejado (como constataciones de
hecho, aunque sean discutibles, o como articulaciones de sentido):
• En un sentido, el proyecto de una sociedad autónoma (tanto como la
simple idea de un individuo autónomo) ¿no es “formal” o “kantiano”,
en tanto que parece no afirmar como valor más que la autonomía en
sí misma? Más precisamente: ¿puede una sociedad “querer” ser
autónoma por ser autónoma? O incluso: autogobernarse -sí, pero
¿para hacer qué cosa?-. La mayoría de las veces, la respuesta
tradicional es: para satisfacer mejor las necesidades. La contestación
a esta respuesta es: ¿cuáles necesidades? Cuando no existe el
riesgo de morirse de hambre, ¿qué es vivir?
• Una sociedad autónoma podría “realizar mejor” los valores -o
“realizar otros valores” (se sobreentiende: mejores)-; ¿pero cuáles? ¿Y qué son valores mejores? ¿Cómo evaluar los valores?
Interrogaciones que adquieren un sentido pleno a partir de esta otra
pregunta “de hecho”: ¿aún existen valores en la sociedad
contemporánea? ¿Se puede hablar todavía, como Max Weber, de
conflicto de valores, de “combate de dioses”? ¿O hay, antes bien, un
hundimiento gradual de la creación cultural y -afirmación que, aunque
sea un lugar común, no es necesariamente falsa- descomposición de
valores?
• Sería imposible, por cierto, decir que la sociedad contemporánea es
una “sociedad sin valores” (o “sin cultura”). Una sociedad sin valores
es simplemente inconcebible. Hay, evidentemente, polos de
orientación del hacer social de los individuos y finalidades a las
cuales el funcionamiento de la sociedad instituida está sometido. Por
lo tanto, hay valores en el sentido transhistóricamente neutro y
abstracto indicado más arriba (en el sentido en que, para una tribu de
cazadores de cabezas, matar es un valor sin el cual esa tribu no
sería lo que es). Pero estos “valores” de la sociedad instituida
contemporánea parecen y son efectivamente incompatibles con -o
contrarios a- lo que exigiría la institución de una sociedad autónoma.
Si el hacer de los individuos está orientado esencialmente hacia la
maximización antagónica del consumo, del poder, de la posición
social y del prestigio (únicos objetos de investidura que hoy son
socialmente pertinentes); si el funcionamiento social está sometido a
la significación imaginaria de la expansión ilimitada del control
“racional” (técnica, ciencia, producción, organización, como fines en
sí mismos); si esta expansión es a la vez vana, vacía e
intrínsecamente contradictoria, como visiblemente lo es, y si los
humanos no están obligados a servirla más que por medio de la
puesta en práctica, el desarrollo y la utilización socialmente eficaz de
móviles esencialmente “egoístas”, en un modo de socialización
donde cooperación y comunidad no son consideradas y no existen
sino bajo el punto de vista instrumental y utilitario; en resumidas
cuentas, si la única razón por la cual no nos matamos entre nosotros
cuando nos conviene es el miedo a la sanción penal, entonces, no
solamente no puede ser cuestión de decir que una nueva sociedad
podría “realizar mejor” valores ya establecidos, incontestables,
aceptados por todos, sino que es necesario ver claramente que su
instauración presupondría la destrucción radical de los “valores”
contemporáneos, y una nueva creación cultural concomitante con
una transformación inmensa de las estructuras psíquicas y mentales
de los individuos socializados.
No me parece que el hecho de que la instauración de una sociedad
autónoma exija la destrucción de los “valores” que orientan actualmente expansión ilimitada del control “racional”-) requiera una discusión
particular. Lo que habría que discutir aquí es el hecho de saber en qué
medida la destrucción o el desgaste de estos “valores” ha avanzado, y
en qué medida los nuevos estilos de comportamiento que se observan,
sin duda fragmentaria y transitoriamente, en los individuos y en los
grupos (especialmente de jóvenes) son anunciadores de nuevas
orientaciones y de nuevos modos de socialización. No abordaré aquí
este problema capital e inmensamente difícil.
Pero el término “destrucción de valores” puede chocar, y parecer
inadmisible, al tratarse de la “cultura” en el sentido más específico y
más restringido: “obras del espíritu” y su relación con la vida social
efectiva. Es evidente que no propongo bombardear los museos ni
quemar las bibliotecas. Mi tesis, antes bien, es que la destrucción de la
cultura, en este sentido específico y restringido, ya se está produciendo
en gran medida en la sociedad contemporánea, que las “obras del
espíritu” ya han sido ampliamente transformadas en ornamentos o
monumentos funerarios, que sólo una transformación radical de la
sociedad podrá hacer del pasado otra cosa que no sea un cementerio
visitado ritualmente, inútilmente y cada vez con menor frecuencia por
algunos parientes maníacos y desconsolados.
La destrucción de la cultura existente (incluyendo el pasado) ya está
ocurriendo, en la misma medida en que la creación cultural de la
sociedad instituida está desplomándose. Allí donde no hay presente,
tampoco hay pasado. El periodismo contemporáneo inventa cada
trimestre un nuevo genio y una nueva “revolución” en tal o cual campo.
Son esfuerzos comerciales eficaces para que funcione la industria
cultural, pero incapaces de ocultar el hecho flagrante: en una primera
aproximación, la cultura contemporánea es inexistente. Cuando una
época no tiene grandes hombres, los inventa. ¿Qué otra cosa ocurre
actualmente en los diferentes campos del “espíritu”? Se pretende hacer
revoluciones copiando e imitando mediocremente -también por medio
de la ignorancia de un público hipercivilizado y neoanalfabeto- los
últimos grandes momentos creadores de la cultura occidental, o sea, lo
que se hizo hace más de medio siglo (entre 1900 y 1925-1930).
Schönberg, Webern, Berg ya habían creado la música atonal y serial
antes de 1914. Entre los admiradores de la pintura abstracta, ¿cuántos
conocen las fechas de nacimiento de Kandinsky (1866), y de Mondrian
(1872)? En 1920, el dadaísmo y el surrealismo ya habían aparecido.
¿Qué novelista podríamos agregar a la enumeración: Proust, Kafka,
Joyce…? El París contemporáneo, cuyo provincianismo sólo es
comparable con su presuntuosa arrogancia, aplaudió ruidosamente a
los audaces escenógrafos que copiaron con audacia a los grandes
innovadores de 1920: Reinhardt, Meyerhold, Piscator, etc. Al mirar las
producciones de la arquitectura contemporánea encontramos un consuelo: es el de pensar que, si no se derrumban solas en treinta
años, serán demolidas de todos modos por obsoletas. Y todas estas
mercancías son vendidas en nombre de la “modernidad” -mientras que
la verdadera modernidad ya ha cumplido tres cuartos de siglo-.
Por cierto, aún hay obras intensas que aparecen aquí y allí. Pero yo
estoy hablando del balance general de medio siglo. Por cierto, también
están el jazz y el cine. ¿Están o estaban? El jazz, esa gran creación
popular y culta a la vez, parece haber agotado su ciclo de vida ya a
principios de la década de 1960. El cine presenta otras cuestiones que
no puedo abordar aquí.
Juicios arbitrarios y subjetivos. Es cierto. Propongo simplemente al
lector la siguiente experiencia mental: que se imagine a sí mismo
conversando con los más célebres y celebrados creadores
contemporáneos y les haga esta pregunta: ¿se consideran ustedes,
sinceramente, a la altura de Bach, Mozart, Beethoven o Wagner, de Jan
van Eyck, Velázquez, Rembrandt o Picasso, de Brunelleschi, Miguel
Ángel o Franck Lloyd Wright, de Shakespeare, Rimbaud, Kafka o Rilke?
Y que imagine su reacción si el interrogado respondiera: sí.
Dejemos de lado la Antigüedad, la Edad Media, las culturas extraeuropeas,
y hagamos la pregunta de otro modo. Desde 1400 hasta
1925, en un universo mucho menos poblado e infinitamente menos
“civilizado” y “alfabetizado” que el nuestro (de hecho: apenas en una
decena de países de Europa, cuya población total era todavía del orden
de los 100 millones a principios del siglo XIX), encontramos un genio
creador de primera magnitud por lustro. Y he aquí, desde hace
alrededor de cincuenta años, un universo de 3 o 4 mil millones de
humanos, con una facilidad de acceso sin precedentes a lo que habría
podido fecundar e instrumentar, aparentemente, las disposiciones
naturales de los individuos -prensa, libros, radio, televisión, etc.-, que
sólo ha producido un número ínfimo de obras de las cuales podría
pensarse que, en cincuenta años, serán señaladas como obras
mayores.
Por cierto, la época no podría aceptar este hecho. Por esta razón, no
sólo inventa sus genios ficticios, sino que ha innovado en otro campo:
destruyó la función crítica. Lo que se presenta como crítica en el mundo
contemporáneo es la promoción comercial -lo que está totalmente
justificado si se considera la naturaleza de la producción que se trata de
vender-. En el campo de la producción industrial propiamente dicha, los
consumidores finalmente han empezado a reaccionar, pues las
calidades de los productos, mal que bien, son objetivables y medibles.
Pero, ¿cómo conseguir un Ralph Nader de la literatura, de la pintura o
de los productos de la Ideología francesa? La crítica promocional -la
única que subsiste- continúa ejerciendo, además, una función de
discriminación. Eleva por las nubes cualquier cosa producida según la
moda de la temporada y, en cuanto al resto, no desaprueba, sino que calla y entierra en silencio. Como la crítica se ha criado en el culto de la
“vanguardia”, como cree haber aprendido que casi siempre las grandes
obras comenzaron siendo incomprensibles e inaceptables, y como su
calificación profesional principal consiste en la ausencia de juicio
personal, nunca se atreve a criticar. Lo que se le presenta cae de
inmediato bajo alguna de estas dos categorías: o bien es un
incomprensible ya aceptado y adulado -entonces lo elogiará-, o bien es
un incomprensible nuevo -entonces callará por miedo a equivocarse en
un sentido o en otro-. El oficio del crítico contemporáneo es idéntico al
del corredor de bolsa, tan bien definido por Keynes: adivinar lo que la
opinión media piensa que la opinión media pensará.
Estas cuestiones no se presentan exclusivamente en relación con
el “arte”; se refieren también a la creación intelectual en sentido
restringido. Aquí sólo podemos rozar el tema mediante algunos
signos de interrogación. El desarrollo científico-técnico continúa
incontestablemente, incluso tal vez se acelera en cierto sentido. ¿Pero
supera lo que podría llamarse la aplicación y la elaboración de las
consecuencias de grandes ideas ya adquiridas? Hay físicos que
estiman que la gran época creadora de la física moderna ha quedado
atrás -entre 1900 y 1930-. ¿No podría decirse que constatamos,
también en este campo, mutatis mutandis, la misma oposición que en el
conjunto de la civilización contemporánea entre un despliegue cada vez
más amplio de la producción -en el sentido de la repetición (estricta o
amplia), de la fabricación, de la implementación, de la elaboración, de la
deducción amplificada de las consecuencias- y la involución de la
creación, el agotamiento de la aparición de grandes esquemas
representativos imaginarios nuevos (como lo fueron las intuiciones
germinales de Planck, de Einstein, de Heisenberg) que han permitido
diferentes comprensiones del mundo? Y en cuanto al pensamiento
propiamente dicho, ¿no es legítimo preguntarse por qué, en todo caso
después de Heidegger pero ya con él, éste se vuelve cada vez más
interpretación, interpretación que parece además degenerar hacia el
comentario y el comentario del comentario? Ni siquiera es que se habla
interminablemente de Freud, de Nietzsche y de Marx; se habla cada
vez menos de ellos, se habla de lo que se ha dicho de ellos, se
comparan “lecturas” y las lecturas de las lecturas.

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