miércoles, 18 de junio de 2008

429 - Ponencia - SOÑAR UN FUTURO Fernando Butazzoni

Periodista, escritor, buen tipo, y, todavía, sueña y sabe mirarse al espejo, bienvenido..., red
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Hace un tiempo escribí una frase que me trajo numerosos dolores de cabeza. Yo decía, con cierto tono irresponsable, que "América Latina está llena de optimistas tácticos que terminan convertidos por simple rigor de razonamiento en profundos pesimistas estratégicos".
La frase fue publicada en la revista española Contrapunto latinoamericano y a raíz de ella algunos compañeros se sintieron agraviados y, en algún caso, hasta traicionados, por lo que ellos entendían era una especie de capitulación teórica.
También confesaba en esa revista que pertenezco al bando contrario, pues soy un pesimista radical, lo cual ha terminado por instalarme a la fuerza en las tierras del optimismo. Y agregaba que no se trata de analizar con ojo más o menos crítico y puntilloso los procesos sociales, políticos y económicos en América Latina, en sus países y comunidades, sino de soñar un futuro posible. Así de simple. Creo en ello. Creo que soñar nos hace mejores. Y que se trata de una maravillosa obra del intelecto y de la mente, del corazón y de la razón. Claro que, para ello, debe entenderse y asumirse desde su misma raíz una crisis histórica que desborda al continente, que va más allá, tiene otra etiología y, por lo tanto, otras consecuencias. No somos un continente mal diagnosticado; más bien somos un universo que todavía está por descubrirse a sí mismo en toda su plenitud. Agrego: los recientes amagues bélicos entre Ecuador y Colombia han sido un doloroso recordatorio de nuestra pubertad política. La inopinada solución a esa crisis no atemperó, en sus papelones, la constatación de ello.
La pujanza del capitalismo ha convertido al planeta en una especie de supermercado de inmensas dimensiones. Hay algunas zonas que por diversos motivos se mantienen fuera del sistema y al margen de los procesos históricos concomitantes, aunque se puede decir que el mundo se ha globalizado y, por lo tanto, se ha uniformizado. Los habitantes de Kum Karúm, en las montañas de Afganistán, no tienen idea de qué es la globalización, pero sobre ellos ha caído en estos días una andanada de misiles destinados a "eliminar campamentos terroristas". En los hechos, la globalización del mercado es la globalización de la sociedad de consumo de masas y del capitalismo consumista. Esto ha implicado que unos sean globalizadores y otros sean globalizados. Todos venden y todos compran, es verdad. Pero ocurre que mientras unos compran a precios viles productos preciosos ­desde la inteligencia hasta el agua--, otros pagan por acceder apenas a un cierto tipo de modernidad, casi siempre de segunda mano. A los latinoamericanos nos ha tocado ser el ente pasivo de ese proceso hasta ahora imparable. Salvo excepciones, durante años nos hemos limitados a recibir el impacto de la globalización y las baratijas de los mercaderes, quienes a su vez han obtenido de los países latinoamericanos buena parte de las riquezas que necesita la pujanza del capitalismo en sus avances planetarios. Se han extraído materias primas, combustibles, minerales, maderas, carnes, cueros, lanas y granos, pero también productos "no tradicionales" que son cada vez más cotizados en el mundo: agua, cerebros con ideas nuevas, tierras fértiles, patrimonios genéticos, atmósferas limpias.
Esta situación, esquemática pero exacta, refleja dos elementos que son claves para comprender la profundidad del problema latinoamericano: la creciente aculturación de sus sociedades y la incesante persecución de un modelo de desarrollo que es disfuncional a su naturaleza, que está en cuestión en buena parte del mundo y que, para colmo, llega con un atraso irreparable. Estos dos elementos se pueden fundir a su vez en un único concepto, que se halla en la base misma de todos los problemas: la ausencia de paradigmas propios. Para decirlo de manera más directa, se debe señalar que hoy América Latina no atiende como es debido a la construcción de un nuevo modelo de sociedad. Pareciera que ese sueño, que marcó a fuego el siglo XX latinoamericano, hubiera sido aplastado por el peso de las fugaces bonanzas que cada tanto aparecen por aquí y por allá. Los empeños teóricos remiten a una época en la que se veía factible la elaboración de utopías propias, algunas de ellas descabelladas, es cierto, pero que operaban como señales inequívocas de un futuro posible. Los delirios latinoamericanistas de un Manuel Ugarte, o la alocada epopeya selvática de un Luis Carlos Prestes, pertenecen hoy a un pasado remotísimo e ignorado. Todo ese bagaje ha sido colocado en una especie de panteón anecdótico, carente de utilidad o servicio. Por supuesto que hay excepciones, pero debe admitirse una tendencia declinante en la producción reflexiva. Y sin ella ninguna sociedad elabora sus propias versiones del mundo y de la realidad. Porque --es necesario decirlo, discutirlo, proclamarlo-- la realidad tiene muchas versiones posibles, variaciones de enfoque, miradas distintas. La uniformidad de los discursos de "la realidad" no sólo es empobrecedora sino, además, paralizante.
Es innegable que el planeta muestra signos evidentes de agotamiento. Hay un modelo triunfante, todavía enérgico, que incuba en su seno al alien que habrá de comérselo por dentro. ¿Pesimismo u optimismo? Depende. La atmósfera terrestre no resiste nuevas agresiones, pero las fábricas deben seguir produciendo, y los automóviles quemando petróleo, y los aviones surcando los cielos. El agua potable es cada día un poco más escasa, pero no hay manera de detener la desertificación de los continentes. La temperatura del mundo sigue subiendo, pero nada ha detenido a quienes se encargan de calentarlo. En este marco general, los problemas actuales de América Latina forman parte indisoluble de los problemas que enfrenta el planeta en su conjunto. Para citar a Borges: no nos une el amor sino el espanto.
Es que los ciudadanos estadounidenses, franceses, italianos o españoles, tienen en general poca o ninguna conciencia del estrecho vínculo que existe entre su prosperidad y nuestra ruina, entre su unidad y nuestra balcanización, entre sus despilfarros y nuestras agonías. Y tampoco tienen conciencia de que, con el paso del tiempo, la ruina prevalecerá sobre la prosperidad, pues del mismo modo que se agotan el agua potable y el aire limpio, también terminarán por extinguirse los compradores de baratijas, que son a su vez los grandes suministradores de riquezas. Es claro que un agricultor francés hoy es beneficiado con las políticas proteccionistas implementadas por la Unión Europea en materia agrícola, pero es muy arriesgado suponer que el nieto de ese agricultor gozará de los mismos privilegios, concedidos a su abuelo para mantener intactas las estructuras de unas sociedades opulentas que viven en un inadvertido proceso de suicidio colectivo, gastando más de lo que pueden a cuenta de los que vendrán, incluidos sus propios nietos.
Quiero apuntar una posdata: algunas señales financieras en este primer trimestre de 2008 parecen reforzar los pronósticos menos optimistas. Estados Unidos sigue imprimiendo billetes, Europa vacila y los chinos se han lanzado a fabricar automóviles. Parece la fórmula para una tormenta perfecta. ¿Optimismo o pesimismo? Creo que la gravedad de la situación no debe desalentar a nadie, pues como enseñara el gran Julio Cortázar, no hay epílogo que no pueda convertirse en prólogo.

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