El presidente de la República, Tabaré Vázquez, está a punto de terminar la primera mitad de su mandato y, por más que se ha querido evitar ese extremo, ya hoy todos piensan en la lucha electoral interna en vistas a los sucesivos plenarios frenteamplistas que definirán a quien intentará ser el segundo mandatario de izquierda en la historia del país.
Una de las características de la natural “nueva personalidad” que Vázquez intentó imprimir a su figura fue el apoliticismo para guiar su gestión, que se basó en una especie de lejanía partidaria que no significó falta de involucramiento.
Más bien, quedó claro que manda en la fuerza política y lo hace a través de comunicaciones y reuniones mínimas, donde expone directamente su pensamiento.
A diferencia de su mandato en el Frente Amplio, Vázquez no ha amenazado con irse, con renunciar, más bien ha hecho pesar su fuerza y prestigio, y terminó hasta salteando instancias internas al partido, lo que debe haber motivado cierto resquemor en bases y ultras, pero generó decidido apoyo de las mayorías frenteamplistas.
Es que esto es distinto y, sobre todo, el oncólogo ya no es un outsider interviniendo en el hacer político, sino un político “distinto” que se ha metido en el sistema pero no quiere que éste se lo engulla.
Para ello, la estrategia tiene muchas puntas y, a pesar de ciertos desequilibrios en la fuerza y en el país, ha mantenido coherencia, ha seguido un alto porcentaje de las propuestas programáticas, ha acelerado las propuestas de cambio en base a la mayoría absoluta parlamentaria y al éxito en la política de Derechos Humanos, y ha impuesto sin egoísmos una política económica cuya consistencia había permitido al ministro del rubro alcanzar un alto grado de reconocimiento y hasta popularidad.
Pero la imagen de Danilo Astori, titular del MEF, se vio golpeada por dos instancias consecutivas: rendición de cuentas – con las clásicas movilizaciones sindicales y discrepancias políticas, incluso dentro del oficialismo – y reforma tributaria – en franja de acomodamiento y resistida por cámaras empresariales y sectores de ingresos altos -. Duros golpes, que inciden en su posición en vistas a octubre 2009. Pero falta mucho.
Además, Vázquez ha sabido independizar su actividad e investidura de ciertos mitos – ritos (positivos y negativos) de la izquierda. Pasa sus descansos en la estancia presidencial de Arocena y hasta en la casa de Punta del Este, desde donde emprende excursiones de pesca utilizando un yate de la Armada; alaba el gobierno, figura y hasta gestión de uno de sus principales adversarios y predecesores en el cargo – Luis Alberto Lacalle -, define una política de comunicaciones sin periodistas conocidos al frente y restringe sus apariciones ante los micrófonos a lo estrictamente necesario; y no vacila en subirse al helicóptero presidencial cuando la situación lo amerita, como sucedió al acudir inmediatamente al lugar donde aparecieron los primeros restos de presuntos desaparecidos durante la dictadura.
En realidad, Vázquez parece que quiere recordar a sus compañeros de ruta, adversarios y población en general que considera haber dicho todo lo que había que decir el 1º de marzo, cuando asumió y generó un primer tímido asalto de la oposición al ser único protagonista de un inédito acto popular de masas, como “complemento” de la toma de mando, en el cual, con el Palacio Legislativo de fondo, ratificó sus promesas programáticas electorales, sobre todo en materia de desaparecidos y solidaridad social – con todo lo que esto implica -.
Ahora, deja correr el programa en su tiempo, no es Chávez, pero tampoco es Lagos-Bachelet, es uruguayo, de La Teja y Progreso, con su gabinete y mucha gente de personal confianza, incluso algunos que no pertenecían a su partido.
Una espera activa que intenta dejar definido un cambio en Uruguay y los uruguayos.
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