¿Y si el concepto de pueblo fuera, en sí mismo y desde un principio, una idea alienante, poseedora de un sentido al que correspondería llamar "fascista", es decir, provocador de sumisiones de todo tipo, despersonalizador, generador de jugadas de bajo valor político -incapaces de reconocer complejidades o diferencias- y promotor de sociedades extraviadas en una falsa idea de justicia? ¿No serán los defensores del pueblo, en definitiva, los que hunden al país, apoyándose en una idea que se supone buena, pero que en realidad empobrece a los individuos tanto como al conjunto nacional?
¿Y si cada vez que un ciudadano se embandera con el concepto de lo popular estuviera, en realidad, enarbolando como símbolo positivo una herramienta de su propio hundimiento y del hundimiento general? ¿No deberíamos tender a juzgar los conceptos por los resultados que producen, más que por su valor abstracto, y captar entonces la forma en que la defensa de lo popular entraña siempre un deterioro de la vida de las personas? ¿Cuál es la moral implícita en la idea de pueblo? ¿Una de responsabilidades que tienden al desarrollo o, más bien, una de simplezas exculpatorias y amenazantes? ¿Qué opción tenemos?
¿De qué otra manera denominar al conjunto de las personas para que la suma de todos no genere una idea equívoca y se transforme en una forma de fomentar como valor lo que tendríamos que desechar como conducta social? ¿Lo que puede crecer y desarrollarse es en realidad un pueblo o, tal vez, más bien un país, una comunidad, una sociedad? ¿No hay que elegir el concepto que permita el crecimiento deseado, para aludir al conjunto de personas que desean ese resultado, el concepto que realmente actúe como catalizador de esas fuerzas que deben realizar el trabajo de una transformación social que se expanda en vitalidad y bienestar?
¿Será que San Martín representaba un anhelo popular, que era el pueblo el que luchaba en su ejército liberador, o que hemos creído en ese concepto de una manera excesiva, privándonos de ver otros fenómenos más precisos de su época, ajenos al englobador concepto "pueblo", que no podemos fácilmente pensar pero que revelarían otras formas y otras motivaciones? ¿Fue el pueblo el que luchó, o eran personas? ¿No es importante para poner en juego esa fuerza concebirla apropiadamente, dar en el clavo de la pasión por vivir, que es la fundamental generadora de cambios y de apuestas riesgosas y necesarias?
¿A qué convocaba Perón cuando aludía al pueblo? ¿A una multitud de adoradores, de personas que disfrutaban volviéndose hijas de un líder bueno, que les daba, por un lado, mejoras notorias, pero al mismo tiempo las despojaba, como las ha despojado desde siempre el peronismo, de importantes capacidades productivas y vitales, amasando con las individualidades un conjunto manipulable y que no ha sabido -son hechos, no opiniones- sacar el país adelante a lo largo de décadas? ¿No es nuestro pueblo, el pueblo peronista, en el fondo y desde siempre, un objeto mussoliniano, creado o recreado por ese artista del poder mediante cuya observación Perón construyó su propio arte de conductor de masas?
¿Y el pueblo de la izquierda, esa entelequia, ese pueblo invocado que no responde al llamado del que supuestamente es su movimiento representativo, tal vez porque hay tanta falsedad en tal visión del mundo que no siente que le estén hablando, porque el pueblo en realidad no existe, porque las personas sólo aceptan volverse pueblo un rato y para determinados fines concretos que la política no tanto encarna sino que crea, inventa, en una invención más nociva que beneficiosa?
¿No es correcto pensar de nuevo, atreverse a nuevas visiones, al uso de nuevos conceptos, atreverse a la sospecha de que nuestro hábito mental puede, en realidad, estar traicionándonos, ser inadecuado, necesitar cambios profundos? ¿Por qué seguir incuestionadamente utilizando ideas que, como la de pueblo, nos orientan hacia efectos no deseados ni convenientes para el gran número de habitantes, cuando podrían funcionar mejor conceptos como personas, comunidad, sociedad, gente, nosotros? ¿No es importante captar el sentido de estar juntos de manera tal que podamos expresar la riqueza del intercambio y la diferencia, más que buscar hacer un rejunte tosco de voluntades, necesidades y deseos en el también tosco concepto de pueblo?
¿Será que la idea de pueblo fue útil en su momento, en otras etapas de la historia, pero que en las nuevas circunstancias un país, incluso un país con dificultades como el nuestro, debe poder pensarse de otra forma para poder acceder a logros más significativos? ¿No es, en definitiva, el mecanismo democrático precisamente, más que la expresión del pueblo, la expresión personalísima y secreta de las personas, de los individuos que formulan su preferencia en circunstancias protegidas, lejanas del grito público y agresivo con visos mafiosos y prepotentes, que caracteriza precisamente al llamado pueblo?
¿Para qué estamos? ¿Para ser muchos que se juntan de cualquier modo y al amucharse se distorsionan, o para ser personas capaces de vida íntima, determinada, concreta, plena, posible y creadora? ¿Acaso a la pregunta por la identidad debe responderse con contenidos populares o más bien con realidades personales, más reales que las imposturas reivindicativas que fomentan en realidad la sumisión? ¿No debe nuestro país ir por fin más allá de las retóricas para adentrarse en las realidades, y ajustar entonces las ideas para que tal cosa sea posible'
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