sábado, 25 de agosto de 2007

168/Dialéctica - Zaratustra - Gianni Váttimo

Hay muchas razones para considerar Así habló Zaratustra la obra más significativa de Nietzsche. De hecho, contiene, en un cierto sentido, toda su doctrina; sobre todo, sintetiza en sí misma, tanto en el plano del contenido como en el del estilo, toda la ambigüedad que ha caracterizado la enseñanza y la figura misma de este extraordinario filósofo.

Como el mismo Nietzsche, el Zaratustra («un libro para todos y para ninguno», como dice el subtítulo) es una obra que atrae y rechaza, que inquieta justamente por la inextricable ambivalencia de sentimientos que suscita. Es difícil pensar que algún lector haya amado alguna vez de manera incondicionada el Zaratustra, como, por lo demás, se «prescribe» en muchas páginas del libro, en el que el maestro invita repetidamente a sus discípulos a liberarse de él, y anuncia continuamente su propio ocaso.

Al atractivo que representan muchas páginas verdaderamente poéticas, profundamente fascinantes, se contrapone con mucha frecuencia, en el ánimo del lector, una ciertamente justificada intolerancia por el estilo redundante, hinchado, «retórico» en el peor sentido, de muchas páginas. ¿Será sólo una cuestión de gusto de la época, como parece pensar Hans Georg Gadamer, uno de los comentaristas que más explícitamente han reconocido estas graves limitaciones de la obra?[i]

O ¿se trata, por el contrario, de un carácter intrínseco, muy profundamente ligado al sentido mismo de los contenidos y de las enseñanzas que Nietzsche quiere comunicar? Ambigüedad inquietante no es sólo la del estilo literario de la obra; ligada una vez más a la forma literaria está la cuestión de si se debe identificar a Nietzsche con el personaje Zaratustra, como si éste fuese la voz misma del filósofo, y sus discursos se debiesen tomar como exposiciones doctrinales del tipo del tratado. ¿Todo lo que dice y enseña Zaratustra es enseñanza filosófica de Nietzsche? ¿O hay una cierta distancia, que ha de ser calculada en la interpretación, entre el autor y el «personaje»? Si no la hay, ¿por qué habría elegido Nietzsche esta forma literaria, esta narración en tercera persona? Además, todavía más profunda es la ambigüedad que concierne no sólo a estos problemas estilísticos, expositivos, retóricos, sino a los contenidos mismos del mensaje de Zaratustra, al significado de los diversos discursos y a la coherencia o carácter contradictorio que se les puede reconocer.

Como todos los discursos alegóricos, las parábolas, los discursos de Zaratustra plantean problemas de interpretación, de auténtico desciframiento: ¿quiénes son los animales que siguen a Zaratustra, y tantos otros personajes, como el enano, que aparecen en un determinado momento? ¿Qué significa el encuentro con «el último papa» del capítulo titulado «Fuera de servicio», en la cuarta parte? O ¿qué debemos leer en un discurso tan denso de símbolos como el que se titula «De la visión y del enigma»?

Como veremos, no hay una respuesta exhaustiva a todas estas preguntas. No es posible -y nunca se ha intentado de manera sistemática- compilar un diccionario exhaustivo de los símbolos que aparecen en el Zaratustra; sobre todo, el trabajo de los intérpretes de Nietzsche, hasta ahora, no ha llevado a una construcción sistemática atendible de su doctrina, que no sólo resuelva el problema del desciframiento de los símbolos del Zaratustra, sino que supere y concilie las contradicciones que parecen subsistir entre aspectos diferentes, y todos esenciales, de la doctrina que en él se anuncia. Esta imposibilidad de llegar a soluciones definitivas y exhaustivas es, sin embargo, menos grave de lo que parece y, sobre todo, no debe llevar a una conclusión, ésta sí, puramente retórica o psicologista: como si, en último término, las irresolubles ambigüedades del Zaratustra y del mismo Nietzsche fuesen sólo el «trágico» testimonio de un asunto existencial que se reconocería corno ejemplar sólo en su problematicidad, vivida sinceramente hasta el fondo...

Se puede, por el contrario, empezar atendiendo a expresiones como «un libro para todos y para ninguno», o a las muchas páginas en las que Zaratustra invita a sus discípulos a olvidarlo, o en las que declara que sus oyentes no están todavía maduros para su doctrina, o a aquellas que insisten en el carácter siempre preparatorio de su enseñanza, en definitiva, a ese tono profético general en este texto, que, si se quiere tomar en serio, no es ni la expresión de una trágica incapacidad existencial de ir más allá de los conflictos y ambigüedades (pensados como connaturales a la finitud del hombre), ni el mero revestimiento retórico de una doctrina sistemática presentada en una narración simbólica con el fin de hacerse entender mejor por el gran público, como una suerte de philosophia pauperum

¿Qué dice Así habló Zaratustra, y por qué lo dice en la forma de una serie de discursos atribuidos a un personaje de la mitología iraní en el que Nietzsche no parece haberse interesado nunca antes de esta obra?
[ii]

Nietzsche proyectó y escribió el Zaratustra en un momento en el que su pensamiento sentía haber llegado a una fase de madurez, al haber alcanzado las que, desde entonces hasta el final de su vida consciente, siguieron siendo sus doctrinas más características y significativas: la idea del eterno retorno de lo mismo, el proyecto de superhombre (o ultrahombre, como quizá sería mejor decir), a las que se unieron sin cambiar su sentido los temas del nihilismo y de la voluntad de poder. Aunque la idea del eterno retorno, sobre todo, se le haya «aparecido» a Nietzsche, según él mismo narra,[iii] como un descubrimiento imprevisto, una intuición inspirada comparable a una auténtica experiencia de conversión, el significado resolutivo que le atribuye respecto a todo su pensamiento no sería comprensible si esta idea no estuviese también profundamente vinculada a los problemas y a los temas de su filosofía anterior. Esta filosofía se había configurado, a partir del libro de juventud sobre El nacimiento de la tragedia (1872), como una crítica a la decadencia que, según Nietzsche, caracteriza la cultura europea desde el final de la época trágica griega. Invirtiendo lo que había sido la orientación clasicista de casi todo el pensamiento europeo desde el siglo XVIII (incluso antes, desde el Renacimiento) en adelante, Nietzsche piensa que la verdadera vitalidad del mundo griego antiguo, su significado como modelo para cualquier cultura posterior, ha de ser reconocido en el período preclásico, que se cierra con la tragedia euripidea y con la enseñanza de Sócrates. La gran tragedia griega (Esquilo, Sófocles) era, de hecho la expresión de una civilización todavía profundamente arraigada en el mito, que en las historias de los dioses y de los héroes trágicos construía una imagen luminosa de la vida humana, la cual, sin embargo, tenía sentido en la medida en que mantenía sus propias raíces en un sentimiento profundamente pesimista, trágico, del destino humano. La tragedia, sostenía Nietzsche, había nacido como síntesis de espíritu (o elemento) apolíneo -el impulso a la forma definida, que da lugar, por ejemplo, al arte de la escultura- y de espíritu (o elemento) dionisiaco -que es, por el contrario, el inmediato sentirse al unísono del acontecer de la vida y de la muerte, donde las fronteras de la individualidad y de la conciencia son arrolladas como por la crecida de un río-. Dionisíaca por excelencia es la música (esto lo había aprendido Nietzsche de Schopenhauer, para el que, como se recordará, la música era objetivación inmediata de la voluntad de vivir). Con Eurípides (cuyo teatro está totalmente penetrado de motivos racionalistas) y, sobre todo, con Sócrates, que opone al mito una idea del mundo como orden racional en el que «no hay nada que temer», a condición de que uno se deje guiar por la razón, el equilibrio entre elemento apolíneo y elemento dionisiaco se rompe, a favor del primero. Sucede un poco lo que, en nuestro siglo, pensadores profundamente influidos por Nietzsche como Horkheimer y Adorno llamarán «dialéctica de la ilustración»: la imposición de una visión racional del mundo hace perder el contacto con la verdadera realidad de la vida humana, y, sobre todo, mata la capacidad de crear, la libertad de la imaginación poética, en definitiva, también la libertad, en el sentido más pleno de la palabra. Decadencia, para el Nietzsche del libro sobre la tragedia, es, pues, la ciencia que se desarrolla a partir del racionalismo socrático y que armoniza perfectamente con la moral cristiana, para la que el mundo real, con el que cotidianamente tenemos que habérnoslas, es sólo provisional y aparente (como lo eran las cosas sensibles para Platón, sólo imágenes de las ideas eternas), y tiene su auténtica verdad en el mundo del más allá prometido a sus fieles después de la muerte. La decadencia de la civilización europea es un efecto de la actitud ascética impuesta tanto por el racionalismo socrático-platónico como por el cristianismo de hecho, ascesis es el esfuerzo del cristiano por no dejarse dominar por la pasión por las cosas de aquí abajo, como es ascesis el esfuerzo del científico por prescindir de las imágenes cambiantes de las cosas al buscar la verdad, esto es, las leyes permanentes de la naturaleza mediante una puesta entre paréntesis de sus propios intereses y puntos de vista «subjetivos».

La decadencia no tiene sólo este componente ascético: otro aspecto central suyo es lo que Nietzsche, en un escrito un poco posterior al libro sobre la tragedia (la segunda de las Consideraciones intempestivas -cuatro ensayos publicados entre 1873 y 1876- titulada «Sobre utilidad y perjuicio de la historia para la vida»), llama «enfermedad histórica».


El siglo XIX, como se sabe, fue el siglo de la explosión de la historiografía. La educación del ciudadano moderno europeo ha aparecido, desde entonces (y todavía hoy, por otra parte), como un ponerse a la altura de la historia volviendo a recorrer textos, obras, acontecimientos del pasado. Nietzsche encuentra excesivo este historicismo de toda la cultura, porque produce como una indigestión. Sobre todo, tener tan presente el destino de todo lo que ha pasado, por tanto, su carácter irremediablemente efímero también, acaba por impedir cualquier creatividad: como un auténtico discípulo de Heráclito, el ciudadano culto europeo no baja dos veces al mismo río; no baja ni siquiera una vez, de tan convencido como está de la inutilidad de cualquier iniciativa, destinada a ser arrollada por el inexorable discurrir del tiempo.

La idea de decadencia definida como racionalismo, ascetismo, cientifismo, historicismo, se mantiene constante a lo largo de toda la obra de Nietzsche, aunque en los escritos del que llamamos período «medio» (Humano, demasiado humano, Aurora, La gaya ciencia; entre 1878 y 1882) asigne a la ciencia también un significado positivo (la objetividad del científico como modelo del desinterés del espíritu libre) y la historia no aparezca ya sólo como un peso, sino también como una etapa indispensable para reconocer los errores de los que se ha alimentado la cultura del pasado. Las obras del período medio aportan, efectivamente, novedades al planteamiento teórico del joven Nietzsche; por ejemplo, se distancian de Schopenhauer y de Wagner, de quien, en los años del libro sobre la tragedia, Nietzsche había esperado que surgiese un renacimiento del espíritu trágico.


Pero la línea maestra del pensamiento nietzscheano sigue siendo constante: la búsqueda de un camino para salir de la decadencia. Justamente en relación con esto la idea del eterno retorno, del que Zaratustra es abogado y profeta, le parece a Nietzsche decisiva y resolutiva. Las «soluciones» que, desde Humano, demasiado humano hasta La gaya ciencia, Nietzsche ha imaginado para el problema de la decadencia -que sustancialmente se pueden resumir en la idea del «espíritu libre» y en la, en muchos aspectos similar, de la libre creatividad del artista- se han mostrado todas provisionales, inestables y, por ello, teóricamente insatisfactorias.

La crítica a la civilización «socrática» que Nietzsche llevó a cabo en aquellas obras tuvo como resultado una destrucción radical de las bases metafísicas y morales de esta civilización: retomando argumentos que circulaban ampliamente en el pensamiento de la época, también, y sobre todo, en el ámbito positivista, Nietzsche elaboró lo que en Humano, demasiado humano llama un «análisis químico de las ideas y de los sentimientos», al reconocer que en la base de cualquier supuesto valor superior (sea de tipo cognoscitivo o de tipo moral) hay sólo el impulso egoísta a vivir y a afirmarse.

La verdad misma, como núcleo estable sobre el que se puede fundar y construir una convivencia no conflictiva, es precisamente un valor funcional respecto a las exigencias de supervivencia y de convivencia: en un ensayo inacabado de 1872, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Nietzsche sostiene que verdad es sólo lo que se adecua a las reglas que utilizan la mayoría de los hablantes de una determinada lengua.

De hecho, toda representación que nos hacemos de las cosas es ya una metáfora, la invención de una imagen de la que no podemos saber si corresponde o no a la cosa y que, después, otra metáfora, será designada con una palabra, ésta también totalmente arbitraria. Para entendernos con los otros, sin embargo, hemos de adoptar un sistema metafórico común, generalmente el de los más fuertes, como sucede cuando pueblos colonizadores y vencedores imponen su lengua a los colonizados y sometidos. Pero, si la verdad es sólo una mentira, o metáfora, que respeta una convención socialmente aceptada (o impuesta), el análisis químico de Humano, demasiado humano no lleva a identificar una verdad última. También la idea misma de una verdad última es una mera ficción al servicio de la vida. Ésta, sin embargo, se desvela como ficción justamente cuando, habiendo funcionado para garantizar una determinada organización de la vida social y también el progreso de la ciencia y de la técnica, se descubre como no estrictamente necesaria.

Este proceso de autodisolución de la idea misma de verdad es lo que, desde La gaya ciencia en adelante (corresponde, por tanto, al descubrimiento de la idea del eterno retorno), Nietzsche describirá como la muerte de Dios. Dios ha muerto, lo han matado sus fieles.

Les mandó que fueran veraces y, finalmente, justamente para obedecerle, los fieles han tenido que reconocer que Dios mismo es una mentira. Como la idea de una verdad objetiva y estable, también Dios ha servido para dar seguridad al hombre en tiempos en los que ciencia, técnica y organización social aún no le daban garantías frente a las amenazas de la naturaleza hostil y frente a los riesgos de la guerra de todos contra todos; hoy que se ha alcanzado un cierto grado de seguridad, gracias justamente a la creencia en la verdad, en Dios, en la razón, estos mitos ya no son necesarios.

El alcance resolutivo que Nietzsche -con razón o sin ella, como se verá- asigna a la idea del retorno (que se anuncia ya, antes que en Zaratustra, en uno de los últimos aforismos del libro cuarto de La gaya ciencia) está estrechamente ligado a la problemática abierta que esta «desmitificación» radical implica. Una vez establecido que nuestra civilización no se fundamenta en la verdad, sino en el error o, en todo caso, en convenciones arbitrarias inspiradas sólo en motivos de utilidad, ¿qué hemos logrado?

Desde luego, no la verdad, ya que ésta, y sobre todo ésta, es error. El renacimiento de la cultura trágica (y, por tanto, rescatar el elemento dionisiaco del predominio del apolíneo, es decir, de la verdad y de la racionalidad socrática) que Nietzsche había esperado que la difusión de la obra wagneriana podría determinar, dio lugar al desilusionante experimento del festival de Bayreuth, una suerte de rito espectacular para élites burguesas deseosas de intensas emociones estéticas (Brecht diría que «gastronómicas»), y sobre todo expuesto a la «recaída» en la mitología cristiana (una recaída que Nietzsche ve que se verifica con el Parsifal). El rechazo del lenguaje dominante, la liberación de los múltiples sistemas metafóricos sometidos por la obligación de mentir según las reglas establecidas (que es en lo que consiste precisamente la verdad, según el ensayo «sobre verdad y mentira...» ), puede darse solamente en la creatividad artística; pero también el fracaso, según Nietzsche, del sueño wagneriano y en general, el hecho de que el arte, en nuestro mundo, siga sujeto a la lógica de la división del trabajo, quedando sólo «el arte de las obras de arte» (momento excepcional, reservado a las horas de ocio, de reposo, etc.), dan testimonio de que no es de aquí de donde se puede esperar una salida a la decadencia. Así, el espíritu libre, que es la figura de hombre no decadente que se delinea en Humano, demasiado humano, se describe siempre como una personalidad excepcional: ante todo, ciertamente, en cuanto que no es esclavo de las opiniones gregarias, pero también en cuanto que es siempre la excepción a una regla, un poco como el genio artístico, y su elevarse por encima de las convenciones y del error compartido es siempre un poco como «la alegría del esclavo en las Saturnales» de la que habla el aforismo 213 de Humano, demasiado humano (véanse también el 225, 230, 427 y 680; además, en La gaya ciencia, 76 y 382). La problemática del espíritu libre -de su servir como modelo de una humanidad no decadente- se puede resumir en lo que dice el bellísimo aforismo 54 de La gaya ciencia: con el análisis químico de las ideas y de los sentimientos hemos descubierto que la vida está inmersa en el error y que éste le es necesario. Pero, entonces, para seguir viviendo, debemos aprender a «seguir soñando» sabiendo que soñamos.


Las razones por las que Nietzsche podía no sentirse satisfecho de estas posiciones las podemos resumir, sin violentar los textos ni las intenciones, llamando «esteticismo» a la limitación que él mismo encontraba aquí. Con ello decimos también que tanto el contenido teórico como la forma (profética, alegórica) del Zaratustra se le imponen a Nietzsche como un modo de superar esta limitación. Desde el punto de vista de la forma es hasta excesivamente fácil reconocer en el Zaratustra, si no una imitación de los Evangelios (hay analogías, pero también diferencias profundas), al menos una escritura que se propone fines análogos a los que ha cumplido el texto del Antiguo y del Nuevo Testamento en la tradición occidental: Nietzsche mismo, por lo demás, compara su propia empresa a la del Evangelio, cuando insiste en el error que Jesús cometió al hacerse demasiado fácilmente comprensible.


Al contrario, Zaratustra quiere que su enseñanza se presente más misteriosa y problemática, pero, en todo caso, también para conseguir ser «históricamente» más eficaz. La elección de la forma profética, por tanto, corresponde al propósito de Nietzsche de ofrecer a la humanidad un texto fundamental, una especie de manual para la preparación del ultrahombre. Este propósito marcará todo el resto de la obra de Nietzsche, también el proyecto, nunca llevado a término, de escribir un Hauptuwerk que, al menos durante un cierto período, pensó titular La voluntad de poder.[iv] Un propósito similar se consolida, o incluso nace en él justamente en la medida en que considera que ha descubierto finalmente, en la doctrina del eterno retorno, la clave del arco para lo que, también en las notas preparatorias de La voluntad de poder, llamará «transmutación de todos los valores».

El alcance resolutivo de esta doctrina, sin embargo, como parece claro a quien lee el Zaratustra y los otros textos en los que Nietzsche habla de ello, es muy problemático; y esto podría explicar también, en otro sentido, por qué esta obra tiene el carácter de una profecía, desarrollada en un tejido alegórico tan difícil de descifrar. Nietzsche ha entendido, siente al menos, que la idea del retorno es tan radical como para cambiar todos los términos de la existencia del hombre, al poner las bases para el surgimiento de esa criatura nueva que es el Übermensch. Pero esta sensación, intuición, etc., que -nos parece, al menos- comparte ampliamente quien lee el texto nietzscheano (porque de otro modo no se explicaría la persistente popularidad de Nietzsche, la centralidad que su filosofía ha conservado durante casi todo el siglo), no consigue traducirse, ni en él ni, probablemente, en sus comentaristas, a una explicitación completa y satisfactoria que despliegue todo su sentido teórico.

¿Será porque, como por lo demás ocurre con las profecías bíblicas, la comprensión de su sentido no es sólo un asunto teórico, sino que depende también y sobre todo de una transformación práctica? Las profecías del Antiguo Testamento, según la doctrina cristiana, resultan comprensibles sólo a partir del acontecimiento de la encarnación. La oscuridad de la profecía de Zaratustra ¿estará también ligada al hecho de que el proceso de su realización está todavía dándose, y por eso su sentido, en buena medida, todavía se nos escapa?[v] Podría no ser una hipótesis tan absurda, si se piensa que una de las principales dificultades que los intérpretes (pienso, principalmente, en Karl Löwith)[vi] han señalado en torno al sentido de la idea del retorno consiste en el hecho de que ésta pretendería restaurar un visión cíclica (y griega) del tiempo mediante una decisión, una cesura, una transformación que, como tal, niega precisamente la repetición y el carácter cíclico, ya que se presenta necesariamente como una novedad radical respecto al modo de vivir el tiempo que ha caracterizado toda la modernidad europea.

Es un problema que, por lo demás, aparece claramente en la lectura de algunas de las páginas más densas y difíciles del Zaratustra («De la visión y del enigma», «El convaleciente», ambos en la tercera parte), donde imágenes y símbolos hablan tanto del círculo eterno del tiempo como de la decisión que se requiere para que, de algún misterioso modo, éste tenga el sentido resolutivo que Zaratustra parece atribuirle: el pastor ha de morder la cabeza de la serpiente, y sólo después despierta luminoso y transfigurado (¿cómo Jesús en el Tabor?). La dificultad de esta mordedura es evocada por Zaratustra cuando reprocha a sus animales el haber hecho del eterno retorno «una canción de organillo», esto es, entendiéndolo como una mera constatación de la insensatez de todo devenir. La contradicción evidenciada por Löwith en la doctrina del retorno, por lo tanto, aunque Nietzsche la siente, sólo la «resuelve» a través de los símbolos y las parábolas de Zaratustra.

Y sigue siendo un problema para todos los intérpretes. La lectura del pensamiento nietzscheano que más ha determinado la imagen y la popularidad de Nietzsche en la filosofía de las últimas décadas ha sido, como es sabido, la propuesta por Heidegger, en una obra de 1961[vii] que recogía cursos universitarios y escritos de los años treinta y cuarenta, de los que antes se habían publicado sólo algunas noticias. Pues bien, también Heidegger advierte el problema sobre el que trabaja Löwith, esto es, el de la conciliación entre los elementos centrales de la filosofía de Nietzsche (que identifica en cinco palabras-guía: Nihilismo, Eterno retorno, Voluntad de poder, Ultrahombre, justicia). Sin seguir aquí toda la compleja reconstrucción heideggeriana, baste recordar que, para Heidegger, la contradicción entre «Eterno retorno» y «Voluntad de poder» se supera si se considera a Nietzsche como realización de la metafísica occidental: con este término Heidegger señala un pensamiento -iniciado por Parménides y Platón- que se ha desarrollado siguiendo la tendencia a identificar el ser de los entes con su darse como objetos ciertos y evidentes en la representación de un sujeto. Esto significa, según Heidegger, que la metafísica «ha olvidado el ser»: éste, de hecho, no puede reducirse al carácter de «presencia» de los entes, sino que hay que pensarlo, más bien, como la apertura (podríamos decir, para entendernos, la luz) dentro de la cual los entes resultan accesibles.

La apertura del ser incluye al objeto y al sujeto, pero no se reduce a éstos. Al olvidar el ser en favor de la presencia, la metafísica occidental, en la reconstrucción que Heidegger proporciona de ella en los estudios sobre Nietzsche, ha acabado por pensar que el ser auténtico de las cosas es su objetividad; ésta, sin embargo, depende radicalmente de los métodos que el sujeto ha inventado para cerciorarse de ella (empezando por el experimento científico). Estos métodos hacen de la objetividad algo que depende totalmente de la manipulación técnica del mundo por parte del hombre: la metafísica culmina así en la tecnología moderna, en la cual el sujeto, a su vez, también queda reducido a agente tecnológico, fuerza de trabajo, «material humano», como con frecuencia se dice. La voluntad de poder teorizada por Nietzsche es precisamente el ser tal y como lo piensa la metafísica que culmina en la técnica.

El eterno retorno teorizado por Nietzsche, explica Heidegger, es el modo concreto de realizarse un ser que no es ya sino voluntad de poder, puesto que no hay ya sino manipulación, tecnología, desarrollo que solamente ha de producir más desarrollo, hasta el infinito, el devenir no tiene ya ningún sentido ni dirección, y puede ser definido justamente con la idea del eterno retorno de lo mismo. El ultrahombre que Nietzsche quiere preparar es sólo el hombre capaz de «elevarse» explícitamente a esa condición en la que, realmente, lo ha situado ya la metafísica-técnica que domina el mundo moderno.

Hemos querido recordar aquí, en sus rasgos más generales, la lectura heideggeriana de Nietzsche porque, junto a la de Löwith y pocas más (entre las cuales hay algunas que, en muchos aspectos, dependen de éstas), constituye hoy el punto de referencia ineludible para quien se ponga a leer a Nietzsche. Por referencia a estas interpretaciones, sobre todo, uno se puede hacer una idea de por qué Nietzsche atribuye tanta importancia a la noción de eterno retorno de lo mismo: ésta representa para él bien (si seguimos a Löwith) el viraje en virtud del cual uno deja a sus espaldas toda la tradición hebreo-cristiana, cuya decadencia es totalmente reconducible a lo que Zaratustra llama espíritu de venganza, a la resistencia de la voluntad frente al carácter lineal del tiempo, esto es, a la trascendencia que lo hace depender de un origen y lo vincula a un final, ambos fuera del poder del hombre; o bien (si seguimos a Heidegger) el reconocimiento del verdadero sentido de la historia humana hasta aquí, y el anuncio de una nueva forma de humanidad capaz de situarse verdaderamente al nivel de sus nuevas posibilidades, las que la ciencia y la técnica le ofrecen. Naturalmente, apenas hay que precisarlo, Heidegger encuentra que esta ultrahumanidad -que, según él, Nietzsche predica- es el colmo de la inhumanidad (caracterizada, como lo está, por el olvido del ser y por la reducción de todo, comprendido el hombre mismo, a objetividad manipulable). La centralidad que Nietzsche, explícitamente y sin dudar, asigna a la idea del eterno retorno, en definitiva, hace de él o el presentador de la problemática restauración de una visión más griega, menos historicista y más naturalista, del mundo y del hombre, o el profeta de una sociedad tecnológica, que quiere liberar al hombre de los residuos morales, metafísicos, religiosos, para hacer de él un sujeto capaz de vivir hasta el fondo las posibilidades que realmente encuentra a su disposición.


Por lo que respecta, particularmente, a Así habló Zaratustra y su denso tejido de alegorías y símbolos, que nadie se espere que estas grandes interpretaciones filosóficas le ofrezcan un instrumento para su desciframiento completo y satisfactorio. Incluso es bastante habitual que también, y sobre todo, quien se esfuerza en leer a Nietzsche en términos filosóficos y, en cierta medida, sistemáticos, experimente una cierta intolerancia hacia el Zaratustra, justamente por su irreductibilidad a esquemas interpretativos satisfactorios, y prefiera, por el contrario, bien las obras aforísticas, bien, sobre todo, los fragmentos de la nunca acabada obra sistemática que Nietzsche preparaba en los últimos años de su vida consciente.


Para hacerse, pues, una idea, que pueda guiar algo así como una hipótesis de trabajo, en la lectura de este texto -que ha de tener debidamente en cuenta el hecho de que, originariamente, la primera parte se publicó sola, como si fuese todo el Zaratustra-- se pueden considerar las cuatro partes como etapas de un itinerario relativamente coherente que podríamos articular así: la Parte primera -que, justamente por haber sido originariamente toda la obra, contiene in nuce todos los temas desarrollados después en las siguientes partes- aparece ahora como una larga meditación sobre la crisis de la subjetividad cristiano-moderna, y en este sentido debe leerse ante todo el prólogo, con sus referencias al ocaso de Zaratustra, a la muerte de Dios, a la predicación del ultrahombre respecto al cual el hombre actual, el hombre tal como ha sido hasta ahora, es sólo un puente, un momento de paso, una fase que ha de ser superada. El discurso que abre la Parte primera, «De las tres metamorfosis», delinea las etapas principales de la crisis de la subjetividad del hombre de la tradición, que son también etapas de su superación: camello, león, muchacho.

En cada una de ellas hay alusiones a la autosuperación del hombre viejo. El camello es la fase de la obediencia como primer modo de superarse, imponiéndose el sometimiento; el león es el desvelarse de una voluntad de autoafirmación (que, por otra parte, está ya presente de algún modo en el sometimiento «querido» del camello) que quiere ejercer la propia libertad no en la aceptación de deberes, sino en la creación de valores nuevos; el león, sin embargo, no es creador, tal vez porque todavía le queda demasiado espíritu de reacción, está todavía demasiado centrado en destruir los vínculos del deber como para saber crear verdaderamente. Por eso es necesaria una tercera metamorfosis, la del niño que crea sin esfuerzo, en una suerte de armoniosa identificación con el ser mismo del mundo -que aquí es pensado ya como «una rueda que gira por sí misma»-. Como se ve, sobre todo desde diversos puntos de la descripción de la fase del camello, estas etapas se pueden interpretar también como momentos de la historia de la civilización occidental, que Nietzsche tiene siempre a la vista: espíritu de camello es el del ascetismo, tanto platónico como cristiano; rebelión de león se puede considerar el paso a la modernidad, en un sentido análogo al que tiene el surgimiento del espíritu moderno en el Hegel de la Fenomenología. El niño es probablemente una figura del ultrahombre nietzscheano, que sigue siendo el fin de todo el Zaratustra, pero también su problema nunca resuelto del todo, como la idea del eterno retorno. No es difícil, a la luz de estos elementos, leer los discursos de la primera parte bien como aspectos internos de cada una de las tres fases (¿sobre todo de la primera y segunda?), o bien como desenmascaramiento de falsas vías de superación. Este último parece ser el tema dominante de la Parte segunda, que se abre con el capítulo sobre «El niño del espejo» -donde Zaratustra reconoce que su doctrina está en peligro porque «la mala hierba quiere hacerse llamar trigo»- y lleva casi como cierre el gran discurso «De la redención».

Las falsificaciones de la doctrina de Zaratustra, es decir, las falsas vías seguidas hasta ahora para la autosuperación del hombre, se reconocen a la luz de un «criterio» que se indica en el segundo discurso, el titulado «En las islas afortunadas»: aquí Zaratustra anuncia que, de ahora en adelante, en el lugar de Dios habrá que poner al ultrahombre; Dios es, de hecho, una suposición excesiva, que va más allá de las fronteras de lo pensable y de la voluntad creadora del hombre. Suposiciones, símbolos, esto es, sistemas de valor, no deben mirar a lo eterno, sino al tiempo y al devenir. «¡Malvadas llamo, y enemigas del hombre, a todas esas doctrinas de lo Uno y lo Lleno y lo Inmóvil y lo Saciado y lo Imperecedero! ¡Todo lo imperecedero - no es más que un símbolo! Y los poetas mienten demasiado.- De tiempo y de devenir es de lo que deben hablar los mejores símbolos...» Las falsas vías que el hombre del pasado tomó para elevarse más allá de sí mismo se fundan todas en la oposición de un mundo eterno al mundo del devenir: es esta oposición entre un aquí y un allá, entre ser y deber ser, la que ha generado los hombres desequilibrados y deformes que se le aparecen a Zaratustra al comienzo del discurso «De la redención».

La resistencia de la voluntad contra el «así fue», contra la imposición del pasado como peso y necesidad invencible está también ligada, según Zaratustra, a la fe en la trascendencia que impide una plena reconciliación con el mundo tal como es. La clave de la redención, sin embargo, no parece ser sólo la aceptación fatalista de las cosas tal como son, sino la libre voluntad creadora que llega a ser posible sólo al recomponer (según un sueño que era ya el de Schiller y el de todo el clasicismo alemán) la unidad del hombre más allá de la fragmentación creada por una disciplina social (también por la división del trabajo: ciertamente hay también un eco de este motivo schilleriano, y después marxista, en Nietzsche) que se funda, en último término, en la distinción entre mundo del devenir y mundo (metafísico, divino) del ser pleno e imperecedero .

El discurso sobre la redención marca también el paso a la tercera parte, que se anuncia como una ilustración ya más positiva y constructiva de la doctrina del eterno retorno (y, por tanto, del ultrahombre), anunciada al final de la segunda parte: «De la visión y del enigma» es quizás el discurso más significativo de toda la obra, y condensa también las dificultades, a las que hemos ya aludido, que parecen inseparables de la tesis fundamental de Nietzsche. El «mordisco» que el pastor de la visión y el mismo Zaratustra deben dar a la cabeza de la serpiente muestra que el eterno retorno no es una «canción de organillo», un mero demorarse en el imparable ir y venir de las cosas, sino una conciliación «creativa» con el ser, que implica una decisión y un esfuerzo. Esta interpretación de «De la visión y del enigma» la da el otro gran discurso de la Parte tercera, situado, éste también, en una posición estratégica, hacia el final (es el quinto empezando por atrás), confirmando que el sentido de toda esta parte es la formulación y el esfuerzo de aclaración constructiva de la doctrina del retorno.

Por lo demás, la Parte tercera tiene un desarrollo más bien estático, como si el pensamiento del eterno retorno, más que analizado o argumentado, tuviese que ser «digerido», por Zaratustra y por sus oyentes y lectores. El hecho de que Nietzsche haya dejado sustancialmente inédita la Parte cuarta (que hizo circular, separada, sólo en un restringido círculo, y que fue publicada después, junto con las otras tres, sólo en 1892) indica con bastante claridad que él también tuvo conciencia del carácter conclusivo de la tercera parte. Una hipótesis de lectura de la cuarta parte, que tiene también en cuenta esta mesura e indecisión de Nietzsche, se puede, probablemente, formular a partir de un pasaje del discurso del convaleciente (que, recordémoslo, está comprendido en la Parte tercera de la obra), aquel en el que Zaratustra considera con melancolía el hecho de que el hombre viejo es también algo que vuelve eternamente, y esta conciencia es la enfermedad cuya interminable convalecencia, precisamente, vive él. ¿No se podrán leer los distintos discursos de la cuarta parte justamente como un diario de esta convalecencia, como diversos reencuentros con el hombre viejo a la luz de una recuperación que lo considera, con distancia pero también con compasión, posible material para la construcción del ultrahombre?

A esto parece aludir, por ejemplo, un pasaje de uno de los primeros discursos («La ofrenda de la miel»), en el que Zaratustra se declara pescador de hombres. Leída según esta hipótesis, la Parte cuarta se presenta como una forma de redimensionar el proyecto del ultrahombre según líneas que responden, de algún modo, a los problemas y a las contradicciones sobre las que se detiene Löwith. La instauración de una temporalidad circular, que ya no sea prisionera del espíritu de venganza que acompaña a toda fe en la trascendencia y en la oposición entre el mundo del ser y el mundo del devenir, no puede a su vez presentarse como una radical novedad, porque de este modo repetiría el esquema lineal del tiempo como una siempre renovada superación del pasado hacia un final más allá, por venir. Por tanto, puede ser pensada sólo como una larga convalecencia, que recupera también en buena medida el estado precedente, sin dejar de llevar en sí los signos de la enfermedad y de la victoria sobre ella. De una actitud similar ha hablado en nuestro siglo Martin Heidegger, no por casualidad lector e intérprete apasionado de Nietzsche: según él, aunque en esto no remite a estas páginas del Zaratustra, la superación del pensamiento inauténtico, que él llama metafísica y que domina toda la cultura occidental culminando precisamente en la idea nietzscheana de la voluntad de poder, se puede llevar a cabo sólo como una suerte de recuperación y de convalecencia -ya que una mera superación que pretendiese dejarlo a la espalda, reproduciría sus limitaciones y sus errores de fondo-.[viii] Esta propuesta, muy sumaria, vale, precisamente, sólo como propuesta: el Zaratustra, corno ciertos textos de las Sagradas Escrituras, no puede ser entendido sólo en un sentido literal, y, por lo tanto, el lector no puede dejar de arriesgarse, mucho menos que respecto a otros textos, en el juego de la interpretación. Ciertamente, Zaratustra también pretende esto cuando repite su invitación a los discípulos porque lo malinterpretan, lo abandonan, lo traicionan, lo olvidan.

Como se ha apuntado antes, las lecturas más sistemáticas y filosóficamente comprometidas del pensamiento de Nietzsche que se han propuesto en este siglo no sólo no han proporcionado un desciframiento exhaustivo de los símbolos y de las alegorías de los que está hecho el Zaratustra, sino que frecuentemente le han preferido a otros textos nietzscheanos más próximos, en el estilo y en los contenidos, a la literatura filosófica tradicional.


Esta preferencia, en todo caso, parece vinculada al propósito, que Heidegger reafirma y hace casi canónico (véase una vez más el Nietzsche citado), de leer a Nietzsche como un filósofo, del mismo modo que se lee a Aristóteles o Kant, y por tanto buscando en él, en todo caso, una «doctrina», aunque no un auténtico sistema. Pero, si se han de tomar en serio los propósitos destructores continuamente enunciados por Nietzsche respecto al pensamiento y a la cultura «decadente» de la tradición, entonces es posible que justamente una obra enigmática, con frecuencia decididamente irritante, como Así habló Zaratustra, que rechaza cualquier esfuerzo de organización sistemática, sea por el estilo, sea por la «contradictoriedad» de sus «tesis» (pero este término es también impropio), deba ponerse en el centro de atención. La polémica contra los esfuerzos por reconstruir, sobre la base de los textos nietzscheanos, una doctrina coherente (una concepción del ser, una visión de la ética, una estética, etc.) la dirige hoy con particular vigor Jacques Derrida,
[ix] para quien justamente el hecho de que los textos de Nietzsche no se dejen reducir a una unidad no contradictoria muestra su verdadero alcance de superación de la metafísica, una superación que Heidegger intentó sin ser lo bastante radical, porque seguía estando demasiado ligado a la idea de que el pensamiento debe ser pensamiento del ser (y, por tanto, del uno, de lo imperecedero, de lo no contradictorio...). Naturalmente, esta radical postura «deconstructiva», como Derrida la llama, al referirse a Nietzsche debería, en todo caso, hacer cuentas con el carácter decisivo que éste atribuye a determinados términos (como nihilismo o eterno retorno), que parecen constituir en cualquier caso núcleos doctrinales no perfectamente equivalentes a cualquier otro (como al que se expresa en el fragmento «He olvidado el sombrero», regularmente recordado en las ediciones de los fragmentos póstumos nietzscheanos[x] y que Derrida comenta, provocativamente, pero no tanto, en las páginas conclusivas del citado Éperons). Cualquiera que sea la fiabilidad global de la lectura de Nietzsche que Derrida propone, y en general el alcance filosófico de su deconstruccionismo desde el punto de vista de la preparación de una filosofía posmetafísica, es ciertamente en el clima marcado por posiciones teóricas radicales como éstas (o como otras que se mueven en el ámbito de la tradición hermenéutica de matriz heideggeriana[xi] donde puede adquirir una nueva actualidad, entre los escritos de Nietzsche, justamente una obra tan problemática e intrínsecamente plural como Así habló Zaratustra.

[i] Véase H. G. Gadamer, Nietzsche –der Antipode. Das Drama Zarathustra (1984), en Gesammelte Werke 4, II, Tubinga, Mohr, 1987.
[ii] Sobre esto véanse los datos que proporciona C. P. Janz, Vita di Nietzsche (1978), Roma-Bari, Laterza, 1981, vol. II, pág. 209 (trad. cast.: Friedrich Nietzsche, Madrid, Alianza, 1985).
[iii] Véase Ecce homo en Opere, vol. VI, tomo III, pág. 344.
[iv] Véase una vez más la Vita di Nietzsche, op, cit., vol. II, págs. 531-533.
[v] Sobre todo esto, como sobre otros puntos de esta introducción, remito también a El sujeto y la máscara, op. cit, (ed. it., pág. 169 n.)
[vi] Véase K. Löwith, Nietzsche e l’eterno ritorno, op. cit.
[vii] M. Heidegger Nietzsche (1961), op. cit.
[viii] Sobre esto me permito remitir también a mi trabajo El fin de la modernidad, último capitulo Barcelona. Gedisa, 1986.
[ix] Véase J. Derrida, Éperons. Les styles de Nietzsche, París, Flammarion, 1978 (trad. cast.: Espolones: los estilos de Nietzsche, Valencia, Pre-Textos, 1997).
[x] Véase Frammenti postumi 1881-1882, vol. V, tomo II de las Opere, op. cit., pág. 415.
[xi] Para un panorama exhaustivo y claro de las interpretaciones más relevantes filosóficamente del pensamiento de Nietzsche, véase: Nietzsche e la filosofia del Novecento de M. Ferraris, Milán, Bompiani, 1989.

No hay comentarios: