Hay un momento en la vida en que uno descubre que las cosas cambian, que no todo fue como lo vemos en ese momento, y que nada dura, aunque algunas cosas perduren. Poco a poco nos vamos percatando de que el mundo a nuestro alrededor envejece, aunque algunas mudanzas sucesivas me hayan impedido experimentarlo en carne propia, pues el cambio de casa cada seis u ocho años nunca me dejó ver el desarrollo del tiempo en el edificio ni en los vecinos. Hace falta mucho tiempo para percibir que sin pausa y sin prisa vamos hacia quién sabe dónde.
Lo mismo ocurre con las ciudades. Al haber vivido en varias, nunca llegaba a conocer cómo habían sido, cómo eran a mi llegada y cómo dejaban de ser o eran simplemente otras aunque la misma. Si añadimos la expansión urbanística que ha ido desolándonos, el lector comprenderá si le digo que hasta bastante entrado en años, pensé que el movimiento era siempre hacia adelante. Las casas se construían, se trazaba el perfil y el interior de los barrios, y estos permanecían así para siempre. No existía en mi imaginación el concepto de superposición de estratos urbanísticos ni la idea de la fragilidad temporal.
Ahora, sin embargo, cuando llevo ya casi dieciséis años en la misma ciudad, contemplo además de la expansión ilimitada y carente de sentido, plan y belleza, la remodelación de los que fueron barrios antiguos.
En general, Valladolid ha sido maltratada con saña por los sucesivos encargados del urbanismo, destruyendo palacios y casas de belleza contrastada y sustituyéndolas por modernos bloques de cemento, cristal y acero que han envejecido en poco menos de veinte años.
Es, qué duda cabe, la obsolescencia de lo moderno, que cuando se hace sin criterio envejece incluso antes. Sin contar con los barrios periféricos que surgieron de la noche a la mañana para dar cobijo a todos aquellos que iban a trabajar en las fábricas que se instalaron en los años sesenta. Las modas llevaron a que la gente fuera abandonando el centro a principios de los años ochenta, y que los bares y comercios tradicionales fueran sustituidos por otros de música moderna y alcohol barato.
Todo esto atrajo lo que se denominó fauna variopinta, y que no era más que una juventud sin mucho futuro ni ganas de él, o cuatro niños acomodados que jugaron a ser nihilistas hasta que lograron colocarse y fundar una familia.
Fue quizás a mediados de los noventa, en otra vuelta de tuerca a un urbanismo que agonizaba y que nada tenía que ver con su sentido primero, cuando la nueva corporación municipal entró a saco para remozar la ciudad. Entendían que el centro estaba abandonado, presa de la desidia del anterior consistorio y de aquella juventud maligna que lo ocupaba todas las noches.
No tuvieron que esforzarse mucho para lograr sus propósitos. Por un lado, siguieron favoreciendo todos aquellos proyectos de urbanismo que llevaban a los ciudadanos a las llamadas zonas residenciales, cerca en su gran mayoría de algún centro comercial donde al supermercado se le añadían los cines de sesión continua y cartelera idéntica, palomitas y bebida carbónica, zona de recreo para infantes y simulacros de bares donde los adolescentes podían hacer sus primeros pinitos en la vida que les esperaba.
Por otro lado, peatonalizaron calles, quitaron zonas de aparcamiento, hendieron otros subterráneos allá donde el sentido común dictaba no hacerlo, y derribaron, una vez más, edificios con su aquel, barrieron del mapa plazas y jardines que albergaban el ocio de los niños y el asueto de los ancianos, permitieron nuevas zonas urbanizables y aprobaron edificios de catorce plantas con su centro comercial adosado en donde irán a vivir aquellos que reniegan del pasado y de la ciudad como lugar habitable y donde la convivencia es el caldo de la sociabilidad.
Valladolid nunca ha sido ejemplo de belleza arquitectónica ni urbanística, pero mantenía con cierta dignidad un austero y benévolo ambiente provinciano. Con las últimas acometidas, tal aire lo está perdiendo, y será para siempre, y junto con él está dejando de ser una ciudad en la que se convive.
La ciudad ya no es para los que allí viven sino para los turistas. Hay que tener jardines que solo sirvan para mostrarlos a los turistas, plazas que luzcan aunque sea imposible pasar en ellas media hora, avenidas para los coches, y aceras para que los bares pongan terrazas donde los visitantes se acomoden y paguen su parte de impuestos indirectos con los que se sufragarán los venideros destrozos urbanísticos, y si para que todo quede muy nuevo y agradable, hay que derribar o eliminar algún edificio que contenga parte de la historia de la ciudad, se vuelven a repetir los errores del pasado y se tira de un plumazo (de grúa, por supuesto).
Quizás, aunque no estoy seguro, el turismo nos haya salvado de convertir la ciudad en un remolino, tan propio de los estadounidenses, donde el centro es simplemente un lugar de atracción en el que ni el sentido ni la fuerza de la razón tienen efecto alguno, y sólo en el extrarradio es posible vivir humanamente. De lo que sí estoy seguro es de que hay una campaña, quizás no premeditada ni dirigida a nivel nacional, aunque bien podría ser que sí, para que las ciudades de provincia pierdan su sabor, triste y amargo, pero característico de ellas, y traten de emular a las grandes ciudades del turismo. Para ello no hay nada mejor que derribar y construir de nueva planta. Con ello, además, arrasamos la memoria de los ciudadanos y de futuras generaciones.
El urbanismo de hoy en día es el agente que ocluye el pasado, al contrario de lo que fue en otros momentos, cuando buscaba que la ciudad fuera el lugar de los ciudadanos y memoria de sus acciones. No cabe duda de que tiene que ver con la pérdida del espacio público y la nueva concepción de la sociedad como asunto privado entre individuos a quienes sólo el comercio une.
La Insignia, España
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