Esto es: la ola global sacude de tal modo las estructuras sociales y económicas que crea una permanente de ansiedad-inseguridad que permite introducir un nuevo concepto, más acotado, de libertad y hasta olvidar el de igualdad, postergado por una especie de egoísmo altruista que asume el carácter de grupal y, en definitiva, clasista de las relaciones interpersonales.
En ese sentido, la globalización es ampliamente fragmentadora, explosivamente antidemocrática e infelizmente carente de valores. Su múltiple y diario estallido debilita fronteras y límites, y crea la convicción de que no comprender no del todo malo y, lo peor, que muchas veces, mientras uno no sufra las consecuencias, comprender no es deseable.
Los cambios en la estructura de las relaciones de producción y propiedad no son, sin embargo, incomprensibles. Más, nunca como ahora es posible asimilar procesos y sólo resta, como sugiere un colega, “adivinar hasta dónde llega la comprensión gubernamental de lo que está sucediendo y la aceptación social de participar en los cambios agregando valor en vez de lamentarse de lo que no es posible revertir”.
Quizás no sea tan fácil, porque en el asunto de la aceptación social, donde se mantienen vigentes antiguas enseñanzas sociológicas, habría que ver cuánto hay de referencia y cuánto de pertenencia.
OTROS DIOSES
Esto es, por ejemplo, el modo en que las tarjetas fundan un modo de extensión del crédito, mediante la ilusión de no pago y de omnipotencia en la adquisición, posibilita no sólo una mayor vigilancia del sujeto-individuo (“sé dónde estuviste porque gastaste tanto en tal lado, cupón firmado número xxx, tarjeta tal, recibió nnn”), sino que crea una gran hermandad dependiente de un dios que administra ya no sólo almas, sino también gustos y formas de vida.
Esto se complementa con una pareja de otros dioses, o endiosados, que son moda y marca, creando rebaños desclasados que son capaces de generar descargas aéticas y amorales, previas a toda exploración de y en valores, incluso anulando estéticas y razones cognitivas.
Como los procesos que modifican las estructuras productivas avanzan con una velocidad que es difícil de seguir tanto en el registro individual como en el del cambio productivo o en el de la propiedad, parece difícil abarcar la globalidad – menos su mundialización humana y humanizante – y se prefiere la lucha por la circunstancia y la victoria coyuntural, muy pobre triunfo ante fuerzas que sólo resbalan en sus propios residuos si se las enfrente con una praxis teorizante y una teoría “práctica” que desnude sus inconfesables deseos dominadores y sus prácticas fetichistas.
Así se consumen juicios como que “las políticas sectoriales tienen efectos marginales en la nueva productividad que viene alcanzando el país, mientras los equilibrios y disciplinas que mantiene el gobierno y la sociedad activan y dinamizan esas transformaciones”, o “Uruguay viene haciendo las cosas relativamente bien en lo esencial; su gobierno, la oposición y las propias corporaciones se manejan con distintiva responsabilidad en el entorno de una periferia que se enfrenta a los nuevos desafíos con problemas de toda naturaleza”.
Pero se debe confesar que “la racionalidad intima del quehacer político y económico aunque escasa, es suficiente para catalizar un proceso de transformaciones bruscas” y se considera inteligente que Uruguay haya mantenido “la apertura de su economía y evadido las tentaciones mayores de intervención en los mercados”, aunque se admite que “el crecimiento del intervencionismo estatal permanece vinculado casi exclusivamente a las experiencias de contención e inclusión, tan necesarias como soportables presupuestalmente, por ahora al menos”.
Es grande la confusión que aqueja tal tipo de razonamiento, no inventado por quien escribe sino extractado de oficiosa publicación donde aparece bajo las siglas JJ. Y, por cierto, no es eso lo pactado social, económica y políticamente al definirse electoralmente. Ni vale intermediar la célebre conciencia gradualista de la tribu nacional, ni echarle la culpa a resabios de una supuesta vieja política, ni tan vieja ni tan aisladamente “política”.
Más, cuando la muy vigente crisis bursátil pone en evidencia la fragilidad económica y política de la superpotencia norteamericana, queda claro que es un buen momento para que que, con comprensión y convicción, los países de América Latina aceleren la puesta en marcha de medidas para defenderse y desconectarse de la locura financiera global.
Además, nadie podrá llamarse desprevenido ante la que debe ser la crisis más anunciada de las últimas décadas. Como apuntó Raúl Zibecchi, esta trepidante movida tiene al menos dos lecturas: en el corto plazo se trata, como señala la consultora Deloitte, de “evitar una corrida”. Para eso los bancos centrales de Japón, Suiza, Canadá, Australia, la Unión Europea y la Reserva Federal de los Estados Unidos, liberaron cerca de 400 mil millones de dólares en apenas una semana. Con esa cifra, superior al PBI argentino y casi la mitad del brasileño, no lograron trasladar calma a los inversores y al sistema financiero.
Y, en el largo plazo, lo que está en juego es la sobrevivencia del dólar como moneda de ahorro, de intercambio y de refugio. En este punto, han surgido sublecturas variadas: economistas y las autoridades de las finanzas globales atribuyen la inquietud al estallido del mercado inmobiliario y de crédito estadounidense (dos millones de propietarios de casas están a punto de perder sus hogares, sobre todo en Arizona, California y Florida, al no poder soportar las nuevas condiciones que imponen los bancos para el pago de sus deudas).
Y en su rico artículo Zibecchi se pregunta: “¿Qué pueden hacer los Estados Unidos? ¿Y la Unión Europea? Según Paul Craig (ex secretario adjunto del Tesoro durante el gobierno Reagan) poco o nada. La Reserva Federal, que en otra situación podría bajar las tasas de interés para afrontar la situación, no puede moverse de su lugar sencillamente porque ya no depende de sí misma sino de China. Sus reservas ascienden a 1,2 billones de dólares. China tiene tres veces más reservas que los doce países de la zona euro. Si decidiera desprenderse de los 900 mil millones que posee en bonos del Tesoro estadounidense, el dólar sufriría una fuerte y repentina devaluación, más aguda de la que viene sufriendo en los últimos años. Otros países harían lo mismo, con lo que el dólar habría dejado de funcionar como moneda ‘universal’”.
Pero ni pensar en estertores de un eventual capitalismo moribundo, que vive y lucha, y quizás goce de mejor salud de lo que pensemos, envalentonados por este terrible resfrío, y que tenderá a tomar como pañuelo sufriente a los más débiles. Como propone Zibechi: para los países de América Latina “ es urgente tomar medidas defensivas que no pueden ser otras que profundizar la integración regional y la desconexión del casino financiero global (…) Pero, ¿habrá tiempo y voluntad política para evitar que la caída de la superpotencia arrastre a toda la región?”
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