Un joven lector desprevenido se enfrenta al Ulises de Joyce. Una espectadora neófita asiste a una representación de Esperando a Godot. Grandes pasiones comenzaron así.
En TLS, una revista sobre libros que se publica en Inglaterra, leo una carta de lector que cuenta la siguiente anécdota. A los dieciséis años, en la biblioteca pública del pueblo, el lector encontró un libro cuyo título era Ulises, la novela de James Joyce. Desconocía por completo el nombre del autor y pensó que se llevaba a su casa un libro sobre el héroe de Homero, o sobre mitología griega.
Durante sábado y domingo no paró de leer y el lunes llevó el libro a la escuela y se lo mostró a uno de sus profesores, preguntándole, con absoluta inocencia, si lo conocía. El profesor, enfrentado con una de las más grandes y famosas novelas del siglo XX, optó por no apabullar al adolescente informándole que cualquiera conocía por lo menos el título y el nombre del autor. Lo felicitó, en cambio, por haberlo leído tan rápido, ya que él mismo había tardado varias semanas.
La anécdota es extraordinaria porque describe un hecho milagroso y raro pero no excepcional: alguien enfrentado con una novela difícil que, de antemano, se diría que es superior a sus fuerzas, la atraviesa a los ponchazos, y descubre que está fascinado por lo que entiende y también por lo que no entiende.
Una relación con la literatura comienza muchas veces con libros que no se entienden del todo o no se entienden casi nada. Ofrecen la experiencia que siempre ofrece la buena literatura: saber que hay algo en el libro que se escapa y que por eso vale la pena capturar, por lo menos, lo que no se escapa.
Hace muchos años, Oscar Díaz, uno de los grandes diseñadores gráficos de la Argentina, le dijo a una amiga: "Ya sé que ese cuadro no te gusta; pero mirálo hasta que te guste". La frase es tan extraordinaria como la anécdota sobre el Ulises. "Mirálo hasta que te guste" no es un consejo sobre un cuadro, sino una especie de instrucción general para manejarse en el mundo.
Y así fue escuchado. El enigma del cuadro podía ser más interesante que seguir mirando los cuadros familiares y más fáciles.
A los dieciséis años (esa edad iniciática) asistí a una representación de teatro de vanguardia; la obra, Esperando a Godot, era casi tan famosa como el Ulises, pero no para mí que tampoco conocía a los actores Jorge Petraglia y Leal Rey. No había leído ni una línea de Beckett, ni sabía quién era. Salí del teatro como si hubiera pasado dos días en una nave interplanetaria. Por supuesto, no podía decir una palabra sobre lo que había visto, ni siquiera contar someramente el argumento; pero estaba convencida de que la experiencia iba a tener consecuencias graves, como cuando se cruza un límite, aunque no se tenga idea de dónde se está entrando.
Un amigo me contó algo parecido, que le había pasado con una representación de Edipo Rey (años después llegamos a la conclusión de que había sido muy mala), cuando Edipo grita los versos de Sófocles y se arranca los ojos. Lo que más lo impresionó era que alguien, en lugar de matarse, se arrancara los ojos al descubrir que había asesinado a su padre, se había casado con su madre y sus hijos eran sus medio hermanos, y todo porque su padre lo había abandonado al nacer temiendo justamente que esas cosas sucedieran.
Nada más extravagante y retorcido para alguien de dieciséis años que tampoco ignoraba a Freud y su complejo de Edipo.El hecho de que la literatura o el teatro fueran un mundo de chiflados, incomprensibles, radicalmente diferentes, en lugar de alejarnos a mi amigo y a mí nos pareció que prometía algo que no íbamos a encontrar en otra parte. Y, además, muchas cosas indecentes y prohibidas, lo cual era un argumento suplementario a favor.
A veces la formación de un lector de literatura pasa por el enigma imposible de resolver, por la aceptación de que lo que se está leyendo queda lejos y es exótico. Como si se tratara de una fortuna millonaria o de la capacidad para jugar bien al fútbol o al tenis, capacidad que no se posee, pero que se admira. Si alguien puede describir minuciosamente un auto que nunca podrá comprarse, también puede mirar un libro que quizás nunca llegue a dominar del todo.
BEATRIZ SARLO ES ESCRITORA Y ENSAYISTA
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