sábado, 26 de julio de 2008

502 - Papeles y cenizas - Sobre Hannah Arendt - Luciano Álvarez

Hannah Arendt y la banalidad del mal

La tarde del 11 de mayo de 1960 la policía secreta israelí capturó en Buenos Aires a Adolf Eichmann, ex miembro de la Gestapo, responsable de "la cuestión judía" desde 1936.
Eichmann supervisó personalmente la muerte de los judíos, por fusilamiento, por asfixia en autobuses llenos de gases, o a través de los envíos multitudinarios de hombres, mujeres y niños a las cámaras de gas de los campos de concentración.
Once meses después, el 11 de abril de 1961, comenzó el juicio que terminó con la sentencia de muerte. Eichmann fue ejecutado en Tel Aviv, el 31 de mayo de 1962.
Hannah Arendt (1906-1975) filósofa judeo alemana siguió el juicio como corresponsal para el New Yorker. Desde sus páginas criticó duramente la orientación del proceso:
"El objeto del juicio fue la actuación de Eichmann, no los sufrimientos de los judíos, no el pueblo alemán, ni tampoco el género humano, ni siquiera el antisemitismo o el racismo".
Hannah Arendt, no cuestionaba la culpabilidad de Eich-mann, ni siquiera procuraba una explicación que lo justificara en modo alguno, ni se oponía a la sentencia de muerte. Pero las crónicas del juicio, despachadas por la escritora desde Jerusalén, pintaron un cuadro inesperado del personaje.
Arendt cuestionaba que todos los esfuerzos estuvieran orientados a "exhibir" a Eich-mann como un monstruo sádico y despiadado; ejemplo puro del mal radical.
Sin embargo, lo que en realidad emergía a lo largo del juicio era la imagen de un burócrata, encerrado en una cabina de cristal en un juzgado de distrito en Jerusalén.
Con su interpretación del juicio de Eichmann, Hannah Arendt, incorporó un concepto fundamental para entender el espantoso territorio del Mal: su posible banalidad. Este concepto aparece en el subtítulo del libro de 460 páginas, publicado en 1963: EICHMANN EN JERUSALÉN. UN ESTUDIO SOBRE LA BANALIDAD DEL MAL.
Resulta interesante rastrear el origen etimológico de la palabra «banal». Es un galicismo, datado hacia el siglo XIII, que se refería a los molinos y otros bienes de uso público, de uso comunal. Con el tiempo adquirió un carácter de adjetivo y pasó a ser sinónimo de común, corriente, ordinario, aquello que carece de toda particularidad.
Su sentido primero densifica lo inquietante de este término. En palabras de Arendt implica que en determinadas circunstancias, el mal es capaz de arraigar en el común de los individuos y no necesariamente en seres excepcionalmente perversos.
Eichmann es un ejemplo de esta banalidad del mal; un miserable funcionario que se regía por los principios de todo burócrata. Para Adolf Eichmann, fun-cionario modélico, enviar a la muerte a millones de personas era una tarea meramente logística y administrativa. Ni siquiera pudo demostrarse el odio a sus víctimas.
Eichmann no era una excrecencia, como no lo eran, ni lo son, la mayoría de los canallas de su tipo que envilecen la condición humana.
Eichmann no era un ogro. Y allí reside lo aterrador.
Para llegar a esta conclusión, Hannah Arendt describió con precisión los eventos que jalonan el largo proceso de matanzas.
Vale la pena detenerse en su análisis de la participación de Eichmann en la conferencia de Wannsee.
El 20 de enero de 1942, quince altos representantes de las SS, del Partido nazi y de diferentes ministerios se reunieron en la antigua mansión de un industrial, utilizada como centro de conferencias de las SS.
El tema objeto de debate fue la "solución final de la cuestión judía". Reinhard Heydrich, Jefe de la Policía de Seguridad, del Servicio de Seguridad (SD) y de la Oficina Central de Seguridad del Reich, fue el convocante y presidente de la Conferencia.
Eichmann fue el individuo de más baja posición oficial y social de quienes participaron.
Fue encargado de enviar la convocatoria a los participantes, preparó algunas estadísticas (llenas de errores, por otro lado) que Heydrich utilizaría en su discurso inicial, y por fin redactó el acta de la reunión.
Cumplida su función de secretario, se le permitió acompañar a sus jefes, Reinhard Heydrich y Heinrich Müller, al calor de una chimenea. Eichmann no olvidó ese momento y atesoró los detalles del mismo: "…gozamos de un descanso merecido tras largas horas de trabajo…, esta fue la primera vez que vi a Heydrich beber y fumar".
He aquí la catadura del sujeto: un pobre tipo, a quien fascina un momento de cercanía íntima con el poder.
"En el curso de la reunión -cuenta Arendt-, pudo ver con sus propios ojos y oír con sus propios oídos que no sólo Hitler, no sólo Heydrich, no sólo las SS y el partido, sino la elite de la vieja y amada burocracia se desvivía y sus miembros luchaban entre sí, por el honor de destacar en aquel "sangriento" asunto.
"En aquel momento, sentí algo parecido a lo que debió sentir Poncio Pilatos, ya que me sentí libre de toda culpa". ¿Quién era él para juzgar? ¿Quién era él para poder tener sus propias opiniones en aquel asunto? Bien, Eich-mann no fue el primero ni será el último en caer víctima de la propia modestia".
No es que Eichmann fuera estúpido, simplemente carecía de ideas y de un sentido moral de la realidad: aquellos hombres que se habían convertido en asesinos se alienaban con la simple idea de estar dedicados a una tarea histórica, grandiosa, única ("una gran misión que se realiza una sola vez en dos mil años").
He aquí algo mucho más peligroso que todos los instintos malvados.
Es más, quizás no fueran totalmente insensibles al sufrimiento de quienes enviaban a la muerte: Eichmann dijo que "bebía schnapps (aguardiente) como si fuera agua. Tenía que beber. Necesitaba intoxicarme. Y pensaba en mis dos niños. Y reflexionaba sobre el sinsentido de la vida``.
Arendt es implacable con ese razonamiento:
Los asesinos, en vez de decir: "¡Qué horrible es lo que hago a los demás!", decían: "¡Qué ho-rribles espectáculos tengo que contemplar en el cumplimiento de mi deber, cuán dura es mi misión!"
Para Arendt lo que surgía del proceso de Adolf Eichmann era el retrato de la sociedad moderna en general y del totalitarismo en particular. En esta imagen, el Mal se dispersa en los corredores y oficinas de miles de hombres, que regresarán a sus casas al fin de la jornada, se besarán con su esposa e hijos y descansarán con la conciencia tranquila y el deber cumplido.
Este retrato se confirma una y otra vez en las declaraciones de los jerarcas nazis, durante los juicios de Nuremberg y pueden analizarse detenidamente en el libro "Las entrevistas de Nuremberg" realizadas por el Dr. León Goldensohn (Taurus, México, 2004).
El cine ha subrayado la imagen del asesino desalmado, encorsetado en un prolijo uniforme, sofisticado en su disfrute del mal y el sufrimiento ajeno.
Pero nada puede ser más atroz que esos individuos comunes y corrientes capaces de cometer los peores crímenes, las mayores bajezas, porque simplemente lo consideran su deber.
**********
La discreción del Bien

Hanna Arendt acuñó sabiamente la expresión "banalidad del Mal" para demostrar cómo en determinadas circunstancias, bajo ciertos regímenes e ideologías, el Mal es capaz de arraigar en individuos comunes y corrientes y no necesariamente en seres extraordinariamente perversos.
En estos tiempos, no peores que otros, sólo que mejor informados, nos hemos acostumbrado a la maldad banal. Todos los días somos testigos de esa forma específica del Mal.
El director palestino Hany Abu-Assad, en su película "El Paraíso ahora" (2005), hace un retrato descarnado de esa banalidad a través de dos jóvenes mecánicos, Said y Khaled, muchachos comunes, de familia, a los que se les asigna la misión de un atentado suicida. "No se ahoga un grito ni se les cae una lágrima, no hay contrición ni drama. Es algo que tienen que hacer y lo van a hacer, con toda naturalidad." comenta Cecilia Absatz, en el diario Página 12. Es más, uno de ellos podrá detenerse largamente en los rostros inocentes, cotidianos y anónimos de sus víctimas, durante el viaje en el ómnibus elegido para el atentado.
Pero, aun renunciando al espesor narrativo que permite el cine, basta escrutar las imágenes de los noticieros para ver como no hay contrición ni drama en las imágenes de esos jóvenes hombres y mujeres de las FARC, vestidos como para una película de Hollywood, capaces de retener a más de 3.000 secuestrados bajo las peores condiciones o en ese soldado israelí que tranquilamente le pega un tiro a un detenido. Podríamos enunciar una miríada de ejemplos.
Sin embargo y a pesar de todo, estamos rodeados por el Bien, que nos ampara y nos ayuda, pese a la desolación moral de nuestro tiempo y la aparente omnipresencia del Mal. El Bien se prodiga discretamente, sin titulares ni imágenes.
"Simplemente amor" (Love Actually, 2003 Richard Curtis), una comedia inglesa que recorre diversas facetas del amor, propone el ejemplo del 11 de Septiembre: "Los últimos mensajes que se recibieron de las víctimas no fueron de odio sino de amor."
El Bien es nuestro último refugio y compañía.
En consecuencia, podríamos hablar también de una "banalidad del Bien" para referirnos al modo de actuar de aquellos humanos comunes y corrientes que, bajo cualquier régimen o circunstancia, incluso desde cualquier ideología, son capaces de distinguir la frontera entre el Bien y el Mal, entre la justicia y el crimen.
Y no sólo saben distinguir, sino que -y esto es lo fundamental- son capaces de actuar con arreglo a su conciencia, aún en las condiciones más adversas.
Este es el signo de los Justos.
En el vocabulario bíblico, "Justo" equivale a quien practica una conducta moral acorde con los siete preceptos de las naciones, dados a Noé y sus hijos después del diluvio (Génesis 9).
Los evangelios se refieren en muchos pasajes a este concepto fundamental del Bien: la parábola del buen samaritano, que aparece en Lucas es, quizás, el ejemplo más claro.
La narración comienza cuando un doctor de la ley conversa con Jesús a propósito del camino de la salvación eterna. Ambos conocen perfectamente la ley y los textos sagrados: citan el primer mandamiento de Moisés, "amar a Dios por sobre todas las cosas" (Deuteronomio 6,5) e inmediatamente invocan la ley consecuente "amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Levítico 19,18).
En ese punto, el doctor le pide a Jesús que precise el concepto: "¿quién es mi prójimo?" Jesús le responde con una parábola: en la que pone en acción a tres protagonistas: un sacerdote del Templo; un levita, y un samaritano.
Los sacerdotes eran la cabeza de un auténtica teocracia, su carácter era hereditario y formaban el grupo social más poderoso.
Los levitas eran los ayudantes de los sacerdotes en los asuntos del santuario, tenían por misión cuidar los objetos sagrados y celebrar los oficios religiosos.
Por último, está el samaritano. En tiempos de Jesús, Judea y Samaria -asiento de los antiguos reinos de Judá e Israel, respectivamente- eran, junto a Galilea, las tres mayores regiones de Palestina. Samaritanos y judíos se consideraban mutuamente heréticos y practicaban un odio recíproco.
He aquí el perfil de los protagonistas y este es el conocido relato evangélico:
"Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones que, después de despojarle y golpearle, se fueron, dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. Luego pasó, un levita. También éste dio un rodeo."
"El tercero en pasar junto al herido fue un samaritano."
Pero el samaritano tuvo compasión y, "acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: "Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva."
"¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?" concluye Jesús.
"Quien salva una vida, salva al Universo entero", dice el Talmud.
En otro de los evangelios, el de Mateo (6.1), Jesús proclama la fundamental discreción del Bien:
"Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; Cuando des limosna, no vayas tocando la trompeta por delante."
Anthony de Mello, (1931-1987) un heterodoxo jesuita indio, explica esa cualidad de discreción, propia del Bien.
"Cuando tu mano izquierda no tiene ni idea de que tu mano derecha esté haciendo algo bueno o meritorio; es cuando hacer el Bien te parece lo más natural y espontáneo del mundo" ; cuando se tiene "el hábito de dar a cada cual su derecho, con constante y perpetua voluntad", había dicho Tomás de Aquino.
En 1953, aunque desarrollado a partir de 1963, el Estado de Israel creó un programa de reconocimiento y distinción con el objeto de rendir el máximo honor a aquellas personas que, sin ser judíos, les prestaron ayuda durante la persecución nazi con anterioridad y durante la Segunda Guerra Mundial. Se los denomina "Justos entre las Naciones".
Tres uruguayos han sido postulados a este reconocimiento: Florencio Rivas, cónsul General en Alemania, el húngaro-uruguayo Laszlo Erdely Lakos y el médico Alejandro Pou.
Este hermoso atributo de "justos entre las naciones", debiera tomarse como ejemplo, más allá de su específica delimitación actual. No hay un lugar en la tierra que no merezca su "Jardín de los justos".
Para limitarnos sólo a nuestro entorno, ¿acaso no son numerosos los olvidados y discretos justos que protegieron y ayudaron a muchos perseguidos durante las dictaduras militares que agobiaron a la región? ¿Cuántos lo hicieron sin compartir ideología, ni métodos, ni fines?
Que bueno sería que recordaran a aquellos justos quienes en momentos desesperados recibieron un soplo de humanidad.
El relato de sus acciones nos permitiría construir una memoria del Bien que compense tanta memoria del Mal.

No hay comentarios: