viernes, 25 de julio de 2008

498 - Ponencia - Hay que cambiar la cultura política - Hugo Alconada Mon

* desde el fin de la historia, proclamado
por fukuyama, un sólido análisis que quizás
no reduzca su aplicación al hacer político
argentino, red.
Francis Fukuyama (55) arquea las cejas y se tira para atrás en uno de los sofás azules de su oficina en la Universidad John Hopkins de esta capital. Acabo de preguntarle sobre Argentina, y el hombre que en la década de 1990 anunció "el fin de la historia" y ahora estudia la realidad de América Latina emite un breve suspiro. "Argentina es tal tragedia", dice, y calla por unos segundos.
Sus últimos textos -en particular los libros Estados Unidos en la encrucijada y la brecha entre América Latina y Estados Unidos, y su artículo "Una revolución silenciosa", publicado en la revista Foreign Affairs- reflejan qué piensa sobre el hemisferio y el país, sobre los liderazgos argentinos tan "defectuosos" como sus instituciones, sobre sus problemas en los sistemas educativo, tributario y federal, y su "corrupción generalizada".
Concentra sus dardos en Carlos Menem y la oportunidad perdida en la década de 1990, y reparte las culpas por el colapso de 2001 entre los argentinos, el gobierno de George W. Bush -en particular el "idiota" de su primer secretario del Tesoro, Paul O`Neill-, y el Fondo Monetario Internacional (FMI). Pero también lamenta los errores de los últimos años, bajo el mando férreo de los Kirchner.
"Esta suerte de políticas heterodoxas que impusieron", dice, "terminarán llevando a otra crisis en el largo plazo. Quiero decir, después de Venezuela, la Argentina tiene la mayor tasa de inflación en América Latina porque se intenta resucitar los controles de precios y, como no se puede reducir la inflación, se cambia la oficina estadística (por el Indec) y se obtienen cifras distintas, aunque no se puede ocultar el hecho de que se intentaron estas políticas en el pasado y fracasaron", subraya.
-¿Por qué se interesó por América Latina si su foco de interés en las décadas de 1980 y 1990 fue muy distinto?
-Fue casi por accidente. Ha sido la región a la que más viajé en los últimos 15 años simplemente porque me siguen invitando. Así que tras viajar 30 o 40 veces desarrollé un interés por la política local y regional.
-Y se ganó algunos enemigos, como Hugo Chávez, por lo pronto
-(Ríe). Sí, Chávez comenzó a atacarme incluso antes de asumir la presidencia. No lo conozco personalmente, pero puede decirse que mantenemos algún tipo de relación, aunque mi interés central por la región se enfoca en los distintos modelos de gobierno desde que América Latina es la parte del mundo que tiene la mayor cantidad de democracias. Me interesa la salud y el desarrollo de esas democracias.
-Al abordar esos modelos, concluye que Chávez es "un populista en el sentido clásico". Pero otros lo encuadran dentro del sentido "latinoamericano" del concepto...
-(Carcajadas) Es que en un sentido, el populismo latinoamericano define al populismo en su sentido amplio. Quiero decir que está comprometido con una forma de hacer política que no es mala en sí misma, como la redistribución de los recursos a los desposeídos, pero lo hace de un modo que sólo es sostenible en el tiempo gracias al precio del petróleo. Sin esa condición, su sistema colapsaría. Pero lo que me interesó más en estos años son otros modelos de afrontar las inequidades fundamentales que perduran en América Latina, con medidas que son más sostenibles.
-En esa línea, usted ha señalado que "las sociedades oligárquicas son capaces de alcanzar altas tasas de crecimiento por un período de tiempo, pero la permanencia de las inequidades en la distribución de la riqueza llevan a la inestabilidad política y al populismo, que a su vez socavan el crecimiento". ¿Cómo se rompe ese círculo vicioso?
-Aplicando las políticas que comienzan a resolver la inequidad social. Eso es algo que en el corto plazo puede empujarse con la redistribución del ingreso, pero que en el largo plazo sólo se logra a través de la educación, de la provisión de beneficios sociales. Esto sí que es compatible con el crecimiento económico, y es algo que en México, Brasil y otros países de América Latina con políticas macroeconómicas sensatas han comenzado a reconocer: sólo con la redistribución y el crecimiento no se obtiene la fórmula correcta. En el fondo, es un problema puramente político. Le daré un ejemplo: según un estudio de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, antes de los impuestos, el nivel medio de equidad en América Latina no es muy diferente del de Europa o del de Estados Unidos. Pero después de los impuestos, la inequidad aumenta enormemente porque en Europa, y en Estados Unidos hasta cierto punto, el sistema redistribuye recursos de los relativamente ricos a los relativamente pobres. Pero en América Latina la redistribución opera a la inversa. Esto, a su vez, denota buenas y malas noticias. Lo bueno es que la inequidad en la región no deriva de causas culturales, de tradiciones o de la religión. Lo malo es, claro está, que es un problema profundamente político.
-Eso me lleva a otro comentario suyo: "A menudo, el problema viene de políticos que quieren usar el dinero público para mantener sus redes clientelistas que son críticas para su supervivencia política". ¿Es posible que quienes encarnan un sistema basado en el patronazgo permitan o incluso alienten una reforma que causaría su extinción?
-No hay una fórmula sencilla. Siempre está la tentación, tanto en la izquierda como en la derecha, de apelar a una suerte de "bala de plata". Para la izquierda, apelando a una "revolución", o a algo como el chavismo, algo radical que reformule todo el sistema político, concentre el poder y prometa solucionar los problemas de una vez y para siempre. La historia de esos intentos resultó desastrosa en América Latina. Y desde la derecha se apela a la opción "tecnocrática", con la ilusión de que, si se emplea al grupo correcto de expertos y economistas, se resolverán esos problemas. Pero tampoco funciona. Se requiere liderazgo, el uso de las herramientas disponibles en una sociedad democrática y la construcción de una coalición política por un largo período. El primero que se me ocurre es Fernando Henrique Cardoso, un político democrático que heredó un país con problemas económicos muy serios y que tenía una agenda razonable de reformas. Pero es algo difícil, nada "sexy", y nada que atraiga los titulares como Chávez lo hace.
-Mencionó a México, Brasil, Chávez, ¿qué ocurre con Argentina?
-(Arquea las cejas, suspira). Argentina es tal tragedia (calla) mire (señala una foto colgada a sus espaldas: él con Menem en la Casa Rosada): es de mi primera visita a la Argentina, durante el primer mandato de Menem, cuando la situación parecía promisoria. Las causas de la crisis de 2001 fueron extraordinariamente complejas. Todos tuvieron cuota de responsabilidad. La política exterior norteamericana no fue buena; las condiciones externas, como el valor del dólar, tampoco lo fueron; y se cometieron errores tanto en el FMI como en la élite política argentina. El resultado fue la devastadora crisis económica que socavó la fe en la globalización.
-Muestra cierto conocimiento de la realidad argentina. ¿Es algo común entre los académicos y funcionarios en Washington?
-En realidad, los que más han seguido la evolución argentina son los analistas en Wall Street y, de hecho, creo que Estados Unidos actuó mejor durante la administración Clinton, cuando Larry Summers y Robert Rubin (secretarios del Tesoro) estuvieron a cargo de la política económica. Ellos seguían de cerca lo que pasaba en países como la Argentina. Pero cuando asumió Bush, por algún motivo se mantuvo lejos.
-Y nombró a Paul O´Neill
-Sí, tuvimos a un idiota como O´Neill. Probablemente no debería decir que es un idiota, ¿no? (carcajadas). Pero es que él, básicamente, no podía distinguir la Argentina de Guatemala. Fue una elección horrenda como secretario del Tesoro. Creo que quienes seguían las políticas exterior y de seguridad no prestaron atención a la Argentina porque no causaba problemas para Estados Unidos, mientras que la comunidad financiera tenía una idea más acabada de lo que pasaba.
-En La brecha entre América Latina y Estados Unidos señala problemas pendientes en Argentina, como el sistema educativo, la "terrible" composición del gasto social y la "excesiva regulación del mercado laboral". ¿Cuánto puede demorar una reforma tan profunda?
-Es una cuestión de 10, 15 años. Lo importante es concentrarse en cambiar la cultura política. En La brecha hay un capítulo escrito por Botana [Natalio, "La ciudadanía fiscal. Aspectos políticos e históricos"] que se centra en el sistema tributario argentino. Realmente me gustó. Expone que el contrato social básico que subyace en la idea de la "tributación legítima" -cuando la gente está dispuesta a pagar impuestos porque confía en que el dinero se gastará en usos públicos- se ha quebrado hace mucho tiempo en la Argentina.
-Los argentinos suelen plantearse "por qué voy a pagar impuestos si se van a robar el dinero".
-¡Exacto, exacto! Resolver ese problema es clave en muchos sentidos para la modernización de la Argentina. ¿Cómo hacerlo? Es complicado, pero los políticos primero deberían darse cuenta de que es un problema esencial, trazar una idea de cómo resolverlo y cosechar el consenso político suficiente para remediarlo. Por supuesto que no ocurrirá de la noche a la mañana y requerirá mucha suerte. De hecho, Brasil tuvo la suerte de tener a Cardoso y Argentina tuvo el infortunio de tener a Menem en la década de 1990. Lo importante es no perder la fe en las posibilidades de las instituciones democráticas para progresar. Y, de hecho, no estoy descontento con la irrupción de figuras como Chávez o Morales porque en cierto sentido eso forzó al resto de los gobernantes de América Latina a pensar cómo afrontar las inequidades en sus países para impedir que surjan otros como ellos.
Momento triste
El fin de la historia será un momento muy triste. La lucha por el reconocimiento, la voluntad de arriesgar la propia vida por una meta puramente abstracta, la lucha ideológica a escala mundial que exigía audacia, coraje, imaginación e idealismo, será reemplazada por el cálculo económico, la interminable resolución de problemas técnicos, la preocupación por el medio ambiente, y la satisfacción de las sofisticadas demandas de los consumidores. En el período poshistórico no habrá arte ni filosofía, sólo la perpetua conservación del museo de la historia humana. Lo que siento dentro de mí, y que veo en otros alrededor mío, es una fuerte nostalgia de la época en que existía la historia. Dicha nostalgia, en verdad, va a seguir alentando por algún tiempo la competencia y el conflicto, aún en el mundo poshistórico. Aunque reconozco su inevitabilidad, tengo los sentimientos más ambivalentes por la civilización que se ha creado en Europa a partir de 1945, con sus descendientes en el Atlántico Norte y en Asia. Tal vez esta misma perspectiva de siglos de aburrimiento al final de la historia servirá para que la historia nuevamente se ponga en marcha"
(Párrafo final de ¿El fin de la historia?, el artículo publicado en The National Interest en 1988)

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