viernes, 5 de octubre de 2007

321/Dialéctica - Trabajo en éxodo: en la muerte de André Gorz - Por Ulrike Baureithel

Hay que situarse en el tiempo para comprender la rabia, la irritación que este hombre llegó a desencadenar. A comienzos de los años ochenta, cuando una Nueva Izquierda en plena desbandada todavía no se había recuperado de la resaca y apenas comenzaban a dibujarse en el horizonte los nuevos movimientos sociales, este francés de nombre originario tan alemán, Gerhard Hirsch, sostenía que teníamos que despedirnos de aquel sujeto revolucionario a quien se había confiado en exclusiva la tarea de darle la vuelta a la tortilla, de cambiar radicalmente las circunstancias.
No –o no al menos en primera instancia— porque el proletariado fuera demasiado pasivo, estuviera demasiado saturado o fuera demasiado poco revolucionario, sino porque las circunstancias objetivas trabajaban a favor de su extinción. De globalización todavía no se hablaba entonces, a pesar de que el capital había comenzado ya sus primeras excursiones nómadas y de que el Estado nacional empezaba a perder control y mordiente. Así que se daba vueltas en círculo y se discutía con el ausente si podía haber un mas allá del trabajo asalariado o de si la no-clase de los excluidos del mercado de trabajo estaba madura para una vida autodeterminada. Adiós al proletariado (1980) y el libro, aparecido tres años después, Caminos al paraíso se convirtieron en la nueva Biblia de quienes, aun mordidos por las dudas respecto de la redención socialista, no estaban dispuestos a dejar de oponer a la "esfera de la necesidad" una "esfera de la libertad". Por vez primera, la izquierda no amenazaba de excomunión a quien se desprendía del Evangelio del Trabajo, poniendo resueltamente proa a la idea de que se puede encontrar la liberación también fuera del trabajo asalariado capitalista.
O casi. Pues a Gorz no terminaba de gustarle la idea de liberar a los no-trabajadores de su deber de trabajar. Mucha discusión suscitó entonces su exigencia de vincular el ingreso social al deber de trabajar 20.000 horas a lo largo de la vida (lo que ahora se llama una cuenta de trabajo vital). Sin embargo, él fue –junto con dos economistas liberales de amplia visión— uno de los primeros en lanzar la discusión sobre la Renta Básica.
Tal vez fuera eso también la solución existencial para el filósofo enterrado de por vida en proyectos intelectuales, grafómano, desde luego, pero falto de dinero. Así se habría ahorrado él el trabajo asalariado como periodista –primero, en la prensa parisina, después de 1960, con Sartre en Les Temps Modernes, y luego, en el Nouvel Observateur— y le habría ahorrado a su mujer, Dorine, la necesidad de tener que compensar el presupuesto familiar con trabajos de todo tipo.
Nacido en Viena en 1923 y, como su paisano Jean Améry, hijo de padre judío y madre católica refugiado en la época nazi en un internado suizo, Gorz, según pudo ya leerse en el temprano autoanálisis que fue El traidor (1958), jamás tuvo nada que ver con una existencia burguesa. "Al hombre encerrado en un mundo ajeno y hostil", se dice allí, "se le ofrecen tres posibilidades: persistir en su huída; reconciliarse con su destino refugiándose en el sueño; tratar de hacer suyo el orden que lo tiene prisionero". Para él, Gorz, el trabajo emancipatorio, que tenía suprema significación moral, siempre estuvo por delante. En los años sesenta se comprometió con el comunismo, luego se implicó en los movimientos sociales.
Y así, nunca dimitió de su propósito de penetrar analíticamente en la sociedad post-fordista y de preparar intelectualmente el "éxodo" desde la prisión capitalista. Gorz introdujo el concepto de "éxodo" en El trabajo entre la miseria y la utopía (1997), y con él perfiló el carácter transitorio de la situación, el estado entre el Ya-No y el Todavía-No. Con todo su aparato racional analítico –acreditado por lo magnífico en la primera parte del libro—, lo mesiánico no le resultaba completamente ajeno; tal vez un reflejo de su existencia extraterritorial, pero acaso también herencia inconsciente de su origen judío. En ese libro revisó Gorz asimismo su posición respecto de la Renta Básica incondicional. "Sólo la incondicionalidad puede conservar la independencia de las actividades que sólo tienen sentido cuando se hacen por sí mismas."
En su última gran obra sobre el futuro de la sociedad del conocimiento (Conocimiento, valor y capital, 2004), que a él le resultaba particularmente estimable, pero que, al menos en Alemania, no tuvo la acogida que merecía, trata entre otras cosas de la inteligencia maquinal y de una economía del conocimiento que va prescindiendo progresivamente de la substancia corporal del hombre. Él lo tenía por mejor libro que al anterior, y, como escribió en una carta, por obra "desde luego nada utópica". Luego proseguía: "Nos encaminamos, en efecto, mucho más rápidamente hacia una 'máquina totalitaria posthumana' –como la llamaba Günter Anders— que a una genuina sociedad del conocimiento". El nombre de Anders no está traído aquí a colación por casualidad: críticos de la técnica como Anders o Ivan Illich, con quienes acabaría trabando amistad, le influyeron grandemente.
No quiso concederme una entrevista que le solicité en 2005. Ya no era muy capaz de mantener una conversación sostenida, se disculpó con una vocecilla queda, apenas audible, que parece estoy oyendo cuando leo su último, más personal y –en mi opinión— más hermoso libro: Carta a D. Historia de un amor (2006). Es una postergada declaración de amor a su mujer, Dorine, que le abrió un "espacio otro", un mundo "en el que pude escamotearme... sin obligaciones y sin pertenencias".
En cierto sentido, empero, se trata de una reescritura del Traidor, de una actualización: vinculados por el amor desde 1947, "durante muchos años has tenido que trabajar para que yo pudiera conseguir tomar en las manos mi propia existencia". Planea la incredulidad sobre las frases de Gorz: el no acabar de creerse que la hermosa británica que conoció en Lausana hubiera reparado en él, el "judío austriaco sin posibles", y que nunca le hubiera abandonado. "Desde hace cincuenta y ocho años", concluye la obrilla, "vivimos juntos, y ahora te quiero más que nunca. Hace poco he vuelto a enamorarme de ti, y se ha abierto de nuevo en mi pecho ese vacío voraz que sólo el calor de tu cuerpo en el mío consigue llenar".
Estaban de acuerdo en que ninguno de los dos tenía que ver al otro bajar a la tumba, de modo que –gravemente enfermos ambos desde hacía tiempo— se quitaron de consuno la vida en su casa de Vosnon, en la Campaña francesa.
Ulrike Baureithel es una periodista y crítica cultural alemana que escribe regularmente en el semanario de izquierda Freitag.

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