miércoles, 3 de septiembre de 2008

560 - Ponencia - El orgasmo y Occidente - Robert Muchembled

* fragmento de la primera parte de un excelente texto
del fondo editorial del FCE, a quién mucho
agradecemos, red
El ser humano no existe nunca solo. Gregario por excelencia, de la
“horda primitiva” a las llamaradas hedonistas de principios del tercer
milenio, pide constantemente a los demás que lo ayuden a vivir y a
morir. El objeto mismo de la historia es analizar este vínculo para tratar
de comprender cómo y por qué se mantiene unida una sociedad,
adaptándose al tiempo que pasa inexorablemente.
Escoger el tema del placer para llevar adelante tales interrogaciones
puede parecer paradójico, tanto más cuanto que se trata de una noción
vaga, muy difícil de deslindar.7 Es a través de su cuerpo y su
sexualidad, elementos naturales orientados por cada civilización, como
el Sujeto se percibe y luego compone su relación con el otro. Sustento
de los goces, prisión de la persona, la envoltura carnal es también una
entidad cultural, un elemento de la colectividad que la rodea, una parte
del todo político, una porción de un amplio territorio de símbolos. El ser,
así definido, está conformado por prescripciones imperativas, ya sea
que consienta o trate por el contrario de ejercer su libre arbitrio de la
mejor manera posible.
Uno de los grandes enigmas que atormentan a los occidentales
desde hace dos milenios, con una intensidad acentuada a partir del
Renacimiento, es precisamente el de las relaciones entre el individuo y
el grupo. ¿Cuál es su cimiento secreto? ¿Por qué genio particular el
Homo sapiens se revela capaz de ir más allá de las formas de
asociación propias de los primates adelantados, con los cuales
comparte tantos genes, si se cree a los biólogos de hoy?
El largo período considerado aquí, de Cristóbal Colón a principios del
siglo XXI, es aquel en que Occidente impone su impronta a todo el
globo. El “animal imperial” se vuelve en cinco siglos un colonizador
imperialista.8 El extraño compuesto de donde procede su poder reposa
esencialmente en una administración sutil y eficaz de la duración.
Occidente no solamente ha inventado procedimientos técnicos y
económicos, ha modelado por igual ideales y mitos, necesarios para dar
un sentido a su trayectoria y estrechar, de siglo en siglo, de generación
en generación, el tejido comunitario dilatado sin cesar por las
conmociones o las novedades. Ha abandonado lentamente, no sin
remanentes hasta nuestros días, el viejo concepto cristiano que afirma
la dualidad del cuerpo y el alma, optando por formulaciones que insisten
en la unidad entre la criatura pensante y su universo de referencia:
Iluminismo, derechos del hombre, marxismo, liberalismo, etc. La
mutación comienza con Descartes, se intensifica con Newton y toma el
nombre de ciencia moderna, de progreso, de marcha hacia la dicha de
la humanidad… Se trata en realidad de romper con el peso de la
representación de un mundo acabado, donde nada tiene importancia
para el fiel, sino preparar su salvación con una buena muerte, mientras
todo está escrito por adelantado en el gran libro de Dios, de la Creación
al Apocalipsis.
El placer no es lícito en los siglos XVI y XVII, puesto que el individuo,
sólidamente enmarcado entre sus pares y diversas tutelas, es
severamente advertido de la tentación de contemplarse a sí mismo. Los
sistemas explicativos propuestos en los siglos XVIII y XIX celebran a la
vez su descubrimiento y el del derecho al goce. No solamente se vuelve
fácil buscar las delicias del erotismo sin temer a las leyes ni al infierno,
sino que también es posible pensar abiertamente en el fenómeno. Éste
adquiere entonces un lugar creciente, pues habla a la vez del ser y de
sus deseos, lícitos o prohibidos, y de la función que la comunidad
atribuye a la sexualidad, en concordancia con sus valores y sus
objetivos dominantes. Los escritos se multiplican al respecto, lo cual no
prueba una ausencia de represión, sino una poderosa y fecunda
contradicción entre las nuevas necesidades de libertad y las improntas
indelebles dejadas por las prohibiciones de los siglos precedentes.
Freud se refiere a ello a su manera, subrayando la dualidad del Yo,
empujado a la vez por el instinto de vida y por el de muerte, por Eros y
por Tánatos. A partir de los años sesenta, sin embargo, Europa bien
podría haber conocido una auténtica revolución de la voluptuosidad.
Tal es la trama de lo que quisiera presentar en este ensayo. Se trata
también, en filigrana, de una meditación acerca del invento de las
ciencias humanas, fieles compañeras de la promoción de Occidente, a
fin de captar por qué y cómo el Sujeto entró con vigor en la escena no
como un ser liberado de todas sus cadenas, sin dios ni amo, sino como
un personaje vigorosamente incitado por su sociedad a adquirir mucho
más claramente conciencia de su especificidad, de sus necesidades y
de sus deseos. El pequeño resplandor de la dicha permite descubrir y
seguir el hilo de Ariadna que debe servir para explorar la gruta de
nuestros orígenes. El momento es propicio, porque Europa se
encuentra confrontada a oposiciones radicales y a inquietantes
competencias, consecuencia de la aparición de temibles oponentes en
las otras regiones del globo. Bajo las fracturas, a través de las grietas,
el sentido profundamente oculto llega más fácilmente que en las épocas
de firme convicción.

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