lunes, 25 de agosto de 2008

548 - Alkimia - Contraidentidades - Golpazo tres, lumpenazgo vertical y crisis final - RB

* casi nos señalan un candidato. pero ese no es el tema. lo es como llegué de otras crisis con hijos - flia a una tesis documentada sobre mi ultra tema de las clases ocupantes, que transfiere a la tesis sobre la eventual verticalidad del lumpenazgo y su múltiple dimensión antirevolucionaria (motivo próximo libro).
* esto es, hay que escarbar para encontrar las raíces de los macachines, incorporo un pre-texto de hace unos años, el seis.
* ¿Qué hacer?
Respuesta: qué hacer supone..., implica...
Pero es difícil entender (me) en esta situación.
Estoy harto de no hacer, no tener qué hacer, sobre todo cuando hay tanto para hacer.
No me creo un héroe, pero hay grados de heroicidad y de heroísmo. La limitación es espantosa, y se agrega lo económico. Determinante.
Desde mis sillas percibo la lucha de clases. Si antes de caer no estás muy asegurado y alguien te apoya, para que no te jodan, estás liquidado.
El garrón fue muy grande, y el abandono de casi todos.
Lo entiendo pero no lo comprendo. ¡Es tan salvaje!
No puede ser un tema de competencia o competir. Sentís que estaban esperando que cayeras para devorarte, dejarte solo, seguirte hasta que murieras para comerse los restos y, después, el olvido.

* ahí está el punto, situación y necesidad, heroísmo y coyuntura, momento o circunstancia, proceso..., por ahí todos estamos políticamente locos, y eso es lo correcto, vean, texto siete.
* Política y locura
Por Horacio González *
La locura siempre fue un tema de debate político. Pero también la política es un tema ante el que suele pronunciarse la palabra locura. A veces podría pensarse que existe la política para poder definir qué es la locura. Por eso, la palabra escapa al campo de las psiquiatrías o los estudios de la mente para alojarse en un sentido genérico, que es el modo en que el lenguaje se destruye y perdería su sentido vital. Sin embargo, aun si no se dice nada que posea un significado claro, no por eso estamos locos. “No estamos locos” cuando damos la garantía de que, aun en el enredo de las palabras, no perdimos ni el poder de rectificación ni la cuerda de ironía que permite “retirar todo lo dicho”. La locura no es hablar sin ton ni son –eso lo hacemos todos, todos los días–, sino la culpable incapacidad de revocatoria. La locura es no tener memoria de lo ya hablado, es decir, la pérdida de la facultad de autorreflexión. La capacidad de revocar es una cuerda inherente al habla, un sentimiento que debemos sentir en todos los tratos que emprendemos mediante el lenguaje. Es la garantía de que no hay locura.
En los momentos agudos de crisis social, reflorece la pregunta por la locura. En verdad, la percepción de la crisis aparece como un sinónimo de locura. Lo inadmisible puede ser “locura”. Ante lo desquiciado, solemos tener preparada la fácil expresión: “¡qué locura!”. Es una obvia expresión cotidiana, pero podrá tener luego sus redactores psiquiátricos ofrecidos para la gran reparación política. Resurge entonces el recurso de los presuntos salvadores o terapeutas de urgencia que, en primer lugar, son dictaminadores. Dicen: “hay locura”; “el poder está loco”; “los gobiernos están locos”.
Los médicos lombrosianos de la política, personajes redentores de última hora, deben ser creíbles a la hora de designar a la locura o a los locos. Así como los Estados represivos que habían obstruido su vitalidad social declararon locos a sus opositores apelando al argumentum psiquiatricum, hay un nuevo Parnaso redescubierto por la reacción conservadora. Cuando ésta se recrea como acción de multitudes, se siente más cómoda en el suministro de sensaciones de alarma –la amenaza del miedo, de la locura, del pánico: toman esto de las series de televisión–, que amparando el lenguaje político en sus coordenadas objetivas. La razón que los restauradores ansían comienza por ser un manojo selecto de políticas del miedo. Lo que fascina y se quiere expulsar, la locura, es ahora el otro nombre de la turbación que parecería anidar en la política clásica y sus hipótesis realistas de transformación social, bien o mal expresadas.
Acusar de locura a la política clásica, en todo el mundo, es hoy un percutor técnico de los asesores de las derechas modernistas. Llamo política clásica a la que argumenta bajo el signo del realismo crítico, es decir, la que postula historicidad, herencias, voluntad de transformación y lo moderno como reapropiación colectiva de los nuevos horizontes tecnológicos. En cambio, las derechas renovadas ven todo eso como paleopolítica, gozan de los trastrocamientos, concurren a sus actos masivos como descamisados, confunden “look” con simbología, ven la pureza mística ofendida por cuestiones tributarias y hablan de la “gente” para rechazar el clientelismo sin sentirse en ningún momento como clientela aldeana de las peores formas de la globalización. Todo lo que se opone a esto, ya están seguros, puede denominarse frenesí o demencia. El desmantelamiento de los legados de la ciudad política, con sus baches históricos, está listo. Hay locura, profieren.
Obras teóricas de gran repercusión en los tiempos modernos trataron de diverso modo esta cuestión. Se trataba de ver si los momentos de angustia colectiva o de profunda alteración llevaban también a la pérdida de la razón, al desatino individual. Una ciencia de moda a fines del siglo XIX, una suerte de psiquiatría social novelizada, imaginó que se acrecentaba la locura cuanto más se manifestasen los rasgos de una zozobra histórica. Grandiosamente, el Facundo de Sarmiento había rondado por esas regiones. Luego, un siglo y poquitas décadas después, un sabio francés postuló que la locura era una pieza esencial para pensar la historia de la filosofía, tanto para ir revelando cada momento en que la civilización enclaustraba a su propio ser trastornado como para sugerir, sin terminar de hacerlo nunca –¡ah, Michel!–, que la reposición de la verdad consistiría en considerar la locura como la tragedia necesaria por la que debería pasar la autenticidad de la vida.
De un modo u otro, se resiste a dejar la escena la idea de que la locura es social, un verdadero momento de la historia, el instrumento más fértil para juzgarla. De ahí que esta vigilia de la locura sobre la filosofía pueda tener una intencionada traducción política, tan vulgar como frecuente, tan trivializada como urgente. Es el estigma que los políticos perezosos tienen a su disposición cuando ven la cosa fácil, a punto para la póstuma estocada “restauradora de las leyes”. Las derechas mundiales ya no principian su demolicionismo ofreciendo alternativas económicas, sino de saneamiento mental. Así, Duhalde ha dicho –y luego desdicho: o sea, dicho– que Kirchner parecía Hitler o Mussolini. Esto es, que estaba loco. Locura, aquí, es sinónimo de desmesura, atribución abrupta de nombres impropios, lo horrendo en la historia, lo que surge ya condenado. Desde hace unos meses el pensamiento sobre la locura de los gobernantes es la piedra angular del estilete desestabilizador.
Un ingrediente que excede el desarrollo que puede tener una oposición cabal –que lo debería ser por su fortuna argumentativa, su capacidad de aglutinamiento, su lucidez histórica, sus expectativas de un caudal creciente, lo que fuera– es precisamente el desmontaje específico de una legitimidad inherente a la existencia democrática. Sería lo característico, lo perteneciente a la lógica de los actos políticos de la institución pública, que se abate por obra del argumento mayor del sentido: si hay locura, no puede haber ley. Así, como dice Ignacio Vélez, las neoderechas declaran la legitimidad pública como ilegal y su propia ilegalidad como legítima. Con este retorcimiento, revalorizan la leyenda del espíritu capitalista de los patrones en huelga como si fuera el “mito de la huelga general” que hace un siglo procuraron los activistas del vitalismo revolucionario.
Mientras el Gobierno ronda sobre el antiguo peñasco de la razón de Estado –y esto debe cambiarlo: se entiende lo que quiero decir–, la oposición no está atada a ningún raciocinio, a ningún punto fijo. Actúa como si fuera un “medio de comunicación”, reticular y difusa. Manos libres, traslúcida, movilera, canchera, talante novelero, levedad del ser, bajando de su anaquel decisionista fraseologías de izquierda o de derecha, estatistas o liberales, tanto da, conjeturando una nueva aerolínea del aire o dándole aire a cualquier línea conjeturada.
La noción de locura como acto de degradación de la institución pública, que precisamente se debe exponer a través de la voz gubernativa, es una imputación límite, la pieza final de un ánimo exonerativo. Ha conseguido en una medida importante neutralizar la capacidad estatal de generar creencias colectivas. Ha puesto sitio a la diferencia política que encarnaba el Gobierno. Parece haberlo logrado con una difusa división de trabajo que comienza por quienes en barrios lejanos formulan mediciones de riesgo –digamos, un puñado de ejecutivos de Standard & Poor’s– y los que en suburbios conocidos arrojan de a puñados la idea de que estamos en el punto de riesgo estándar. Hay locura. Así como Néstor Perlongher decía “hay cadáveres”, algo se nos devuelve diciéndose “hay perturbados, hay delirantes”. El ex presidente Duhalde quedó a cargo de esa ulterior formulación.
Es la que habilita que todo sea posible en materia de conflagración o antítesis. El sentimiento de que todo es posible es en verdad un rasgo del totalitarismo. Y esto lo garantiza el arpón que proviene de los sitiadores y sus exorbitantes acopios, ese volumen de lenguaje que no cesa para declarar la mácula, el escarnio, la tara. No hace mucho, un diario opositor publicó un “diagnóstico psiquiátrico” sobre Kirchner. La expresión bipolar –bien calificada por Jorge Pinedo en PáginaI12 como “hazaña gramatical de última generación, capaz de hacer mutar una categoría (nunca al azar) psicológica en diatriba de cabotaje”– aparece como pseudociencia del chiste entre amigos, como golpe en el diccionario y como diccionario golpista. No es posible combatirlo afirmando sólo una razón de Estado que ahora será vista como locura, sino recreando el lenguaje público de la razón crítica, la de los movimientos populares argentinos del siglo XX, aun con su herencia a ser reescrita.
* el autor es sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.

** no comparto la idea sobre los k, los veo partícipes de este proceso de los revolu raros, y me extiendo en este texto ocho,

* LA SEGUNDA ERA DEL POPULISMO LATINOAMERICANO
Por Constanza Moreira
Chávez tuvo ocasión de festejar, luego de conocido el resultado electoral en Paraguay, la victoria de Lugo. Lo sumó al conjunto de países que ahora tenían gobiernos progresistas en América Latina, y declaró que el "eje del mal" se ampliaba. El propio Lugo fue identificado con Evo y con Chávez por sus contendientes durante la campaña electoral. La idea era trasmitirle al conservadurismo paraguayo los riesgos que devendrían de una victoria de Lugo y que ya eran visibles en otras partes del continente. Y eso, a pesar del natural tono moderado del discurso de Lugo, y de su coalición electoral con un partido del que pueden decirse mucha cosas, menos que sea de izquierda.
Así que tanto desde fuera del país, como desde dentro, Lugo ha pasado a formar parte del llamado "giro a la izquierda" de América Latina. Varias cosas tiene en común el caso paraguayo con el de los otros países, aunque su especificidad es enorme, para empezar por ser el último país en procesar el tan mentado "recambio político" que fue la nota de América Latina de estos años.
En primer lugar, Lugo es un candidato situado a la izquierda del espectro político, aunque él mismo tiene problemas con esta definición, hasta por el hecho de pertenecer a la Iglesia. Esto lo pone en sintonía con varios de los gobiernos progresistas de América Latina, caracterizados por presidentes que están más a la izquierda que los partidos o coaliciones que los apoyan. Así, Kirchner primero y Cristina después, están a la izquierda del peronismo que los sustenta, Bachelet está a la izquierda de algunos de los partidos que componen la Concertación, y Lula está a la izquierda del promedio del conjunto de partidos que constituye su base parlamentaria. En el caso de Chávez, Lugo y Correa, éstos fueron antes líderes que partidos: fueron líderes que aglutinaron una oposición al statu quo, y que en torno a sí mismos juntaron movimientos y partidos.
En segundo lugar, Lugo representa una alternativa al status quo político dominante en la escena política de su país. Lo más importante del proceso electoral reciente, fue que ganó la oposición, después de más de sesenta años de gobierno del Partido Colorado. Esto lo asemeja enormemente al caso uruguayo, pero lo diferencia del caso chileno o argentino, donde los partidos hoy en el gobierno ostentan una larga trayectoria como partidos propios del "status quo" político del país. Al menos en el caso de la democracia cristiana en Chile y del peronismo en Argentina. Y quizás en esto radica la gran novedad de la elección paraguaya del pasado domingo y la elección uruguaya de noviembre de 2004. Es que en ambos casos, lo que triunfó fueron alternativas de oposición a un status quo político instalado y reproducido durante casi un siglo.
En tercer lugar, la elección paraguaya del domingo resalta un proceso que se está verificando en la América Latina post "desilusión" de los noventa. Recordemos que los noventa fueron los años de oro del liberalismo económico en la región. La primera media década, muy exitosa desde el punto de vista del crecimiento, la estabilidad monetaria y la recepción de inversión externa, fue de la mano con el triunfo de opciones políticas en sintonía ideológica con este movimiento: el caso más evidente fue el de Menem en Argentina, pero también representaron a este movimiento Collor en Brasil y Lacalle en Uruguay. Las crisis financieras que comenzaron a ser recurrentes en la región y que revelaron la fragilidad y vulnerabilidad del crecimiento económico, parecen haber dado lugar a este "giro a la izquierda" ­en la versión más ambiciosa­ o a este triunfo de los partidos de oposición ­en la versión más neutra. La Comisión Económica para América Latina llamó al período comprendido entre 1998 y 2002 la "media década perdida". Sabemos lo que pasó en Uruguay en esos años. Los gobiernos del giro a la izquierda tienen su punto de inflexión en ese período; Lula en el 2002 y Kirchner en el 2003 lo inauguraron.
¿Está vinculado el crecimiento de la izquierda a momentos de crisis económica y el triunfo de opciones conservadoras a momentos de auge económico? Esta proposición, corriente en la ciencia política, afirma que cuando las cosas van bien y existe movilidad social, la gente tiende a volverse más conservadora y las opciones de cambio a ser más débiles y concitar menos entusiasmo. Esta proposición no se verifica sin embargo con el crecimiento de las izquierdas en la posguerra, en la "era de oro" del populismo latinoamericano. Esta fue la era de Vargas, de Perón, de Velasco Alvarado, y en Uruguay, de Luis Batlle. El populismo, en aquel momento, designaba un tipo de política que se hacía "para el pueblo", pues sin el beneplácito de las grandes masas, los políticos ya no podían gobernar. El populismo designó un momento muy especial de la política latinoamericana: la irrupción de "las masas" a la política. Fue el momento en el que la política dejó de estar circunscripta a una elite, y los movimientos y las organizaciones sociales pasaron a escena: en especial, el sindicalismo. En muchos países, este momento coincidió con un acelerado proceso de urbanización y con el desarrollo industrial (y por consiguiente, del proletariado urbano). El populismo fue una política para "las masas" porque estas habían entrado a escena y no se podía hacer política sin ellas. Por supuesto que para la izquierda, y especialmente para los pequeños partidos de izquierda, como el comunista o el socialista, el populismo designaba un momento negativo de la política. Era el momento en que las masas se dejaban manipular por los grandes líderes y no ostentaban el comportamiento "de clase" al que estos partidos aspiraban (y para lo cual el sindicalismo era una verdadera escuela). Populismo era el momento en que las masas, desprovistas de conciencia de clase, se comportaban apenas como eso; como masas, detrás de un gran líder. Así, estas izquierdas, en general, fueron muy desconfiadas del populismo. Tanto como las derechas.
¿Estamos en un nuevo momento del "populismo latinoamericano", como tantos se empeñan en decir? En algún sentido, sí. Estamos en un nuevo momento de la "inclusión de las masas" en la política. Esto es válido tanto para países como Bolivia y Ecuador, con componentes indígenas desplazados durante siglos que ahora se incorporan decisivamente a la política, como para Paraguay, con la entrada en escena de los movimientos campesinos. Es también la hora de los presidentes "populares", y no sólo por lo muy carismáticos que puedan ser, sino por la condición "de clase" que representan. Esto vale al menos para Evo Morales, Chávez, Lula o Lugo. Resta saber si esta nueva era del populismo, en la mejor de sus versiones (en la versión de "ampliación" de la política) tendrá la potencia que tuvieron otros populismos para diseñar una política económica al servicio de esta "inclusión de las masas". Este es el desafío más importante que tienen estos nuevos gobiernos. Y más importante aún cuando los modelos de acumulación heredados de la década del noventa muestran que se puede crecer, sin mejorar sustancialmente la situación de los más pobres, o peor aún, profundizando la brecha entre los más ricos y los más pobres. Sin atacar este proceso de raíz, la política populista de América Latina se reducirá a una representación más simbólica que real y a convivir con altas expectativas y bajas posibilidades de satisfacerlas.
la autora es politóloga.

No hay comentarios: