viernes, 8 de agosto de 2008

527 - Papeles y cenizas - El Progreso canta el himno entre bolas de fraile - Martín Caparrós

* una apostilla no menor de un
escritor casi mayor, y no sólo por
su bigotón y su ser meditativo,
reflexivo y polemos, pero ¿usted no
se aburrió durante su mañana televisiva
olímpica?, red
Hacía años que don Tucho no abría tan temprano.–Pero por la Argentina, vos sabés, acá hacemos cualquier cosa…La Argentina, esta mañana, son once muchachos de pantalones cortos musitando el himno con cara de yo no fui en la pantalla del televisor grandote y viejo; once que se creen –los creemos– mejores que ninguno; once que, dicen, valen 450 millones –pero hay más de uno que vale sólo tres o cuatro, así que habrá que aplicar retenciones.–A estos pibes los bancamos a muerte, se ve que tienen ganas.Dice don Tucho, susurrando oíd mortales de pie, la pelada brillante, la legaña impetuosa, el pulóver azul tejido en casa. En los buenos tiempos –que parecen tan viejos–, el café bar El Progreso, primor de Villa Crespo, trabajaba desde las siete de la mañana, cuando los primeros laburantes pasaban a desayunar, hasta tarde a la noche, cuando se iban los últimos borrachos. Pero, dice don Tucho, en los ochenta, cuando cerraron los talleres, empezó a caer la clientela, y a fines de los noventa quedaban tan pocos que decidieron poner un parripollo, y durante un par de años les dio buena plata, hasta que se arruinó también. Y que ahora zafan con el delivery de empanadas y pizza pero que eso, claro, empieza al mediodía: que estos días va a abrir solamente para los amigos, la familia.–Callate, viejo, que ya empiezan.Le grita su hijo Ricky, saco oscuro, barba prolija de tres días, la corbata floja. En la pantalla, los argentinos juegan como si no tuvieran que hacer ningún esfuerzo. Gago, Riquelme, Agüero, Messi toquetean bonito y tratan de entrar por donde no se puede: por el medio.–Apagá, dale, que los negros ni nos hacen partido. Dice el Facha Balordi, pelo lacio canoso, cadenón plateado sobre chomba negra, un vaso de cerveza que no toma. El Facha ya pasó los cuarenta, siempre tan atildado, y nadie sabe de qué vive. Grace –o Greis– lo mira como para que él la mire, y él ni bola. El juego viene lento, pesado, muy pensado: Argentina se mueve como si el partido fuera eterno. Quizá sea una virtud, pero las virtudes suelen ser desesperantes. Los marfiles empiezan a entender que en el mundo globalizado ya no hay nada imposible, y se sueltan, atacan. El 14 es un firulete indescifrable.–Che, otra que Messi. El verdadero Messi es ese Gervinho.Dice el Facha, y Ricky le dice que lo que pasa es que al pendejo le falta sangre, se nota que es gallina.–¿Cómo gallina, si salió de Ñuls?–¿Y qué te dije yo? Gallina.Cada tanto, el interfecto desaparece un rato; después, cuando vuelve, quiere hacer tres o cuatro jugadas en una, como para recuperar el tiempo perdido. Un poco más atrás, Riquelme insiste con su parsimonia preincaica, majestuosa: Riquelme es un viejo curaca, el tesoro de una edad perdida. Agüero, en cambio, es una gran promesa: no sólo le prometió matrimonio a la hija del Prócer sino que en cada jugada promete algo que nunca realiza. Estacionado entre los dos marcadores centrales, en un lugar donde no hay lugar para moverse, trata de zigzaguear muy play hasta que se la sacan o se la da a un contrario. Lavezzi rota, busca, pero tampoco acaba nada. Y siempre por adentro; va media hora de partido y ni un ataque por afuera: todos al embudo. La ofensiva argentina no funciona o, mejor: se va en amagues distinguidos. Y para colmo se vienen los morenos: Monzón, a punto de volverse alemán, ha abierto una autopista por su punta.–¡Qué negocio que hicimos con éste! Dice don Tucho, y su hijo le pregunta vos y cuántos más.–No jodas, Rirrí, vos me entendés lo que te digo: nosotros los bosteros. Lo vendimos por un paquete de guita y me parece que al final va a salir rana. Hace frío. Don Tucho dice que claro, como todavía no prendimos el horno. Pero lo que no se calienta es la pantalla, la tele sobre el mostrador del café bar vuelto delivery: El Progreso. Nadie hace caso al cartel de prohibido fumar. El partido se estanca.–No te calentés, Ricky, es la selección.–¿Cómo que es la selección, Facha? ¿Que me querés decir?–Lo que te digo, boludo: que es la selección. Yo soy del rojo.Termina de decir el Facha justo antes del salto: Riquelme recibió una pelota en media cancha y de espaldas y, entre catorce piernas negras, inventó un camino para ponérsela a Messi en la entrada del área: el Sportivo Messi la paró, desparramó al arquero y la mandó a guardar. El arte, a veces, fructifica. Pero los gritos son menguados: se ve que es muy temprano –en la mañana y en el campeonato.–Esto es lo que me gusta del fútbol: cuando estábamos jugando peor los vacunamos. ¡Qué lindo que ahí no haya justicia!Dice Greis, voz cascada, y nadie le contesta. Greis no está acostumbrada y se enfurruña. En cualquier caso, meses de discusiones y de chismes se borran de un plumazo: Riquelme y Messi, el abrazo de foto. Después se acaba el primer tiempo. Maruja, la esposa de don Tucho, reparte bolas de fraile y cafés con leche en tazas desparejas.–¿Por qué será que los africanos parecen tan buenos pero nunca ganan? Pregunta Beto, colorado pura peca, en la mesa con Ricky y otro que parece dormido o resacoso.–Porque les faltan huevos, no son como nosotros. Le dice el Facha, la sonrisa orgullosa. Ricky lo mira de costado, el Facha insiste:–No, en serio, boludo, todos los técnicos lo dicen, en Italia, en Europa: si querés ganar comprate un argentino.Ricky considera la posibilidad de discutirle pero se aburre de antemano. El segundo tiempo empieza triste: los nuestros parecen convencidos de que ya han hecho lo necesario y los marfil se envalentonan. El mediocampo argentino para poco, a Mascherano lo dejan hacer todos los fouls y Monzón sigue siendo una beca. Por suerte hay un muchacho ignoto, un tal Pareja, que va de último hombre y barre y barre. Pero llega un centro –otro– desde el costado monzonero, un negro cabecea y Ustari no considera que sea su problema –hasta que tiene que ir a buscarla al fondo.–Éstos son como todos nosotros: siempre parece que van a hacer grandes cosas y después se desinflan. Dice Greis, sonrisa muy pintada, y el Facha pasa del desdén al medio odio. Don Tucho también amaga con decirle algo pero su señora lo mira, y se lo calla. Argentina sigue jugando con una idea excluyente: tocar y tocar para atrás y los costados, trotandito, hasta que llegue el momento de la revelación, que debería sucederle a Riquelme –pero a menudo no sucede. Marfil no se descuida, amontona ñatos atrás, y el partido se hace casi irritante.–Vamos, che, no puede ser que no le pongan un poco más de sangre.Ya van veinte minutos cuando Batista decide simular que dirige un equipo y mete a Di Maria –por Lavezzi– para que abra la cancha: en dos o tres jugadas, el rosarino demuestra que es dueño de un gran desborde y un centro sin destino. De pronto, tras cinco toques prístinos, Agüero la mete pero estaba offside: la gran promesa. Cuando se olvidan de las ideas y tocan sin pensar, acelerando, cuando se dejan guiar por el instinto, los argentinos son fantásticos: sucede poco.Los africanos empiezan a cansarse. Argentina desea: Mascherano patrulla, Gago la toca más y permite que Riquelme juegue más adelante. Hasta que, a los cuarenta, mientras la televisión repite un foul africano cerca de su área, el locutor grita un gol invisible: todos nos miramos despistados. La incredulidad nos dura poco: gritamos, saltamos, no hay abrazos. Después vemos que fue, una vez más, una maniobra entre Riquelme y Messi: un tiro libre rápido, una pared, un rebote y un Acosta, que acababa de entrar, la mandó adentro. La avivada criolla ya tiene rango olímpico.–Viste que les íbamos a ganar. Yo te dije que con Messi y Riquelme no nos para nadie. Dice el Facha y Ricky le dice sí, claro, somos una masa, y se ajusta la corbata, que va a llegar tarde al trabajo.

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