Durante los últimos quince años de mi experiencia vital, dos cosas nunca han dejado de estar ante mis ojos: una cámara fotográfica y los rostros de hombres y mujeres que viven en medio del conflicto armado que sacude a Colombia hace ya más de cuatro décadas. Ese recorrido me ha permitido estar, como testigo de excepción, en cientos de lugares y momentos en los que la guerra deja su huella. Poblados humeantes y abandonados; comunidades enteras condenadas a dejar atrás sus casas, sus sembrados y sus animales; campesinos mutilados por las minas antipersonales; familias que preguntan por sus parientes secuestrados y desaparecidos; otras que lloran a sus muertos acompañados por la multitud, o lo hacen rodeadas sólo por el monte y la selva; cientos de niños que no entienden lo que ocurre y que marchan aferrados a cerdos, perros y gallinas, defendiendo el último recuerdo de las parcelas y los hogares que abandonan, muchas veces para siempre.
Líderes comunitarios o indígenas, sindicalistas y maestros reseñados por las autoridades como «subversivos y terroristas», exhibidos con grilletes y afán de resultados ante la prensa y puestos en libertad por la justicia meses más tarde, pero condenados al señalamiento, a la muerte o al exilio.
Líderes comunitarios o indígenas, sindicalistas y maestros reseñados por las autoridades como «subversivos y terroristas», exhibidos con grilletes y afán de resultados ante la prensa y puestos en libertad por la justicia meses más tarde, pero condenados al señalamiento, a la muerte o al exilio.
Ese contacto con tantas personas golpeadas por las acciones militares de la guerra interna, esa cercanía con una desgracia que se ahoga en la indiferencia y la lejanía de las ciudades despertó en mí, muy temprano, la inquietud y la necesidad de registrar cada episodio de aquel dolor, para sumarlo a un documento más panorámico e integral sobre la historia reciente del conflicto armado colombiano. No dejaba de pensar que esas imágenes, hechas en medio de la tensión y la urgencia con que un fotoperiodista llega a cada escenario de guerra, podrían, al pasar el tiempo, verse con más calma y respeto, así como con el interés de incorporarlas a una historia con mayor reflexión y desde la memoria de las víctimas. Ese documento, decía yo, sería una manera de luchar contra la desmemoria que cubría a los muertos, los desplazados, las viudas, los huérfanos y aquellos territorios arrebatados por la guerra y sus instigadores, y debía ser desde el periodismo, mi trabajo contra el olvido.
Esas imágenes que he tomado durante años, y que no se me borran de la mente, se han convertido en un reconocimiento a quienes sufren, tantas veces impotentes y silenciados, los desmanes de este largo conflicto. Pero también está mi mirada a quienes portan armas y usan uniformes de combate. Muchachos, en su mayoría de origen campesino y otros tantos reclutados en los barrios pobres de las ciudades, haciendo la guerra, sufriendo la guerra y matándose día tras día con otros iguales que ellos. Jóvenes que mueren sin conocer el trasfondo de la confrontación y donde sólo sobreviven la armas, empuñadas luego por otros que los remplazan en las filas.
Tal vez ningún evento sea tan revelador de la condición humana como la guerra. Aunque su destrucción es la antiestética por excelencia, aquellos hombres y mujeres que le sobreviven, sus pertenencias, sus historias colectivas e individuales, son la personificación de la solidaridad y el amor, de la dignidad y la resistencia contra la testarudez y la impiedad de los verdugos y los corruptos. Ellos, los sobrevivientes, los que resisten y lo que les queda, son la estética y la vida en medio del dolor. Ellos y sus expresiones son los que he captado con mis ojos, con mi corazón y alma y los que en cada charla y exposición pretendo convertir en una historia, donde la reflexión por la dignidad y la justicia sea motivo para que muchas más personas digan nunca más a cualquier tipo de guerra o violencia.Con el paso de los años, estas imágenes de los silenciados se han convertido en un grito contra el olvido y la barbarie, contra el silencio y la impunidad de todos los actores armados y políticos, y deben sacudir la conciencia para que no haya más víctimas. La dignidad y la resistencia de los olvidados reclaman la solidaridad y el compromiso con la verdad. Cada guerra, en cualquier lugar del mundo, es una derrota para todos, no importa si los que sufren están en África o en el Medio Oriente. Yo trabajo en Colombia, donde aprendí con mis padres y maestros que la democracia y el ejercicio del periodismo son un compromiso ético con la vida.
Comunidad de Paz de San José de Apartadó (Antioquia), febrero del 2005 y febrero del 2007En dos veredas asesinaron a ocho personas. Entre las víctimas estaba Luis Eduardo Guerra, líder y fundador de esta comunidad creada en 1997 (ver última entrevista con Luis Eduardo Guerra en revista Número, edición 44). Junto a Luis Eduardo quedaron los cuerpos de su compañera Beyanira Areiza y su hijo Deiner Guerra, de once años. El cráneo de Deiner estaba a pocos metros de su padre, junto al río Mulatos. A los otros cinco campesinos los hallaron a media hora de camino, en la vereda La Resbalosa, en una fosa común, en la cacaotera de la finca de Alfonso Bolívar y su esposa Sandra Muñoz, a quienes mataron con sus hijos Santiago de veinte meses y Natalia de seis años. También se hallaba el cuerpo de Alejandro Pérez, quien trabajaba con Alfonso en la recolección de cacao. Las pocas familias que habitaban en estas ricas montañas, en límites de Antioquia y Córdoba, se desplazaron en un nuevo y repetido éxodo que siempre ha buscado desalojar a los antiguos propietarios de esta tierra.
Los miembros de la Comunidad de Paz culparon al ejército nacional y a grupos paramilitares de esta acción de barbarie. Las fuerzas armadas negaron reiteradamente su presencia en el sector, pero sus movimientos fueron evidentes entre los campesinos que denunciaron los hechos. En febrero de 2007 y tras dos años de la masacre, la Unidad de Derechos Humanos de la Fiscalía llamó a indagatoria a 69 militares de la Compañía Alacrán de la Brigada XVII, con sede en Urabá, para rendir declaraciones en relación con este hecho.
Esta Comunidad de Paz surgió como propuesta de vida ante el acoso guerrillero en sus veredas y la arremetida paramilitar en la región bananera de Urabá, que ha buscado acabar con esta población, acusándola de simpatizante y colaboradora de la guerrilla, para anexar su territorio al proyecto contrainsurgente que ha prosperado en la zona.La persistencia y valentía en su proyecto pacífico, distante de todo actor armado, les ha costado la vida a cerca de 160 personas en una década. Sus denuncias señalan que una veintena de asesinatos fueron cometidos por la guerrilla de las Farc y los restantes (140) a manos de paramilitares, en algunos casos en complicidad con miembros de organismos de seguridad del Estado; así ha quedado planteado en sus comunicados permanentes a las autoridades colombianas y a organismos de derechos humanos nacionales y extranjeros.
Entre mayo y julio de 2007, mataron a dos nuevos integrantes de la comunidad: Francisco Puerta, baleado el 14 de mayo frente a la terminal de transportes de Apartadó, y Dairo Torres, bajado de un bus el 13 de julio por hombres armados en la vía que lleva a San José, muy cerca del casco urbano. Estas últimas acciones han sido precedidas de amenazas constantes de personas civiles y armadas contra los pobladores de la comunidad, tanto en la carretera como en Apartadó, que dicen pertenecer al grupo paramilitar Águilas Negras.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos, de la Organización de los Estados Americanos (OEA), ha pedido a las autoridades colombianas que tomen medidas adecuadas para garantizar la seguridad de los habitantes de la Comunidad de Paz, pero éstas no parecen interesadas en hacerlo.
Vereda El Barro, Alto de Mulatos en San José de Apartadó
Vereda El Barro, Alto de Mulatos en San José de Apartadó
Duaira tiene escasos nueve años, vive a ocho horas a lomo de mula del pueblo más cercano y su casa de tablones de madera, en la serranía de Abibe, está rodeada de bosques y ubicada entre las montañas que separan a Antioquia y Córdoba. A pesar de su corta edad, ya ha vivido cuatro desplazamientos. Hoy, 27 de febrero de 2005, se prepara para el quinto destierro.
Duaira todavía no ha ido a la escuela, pues la más cercana fue cerrada desde hace varios años por el conflicto armado. Duaira distingue los tonos verdes de los árboles y ha visto el vuelo de pájaros y mariposas multicolores. Todavía se emociona con la agilidad de las iguanas y los micos. Y conoce detalladamente las gallinas, patos y cerdos que ha criado con sus hermanas y su madre, y les tiene nombre hasta a las vacas. La madre de Duaira es familiar de Luis Eduardo Guerra y desde el día de la ejecución del líder y de su familia, están retenidos en su propia casa por el ejército, pues los acusan de ser colaboradores de la guerrilla.
La decisión sobre el nuevo éxodo está tomada. La madre de Duaira no duda cuando escucha el relato de los dos niños que asesinaron y mutilaron y arrojaron con sus padres en una fosa cerca de La Resbalosa. La mujer contiene las lágrimas y su voz se quiebra cuando ordena a las niñas recoger la ropa para la nueva marcha. Duaira se acerca a su madre y le pregunta que si puede llevarse la niña y su madre dice que no pueden cargarla, pues es muy largo el camino que les espera. Cuando pregunto qué otra niña hay en esta casa, que no la veo, Duaira corre hasta un pequeño cuarto frente a la cocina y abre la puerta: allí está «la niña». Es una marrana pequeña con manchas, que Duaira carga con ternura como su muñeca.
Duaira parece un motor entre el barro y las lomas, no descansa y al contrario ayuda a otras personas. Incluso, por momentos, le lleva a una madre su bebé de pocos meses de nacida. El cansancio borra la noción del tiempo. Una de las mujeres que va en la fila me cuenta: «Soy nacida en esta zona. Hasta hace una década vivíamos unas doscientas familias en todo el cañón del Mulatos, con tiendas comunitarias, escuela, centro de salud, pero de eso ya no hay sino ruinas. Tanta incursión armada y las muertes de campesinos nos han ido sacando de nuestras tierras. Hace un año había cerca de noventa familias, pero después de una incursión del ejército y paramilitares sólo quedaron como dieciséis. Ahora, quién sabe cuántas van a quedar». Me siento en una acera de la población, sin alientos ni coraje de seguir viendo más. Los miembros de la Comunidad de Paz se concentran alrededor del salón comunal, donde están velando los cuerpos de Alfonso Bolívar Tuberquia y Sandra Muñoz, con sus hijos Santiago y Natalia, y también está el cadáver de Alejandro Pérez. La Comunidad de Paz y su consejo decidieron a esperar que estuvieran todos los cuerpos para hacer un sepelio colectivo.
Duaira es inagotable, como la esperanza de este pueblo. La miro sonreír mientras corre para no ser atrapada. Quiero hacerle otra foto, pero mis ojos se niegan. Prefiero observarla como a una mariposa en pleno vuelo. Quiero verla feliz otro día y otro año en su vereda. Quiero verla cargando a su «niña» y pidiéndole que por favor me enseñe los tonos verdes de los árboles y que corramos buscando lagartijas, pero muy especialmente, que me muestre uno de los secretos que conoce: el lugar donde nace y muere el arco iris de la serranía de Abibe.
1 comentario:
que mas hombre...como vas, una pregunta, lo que pasa es que yo trabajo en un proyecto de promocion cultural de Colombia y estamos desarrollando una Revista Virtual de fotografía de Colombia y nos encantaría tener a Jesus Abad Colorado y sus fotos debido a su interes por el Conflicto Armado, sera que tu nos puedes colaborar contactandonos con él..
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