“Una izquierda que no se enfrente resueltamente a las necedades y a las brutalidades del espíritu de nuestro tiempo; una izquierda dispuesta a salvar cualquier obstáculo, con tal de probar su seriedad y su capacidad de gobierno ante las ‘elites’ dominantes, no tardará en agotar todo su crédito. Para hacer un frente común ante el pensamiento único dominante, la izquierda precisa de una crítica radical del capitalismo: un ejercicio al que se ha desacostumbrado por completo”
El presidente de la Juventudes socialdemócratas alemanas, Björn Böhning, ha exigido una buena dosis de crítica del capitalismo en el debate sobre el programa de la SPD. De crítica del capitalismo no va precisamente sobrada la izquierda. Tronar con Franz Münterfering y Helmut Schmidt contra ”plagas de langostas“ y “capitalismos depredadores“ no lleva más lejos que el inveterado e inerme llamamiento a una mayor transparencia y a un poco más de regulación de los mercados.
Una izquierda que no se enfrente resueltamente a las necedades y a las brutalidades del espíritu de nuestro tiempo; una izquierda dispuesta a salvar cualquier obstáculo, con tal de probar su seriedad y su capacidad de gobierno ante las “elites” dominantes, no tardará en agotar todo su crédito. Para hacer un frente común ante el pensamiento único dominante, la izquierda precisa de una crítica radical del capitalismo: un ejercicio al que se ha desacostumbrado por completo. Sólo puede criticar la Agenda 2010 [el programa de desmontaje del estado social alemán iniciado por el excanciller socialdemócrata Schröder durante los años de su coalición con los Verdes; N.T.] quien se oponga frontalmente a la interpretación de la realidad política y económica que subyace a ese programa. Contra la Agenda 2010 habla, no sólo su uso de una teoría económica falsa, sino también su visión torcida, de todo punto falsaria, de la actual economía mundial capitalista.
Falta a la izquierda alemana –y ahí lleva desgraciadamente razón Benjamin Mikfelfd en su aportación al debate en curso sobre la izquierda en Freitag— una buena dosis de economía política (y de su crítica). La necesita tanto más, cuanto que la doctrina dominante está en Alemania anclada de modo harto más dogmático e incorregible a una teoría económica neoclásica más sombría y a una política económica de la oferta más rígida que en otros países. De aquí que hasta un keynesianismo moderado como el de Albert Müller parezca una provocación digna de intervención policial.
En Alemania, llevar a cabo un debate sobre políticas económicas, financieras y sociales alternativas, significa guerra: guerra contra la demagogia y las furias del interés privado. Quien no se deje amedrentar por las habituales censuras intelectuales, tampoco se dejará impresionar por banalidades como éstas: ¡No se pueden resolver los problemas de hoy con los métodos del pasado! Vaya, vaya. En primer lugar, nadie lo ha sostenido. En segundo lugar, de esa expedita tesis no se sigue que las pretendidas ”nuevas“ ideas de los pretendidos ”modernizadores“ en la socialdemocracia (y en la izquierda, en general) sean correctas. Quien crea en serio que de las transformaciones acontecidas en la economía capitalistas mundial desde los años noventa se infieren con férrea lógica la Agenda 2010 y la cura de caballo del estado social alemán, sólo puede apoyarse en una economía exportadora alemana en plena ofensiva de dumping salarial, lo que no resuelve ninguno de los problemas alemanes estructurales. Entretanto, hasta los temidos europeos del Este evitan ya el mercado laboral alemán, porque los salarios les resultan demasiado bajos.
Quien hoy defienda el Estado social alemán, se hará automáticamente sospechoso, y quedará marcado con el estigma de apoyar una política social estructuralmente conservadora: un argumento mortífero, muy al gusto de un espíritu de época que resuena por doquier y que responde al siguiente estereotipo: quien ataca la locura privatizadora y sus desastrosas consecuencias, lo que quiere es restaura el monopolio estatal. Habría que criticar sin piedad este tipo de trucos demagógicos, no ceder a ellos, ni menos repetirlos maquinalmente. El Estado social alemán, lo mismo que el sector público, andaba urgido de reformas desde mucho antes de la llamada “globalización”, incluso en ausencia del “problema demográfico”. Si la izquierda se hubiera tomado en serio la crítica del Estado social que lleva realizando desde hace más de 30 años, dispondría ya de una agenda programática para una reforma radical del Estado social adecuada a la situación de Alemania en Europa y en la economía mundial. El Estado social federal alemán distó y dista por mucho de ser ejemplar. Hay en Europa muchos modelos claramente superiores al alemán, más justos, más abarcantes, más eficientes, todos ellos sitos en países más pequeños, mucho más débiles económicamente y no menos expuestos a la presión competitiva internacional que la República Federal alemana. En vez de acercarse a ellos, el actual Estado social ha entrado en una deriva que le acerca cada vez más al paradigma estadounidense, ahora más injusto, más ineficiente y más discriminatorio que nunca. Ni la demografía ni la concurrencia en el mercado mundial, sino las “reformas” de Schröder y Merkel son responsables de eso. Un Estado social moderno, europeo, es otra cosa. Tiene, por ejemplo –una revolución en Alemania— fuertes elementos universalistas, tiene garantías y coberturas sociales que valen para todos en la misma medida y que son cofinanciadas por todos. Cualquiera que sea el nombre que se le dé –cobertura ciudadana, seguridad social, cobertura nacional), la cosa es siempre la misma: algunas, y a largo plazo, la mayoría, de coberturas sociales tienen que vincularse directamente a la condición de ciudadanía y desvincularse de la biografía profesional y del valor en el mercado de trabajo de la gentes. Si no, el Estado social funciona como mera máquina de reproducción ampliada de las desigualdades sociales existentes, como ocurre en nuestro país, paradigma clásico de un Estado social extremadamente centrado en el el trabajo asalariado. Un Estado social europeo moderno no se reduce sólo transferencias monetarias, sino que implica también, al menos, la prestación de servicios sociales y la generación de bienes públicos; el no abandonarse, en ninguna de las cuestiones vitales, a la idiocia colectiva del mercado, y el llevar a cabo una política de empleo reguladora del mercado de trabajo, en vez de someterse a sus supuestos dictados.
Un Estado social europeo moderno proporciona derechos a sus ciudadanos y les deja a ellos la elección: desde los (condicionados y limitados) “derecho al trabajo“ y „derecho a la educación“ hasta el (condicionado y limitado) “derecho al desempleo voluntario“. ¿No lo creen? Pues hace mucho que tenemos eso en muchos países europeos, en distintas combinaciones. La izquierda alemana precisa sólo del valor de tomarse en serio el „modelo social europeo“ y decidirse por el estándar europeo. Por lo demás, eso se compadecería bien con las expectativas del gryeso de la población, que a diferencia de sus elites quiere orientarse, no en dirección a EEUU, sino a las democracias escandinavas.
La renta básica, si entendida como pseudosolución pseudoradical, aquí y ahora, de todos los problemas del capitalismo realmente existente es, a lo sumo, un ghetto para la pobreza respetable y el final de todo carácter social del Estado. Los neoliberales que la celebran saben muy bien por qué (a diferencia de las izquierdas que se dejan obnubilar por sus sencillas recetas hipotéticamente universales). Es la contracara de la fiscalidad simple, un impuesto y una prestación social para todos, el cenador del jardín neoliberal. Bonita para gentes que quieren disponer de una fuente monetaria segura (un tío rico, o el papa estado) y gozar de tranquilidad; más bonita aún para los partidarios de la utopía del capitalismo puro.
Si la izquierda no se dejara arrastrar una y otra vez a los dilemas que le presentan los presudoargumentos económicos, tendría ya una agenda programática para una política económica razonable y reformista radical. ¿Qué hay de cierto en la interminable cháchara sobre los ”costes salariales demasiado altos“, sobre el „mercado de trabajo inflexible“, sobre los ”impuestos demasiado altos“, sobre el ”Estado social incosteable“? ¿Qué de cierto en la incansablemente reiterada afirmación de que la política y aun el Estado nacional son impotentes e incapaces de actuar? ¿En qué se funda el curioso dogma de que la política de empleo y robustecimiento del poder adquisitivo de las masas no podrían “aportar nada”? ¿De dónde viene la insólita idea de que la política económica y financiera de la izquierda se reduce a redistribuir y nada más? En el embrollo mental en que se mece el discurso de la izquierda desde hace demasiados años se muestra una vez más la hegemonía del neoliberalismo, que es mucho más que un coco espantachiquillos.
Aun si el Estado, y no digamos un Estado del calibre de la República Federal alemana, no es en modo alguno impotente: en materia de demanda interna, de poder adquisitivo de la gran mayoría de la población, tiene visiblemente más influencia que sobre la evolución de los mercados mundiales, de los que depende “nuestra” economía exportadora. Si yo me pongo en la óptica de quienes, en Alemania y en el resto del mundo, quieren vender ostentosos automóviles de lujo (en mercados, pues, encarnizadamente disputados y saturados con crecientes sobrecapacidades productivas), nada aporta, en efecto, transferir en Alemania dinero a los pobres u ofrecer mejores bienes y servicios públicos. Con doscientos euros más al año –siempre que se conserven cuerdos y a salvo de las generosas ofertas de financiación de los bancos— no podrán comprar más Mercedes o Audis que antes. Pero desde el punto de vista del muy integrado mercado interior europeo (vivimos en la megaregión económica más robustamente integrada del mundo), algo aporta, incluso más empleo.
Quien tiene poder, no necesita aprender. Puede incluso permitirse no tener la menor idea y hablar por boca de ganso de dios y del mundo: ved si no a George Bush y a otros talentos de la época. La izquierda, no puede permitírselo.
Michael Krätke, miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, estudió economía y ciencia política en Berlín y en París. Actualmente es profesor de ciencia política y de economía en varias universidades alemanas y en el extranjero, desde 1981 principalmente en Amsterdam. Coeditor de la revista alemana SPW (Revista de política socialista y economía) y de la nueva edición crítica de las Obras Completas de Marx y Engels (Marx-Engels Gesamtausgabe, nueva MEGA). Investigador asociado al Instituto Internacional de Historia Social en Amsterdam. Autor de numerosos libros sobre economía política internacional. Traducción de Amaranta Süs
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