El liberalismo como respuesta restauradora ante la expansión de los derechos del trabajo. No ha sido una salida al siglo XX. Las sociedades occidentales se encuentran metidas de lleno aún en una clásica “revolución pasiva”, que sin embargo “no ha logrado una normalización del paisaje político”
Vivimos una grave crisis democrática. No se trata de una condición excepcional ni anómala. Se puede sostener, con una aparente paradoja, que el estado de crisis es la condición normal de la democracia, la cual es, tengámoslo muy en cuenta, un proceso. Lo que llamamos democracia es el proceso de conquista de la capacidad de autogobierno por parte de los cuerpos sociales. Es la dinámica expansiva de la ciudadanía que, con palabras claras y sencillas, Gramsci denomina “transformación molecular de los grupos dirigidos en grupo dirigente” A esta crucial dinámica se le suman inevitablemente contradicciones y conflictos. Es decir, crisis: provocadas por la permanente tensión entre inclusión y exclusión (entre tendencias “expansivas” de la clase dominante y tendencias “represivas”), y destinadas a influir sobre la estructura de los sujetos (sobre los confines del demos), sobre la forma de los poderes, sobre la lógica y la finalidad de su ejercicio-
Así definida, democracia es sinónimo de modernidad. La potencial coincidencia entre ciudadanía y cuerpo social (población) es en efecto, la esencia del “proyecto de la modernidad”. Esto implica que la totalidad de la historia de la modernidad se entiende a la luz de una peculiar dialéctica entre variantes y constantes: las crisis cambian a lo largo del tiempo (son diversos los conflictos que han ido marcando el proceso, al igual que diversos son los sujetos que en ellos se ponen a prueba) sobre el fondo de la crisis (el proceso de conquista de la autonomía por parte de los cuerpos sociales) que constituye aquí el contexto invariable.
Pero, precisamente: estas crisis son distintas la una de la otra. Su carácter –progresista o regresivo – depende de la composición de las fuerzas predominantes. La grave crisis democrática con la que hoy día nos vemos obligados a ajustar cuentas está determinada por una poderosa tendencia a la (re)apropiación privada de todo aquello que tiene valor: bienes materiales e inmateriales, recursos económicos, energéticos, y ambientales, poderes e instituciones; redes recomunicación; saberes, lenguajes y formas del imaginario. Este proceso de (re)privatización de recursos e instrumentos que en un periodo reciente del desarrollo histórico habían sido trabajosamente conquistados por lo público (por el demos) impone a la actual crisis un carácter decididamente regresivo (…).
Una nueva oligarquía
La expansión neoliberal del mercado –característica de la actual crisis democrática- se lleva a cabo mediante el predominio de sujetos privados que (re)conquistan funciones que en el pasado habían dependido de la esfera pública. Empresas multinacionales, organizaciones multilaterales (Organización Mundial del Comercio, Fondo Monetario Internacional, Banca Mundial) e instituciones privadas (fondos de inversión, y grandes concentraciones bancarias) disponen de recursos y poderes comparables a los de muchos Estados nacionales. De aquí surge un conflicto sobre la soberanía en el que, cada vez con más frecuencia, acaban sucumbiendo estos últimos. No ya –dejémoslo claro- en el sentido de su, aunque solo sea, tendencial desaparición, tal como había sido “previsto”, de forma aventurada, por parte de tan afortunadas como improbables teorías “imperiales” y por sus variantes subordinadas. Sino en el sentido de su frecuente renuncia al propio estatuto de entes públicos por excelencia, para convertirse ellos mismos, con toda su fuerza normativa, coercitiva y militar, en portavoces y garantes de los intereses privados(…)No se trata por lo tanto sólo de economía, sino también de sistemas políticos. En la medida en que se rediseña las relaciones de fuerza en las sociedades concediendo un poder exorbitante al capital y a la empresa, el neoliberalismo no incide solamente (deslocalizando, precarizando, financiarizando) sobre la producción y sobre las condiciones materiales del trabajo. Redefine también los poderes políticos en su conjunto, y los objetivos que éstos persiguen. Para utilizar las palabras de Gramsci, es un “retorno a la pura economicidad” , como consecuencia de la cual la política queda inmediatamente “conectada a la economía”
El “trentenio republicano”
Por lo demás el mismo Gramsci es uno de los más lúcidos críticos de la presentación ideológica del liberalismo como desaparición de la política, como renuncia al Estado (“mínimo”), a interferir en los acontecimientos de la economía. No se recordará nunca suficientemente la página de los Quaderni del carcere //1// en la que Gramsci subraya hasta qué punto es el liberalismo “una “reglamentación” de carácter estatal”, que es “introducida y mantenida por vía legislativa y coercitiva” y constituye “un programa político, destinado a cambiar, en cuanto triunfa, el personal dirigente de un Estado y el programa económico del mismo Estado, esto es, a modificar la distribución de la renta nacional” (…)
Con toda probabilidad, para explicar el triunfo de lo privado con el que estamos obligados a hacer la cuentas es necesario volver a pensar por completo la segunda mitad del siglo que hemos dejado a nuestras espaldas. Y para ello es preciso refutar la tesis hobsbawmiana que tanta fortuna tuvo. El siglo XX no es en absoluto un “siglo breve”. Al igual que la Guerra de los Treinta Años que marca al rojo vivo la primera mitad del siglo XX, hunde sus raíces en posconflictos interimperialistas que estallaron durante los años ochenta del siglo diecinueve; del mismo modo, en lo que concierne al presunto final del siglo XX , es discutible la tesis según la cual ésta se habría consumado con la caída del Muro de Berlín y con la desaparición de la Unión Soviética. Al contrario, el siglo XX aún dura.
La escena mundial no es el resultado tan solo de las consecuencias políticas, sociales y económicas de los acontecimientos de 1989- 1991. Los procesos sobre los cuales estamos reflexionando derivan con toda probabilidad también de los acontecimientos que se desarrollaron durante la segunda mitad del siglo transcurrido. Tras finalizar la Segunda Guerra mundial, y hasta la mitad de los años setenta, las sociedades occidentales conocieron treinta años de dinámica progresiva gracias a la vigorosa iniciativa del movimiento obrero, a la competición entre capitalismo y “socialismo real” (es decir a la necesidad de poner dique el impacto hegemónico ejercido por un modelo que de todas formas estaba en condiciones de poder garantizar el pleno empleo y la exigencia de derechos sociales) y al avanzado marco jurídico-institucional diseñado por las Constituciones postbélicas
En el periodo que va de 1945 a 1975 –que podríamos definir como trentenio republicano- las sociedades occidentales cambiaron de cara. Se abrieron, se integraron, se transformaron, no solamente en el terreno de las libertades civiles, sino también en el plano de la participación democrática y en el reconocimiento concreto de los derechos del trabajo. No sorprende que esta dinámica progresiva suscitara una furiosa reacción, que se desplegó, a partir de finales de los años Setenta, con las características de una devastadora “revolución pasiva”. Que aún dura. Aún hoy nos encontramos envueltos en la onda larga de la respuesta que sobrevino tras el proceso expansivo que se desarrolló inmediatamente después de la segunda conflagración mundial. De esta periodización temporal, y de todo cuanto la misma implica, es preciso adquirir plena consciencia si se está verdaderamente interesado en descifrar los procesos que están transcurriendo (…)
Vivimos una grave crisis democrática. No se trata de una condición excepcional ni anómala. Se puede sostener, con una aparente paradoja, que el estado de crisis es la condición normal de la democracia, la cual es, tengámoslo muy en cuenta, un proceso. Lo que llamamos democracia es el proceso de conquista de la capacidad de autogobierno por parte de los cuerpos sociales. Es la dinámica expansiva de la ciudadanía que, con palabras claras y sencillas, Gramsci denomina “transformación molecular de los grupos dirigidos en grupo dirigente” A esta crucial dinámica se le suman inevitablemente contradicciones y conflictos. Es decir, crisis: provocadas por la permanente tensión entre inclusión y exclusión (entre tendencias “expansivas” de la clase dominante y tendencias “represivas”), y destinadas a influir sobre la estructura de los sujetos (sobre los confines del demos), sobre la forma de los poderes, sobre la lógica y la finalidad de su ejercicio-
Así definida, democracia es sinónimo de modernidad. La potencial coincidencia entre ciudadanía y cuerpo social (población) es en efecto, la esencia del “proyecto de la modernidad”. Esto implica que la totalidad de la historia de la modernidad se entiende a la luz de una peculiar dialéctica entre variantes y constantes: las crisis cambian a lo largo del tiempo (son diversos los conflictos que han ido marcando el proceso, al igual que diversos son los sujetos que en ellos se ponen a prueba) sobre el fondo de la crisis (el proceso de conquista de la autonomía por parte de los cuerpos sociales) que constituye aquí el contexto invariable.
Pero, precisamente: estas crisis son distintas la una de la otra. Su carácter –progresista o regresivo – depende de la composición de las fuerzas predominantes. La grave crisis democrática con la que hoy día nos vemos obligados a ajustar cuentas está determinada por una poderosa tendencia a la (re)apropiación privada de todo aquello que tiene valor: bienes materiales e inmateriales, recursos económicos, energéticos, y ambientales, poderes e instituciones; redes recomunicación; saberes, lenguajes y formas del imaginario. Este proceso de (re)privatización de recursos e instrumentos que en un periodo reciente del desarrollo histórico habían sido trabajosamente conquistados por lo público (por el demos) impone a la actual crisis un carácter decididamente regresivo (…).
Una nueva oligarquía
La expansión neoliberal del mercado –característica de la actual crisis democrática- se lleva a cabo mediante el predominio de sujetos privados que (re)conquistan funciones que en el pasado habían dependido de la esfera pública. Empresas multinacionales, organizaciones multilaterales (Organización Mundial del Comercio, Fondo Monetario Internacional, Banca Mundial) e instituciones privadas (fondos de inversión, y grandes concentraciones bancarias) disponen de recursos y poderes comparables a los de muchos Estados nacionales. De aquí surge un conflicto sobre la soberanía en el que, cada vez con más frecuencia, acaban sucumbiendo estos últimos. No ya –dejémoslo claro- en el sentido de su, aunque solo sea, tendencial desaparición, tal como había sido “previsto”, de forma aventurada, por parte de tan afortunadas como improbables teorías “imperiales” y por sus variantes subordinadas. Sino en el sentido de su frecuente renuncia al propio estatuto de entes públicos por excelencia, para convertirse ellos mismos, con toda su fuerza normativa, coercitiva y militar, en portavoces y garantes de los intereses privados(…)No se trata por lo tanto sólo de economía, sino también de sistemas políticos. En la medida en que se rediseña las relaciones de fuerza en las sociedades concediendo un poder exorbitante al capital y a la empresa, el neoliberalismo no incide solamente (deslocalizando, precarizando, financiarizando) sobre la producción y sobre las condiciones materiales del trabajo. Redefine también los poderes políticos en su conjunto, y los objetivos que éstos persiguen. Para utilizar las palabras de Gramsci, es un “retorno a la pura economicidad” , como consecuencia de la cual la política queda inmediatamente “conectada a la economía”
El “trentenio republicano”
Por lo demás el mismo Gramsci es uno de los más lúcidos críticos de la presentación ideológica del liberalismo como desaparición de la política, como renuncia al Estado (“mínimo”), a interferir en los acontecimientos de la economía. No se recordará nunca suficientemente la página de los Quaderni del carcere //1// en la que Gramsci subraya hasta qué punto es el liberalismo “una “reglamentación” de carácter estatal”, que es “introducida y mantenida por vía legislativa y coercitiva” y constituye “un programa político, destinado a cambiar, en cuanto triunfa, el personal dirigente de un Estado y el programa económico del mismo Estado, esto es, a modificar la distribución de la renta nacional” (…)
Con toda probabilidad, para explicar el triunfo de lo privado con el que estamos obligados a hacer la cuentas es necesario volver a pensar por completo la segunda mitad del siglo que hemos dejado a nuestras espaldas. Y para ello es preciso refutar la tesis hobsbawmiana que tanta fortuna tuvo. El siglo XX no es en absoluto un “siglo breve”. Al igual que la Guerra de los Treinta Años que marca al rojo vivo la primera mitad del siglo XX, hunde sus raíces en posconflictos interimperialistas que estallaron durante los años ochenta del siglo diecinueve; del mismo modo, en lo que concierne al presunto final del siglo XX , es discutible la tesis según la cual ésta se habría consumado con la caída del Muro de Berlín y con la desaparición de la Unión Soviética. Al contrario, el siglo XX aún dura.
La escena mundial no es el resultado tan solo de las consecuencias políticas, sociales y económicas de los acontecimientos de 1989- 1991. Los procesos sobre los cuales estamos reflexionando derivan con toda probabilidad también de los acontecimientos que se desarrollaron durante la segunda mitad del siglo transcurrido. Tras finalizar la Segunda Guerra mundial, y hasta la mitad de los años setenta, las sociedades occidentales conocieron treinta años de dinámica progresiva gracias a la vigorosa iniciativa del movimiento obrero, a la competición entre capitalismo y “socialismo real” (es decir a la necesidad de poner dique el impacto hegemónico ejercido por un modelo que de todas formas estaba en condiciones de poder garantizar el pleno empleo y la exigencia de derechos sociales) y al avanzado marco jurídico-institucional diseñado por las Constituciones postbélicas
En el periodo que va de 1945 a 1975 –que podríamos definir como trentenio republicano- las sociedades occidentales cambiaron de cara. Se abrieron, se integraron, se transformaron, no solamente en el terreno de las libertades civiles, sino también en el plano de la participación democrática y en el reconocimiento concreto de los derechos del trabajo. No sorprende que esta dinámica progresiva suscitara una furiosa reacción, que se desplegó, a partir de finales de los años Setenta, con las características de una devastadora “revolución pasiva”. Que aún dura. Aún hoy nos encontramos envueltos en la onda larga de la respuesta que sobrevino tras el proceso expansivo que se desarrolló inmediatamente después de la segunda conflagración mundial. De esta periodización temporal, y de todo cuanto la misma implica, es preciso adquirir plena consciencia si se está verdaderamente interesado en descifrar los procesos que están transcurriendo (…)
La “revolución pasiva”
El concepto de “revolución pasiva” (que Gramsci declara haber extraído de la obra de Cuoco sobre el “trágico experimento” de la Revolución napolitana de 1799) //2// constituye un esquema de interpretación que los Quaderni utilizan en relación con fenómenos que son diversos entre sí: la modernización europea acontecida durante el siglo XlX (interpretada por Gramsci como efecto “pasivo” de la Revolución francesa); y las políticas de estabilización adoptadas durante el siglo XX (durante el periodo histórico inaugurado por la Revolución de Octubre) con la intención de salir al paso de la “crisis orgánica” del capitalismo. (…). Traer a colación este esquema interpretativo en relación con los últimos treinta años significa, en consecuencia, formular la hipótesis de que la restauración capitalista promovida por la “revolución conservadora” reaganiano- thatcheriana ha tenido en el plano macro histórico, una función análoga a la desempeñada por otras “revoluciones – restauraciones”, en particular por la “revolución pasiva” del siglo XX, puesta en pie por los regímenes fascistas (surgidos como antídoto contra el riesgo de contagio revolucionario que durante los Años Veinte amenazó a una gran parte de los países europeos) y por el New Deal roosseveltiano (concebido como respuesta frente al shock de la Gran Depresión). (…)
El concepto de “revolución pasiva” (que Gramsci declara haber extraído de la obra de Cuoco sobre el “trágico experimento” de la Revolución napolitana de 1799) //2// constituye un esquema de interpretación que los Quaderni utilizan en relación con fenómenos que son diversos entre sí: la modernización europea acontecida durante el siglo XlX (interpretada por Gramsci como efecto “pasivo” de la Revolución francesa); y las políticas de estabilización adoptadas durante el siglo XX (durante el periodo histórico inaugurado por la Revolución de Octubre) con la intención de salir al paso de la “crisis orgánica” del capitalismo. (…). Traer a colación este esquema interpretativo en relación con los últimos treinta años significa, en consecuencia, formular la hipótesis de que la restauración capitalista promovida por la “revolución conservadora” reaganiano- thatcheriana ha tenido en el plano macro histórico, una función análoga a la desempeñada por otras “revoluciones – restauraciones”, en particular por la “revolución pasiva” del siglo XX, puesta en pie por los regímenes fascistas (surgidos como antídoto contra el riesgo de contagio revolucionario que durante los Años Veinte amenazó a una gran parte de los países europeos) y por el New Deal roosseveltiano (concebido como respuesta frente al shock de la Gran Depresión). (…)
En la medida en que reproduce, mutatis mutandis, este escenario, la actual crisis parece presentar un cuadro carente de vías de salida (…). En realidad, si nos detuviésemos en este punto, elaboraríamos una representación unilateral del proceso. Engañosa por ser incapaz de percibir las latentes potencialidades antisistémicas. Ni siquiera durante las más agudas etapas de crisis, en las cuales las fuerzas dominantes desatan su máxima potencialidad represiva, el proceso logra zafarse de sus propias contradicciones. La dinámica evolutiva de la modernidad sigue siendo inevitablemente dialéctica. Al igual que resulta irreductiblemente dialéctico el individualismo, que es al mismo tiempo particularismo (cada individuo es, en primer término, para sí, él mismo) y universalismo (cada uno es, sin embargo, en sí, uno de tantos, igual que cualquier otro). La “desasimilación” y la tendencia a la recuperación de las dinámicas de casta constituyen tan sólo un aspecto del proceso reproductivo. Junto al cual convive siempre el otro momento, vinculado a la vocación expansiva de la modernidad: a su destino dinámico, inscrito en la necesidad imparable que el capital tiene de ensanchar la esfera de la reproducción. Y que lo obliga a activar, en el corazón mismo de la explotación, un movimiento objetivamente inclusivo. (…)
Crisis y potencialidad de lo moderno
A pesar de todas las apariencias, el diagnóstico de una normalización sustancial del paisaje político global realmente no resulta convincente. Al contrario, parece bien fundamentada la impresión de que está arraigando en el mundo un sentimiento de rechazo en relación con la política inicua y destructiva practicada por los grupos dominantes de los países más industrializados. Difundiendo aversión a consecuencia de la guerra, de la devastación ambiental, de la apropiación privada de los recursos naturales. Alimentando una renovada consciencia sobre el estatuto irreductiblemente público – global (“común”) de los resultados del trabajo global, de la investigación científica, de la interacción comunicativa. Promoviendo movimientos y experiencias de lucha contra la precarización del trabajo (recordemos la batalla ganada contra el “contrato de primer empleo” la primavera pasada en Francia) y por la globalización de los derechos y la gestión pública de los lenguajes, de los saberes, de los “bienes comunes”. Y asumiendo progresivamente las características de una poderosa instancia de legitimación, que cada vez está más cerca de rebasar el límite que separa los sectores más conscientes de la masa despolitizada para conformar a partir de ella misma un nuevo sentido común. .
Y creo posible afirmar lo mismo a propósito de la cálida participación con la que se sigue, en todas las regiones del planeta, las experiencias de autonomía que se desarrollan en los países (en particular en América Latina) que más recientemente se han sacudido de encima el yugo colonial, y las luchas populares de resistencia y de independencia. Pensemos en la derrota sufrida por los Estados Unidos en el teatro bélico iraquí –casi un nuevo Vietnam- y en la dramática situación en que se encuentra el pueblo palestino. También en el caso de esta participación masiva y de sus premisas “ético- políticas”, no nos encontramos ante hechos acabados, sino ante procesos en curso. Que sin embargo aluden a las constituciones de nuevas subjetividades críticas, a la lenta cimentación de un conjunto cada vez más vasto y articulado de fuerzas sociales , políticas y estatales anticapitalistas. (…)
La crisis es lugar de ambivalencias. De inestabilidades, de conflictos y de más o menos poderosas dinámicas progresivas. La dialéctica de la crisis moderna (la tensión entre vectores expansivos y respuestas regresivas) es el gran tema de los Quaderni del carcere . Incluso cuando se interroga sobre el advenimiento del fascismo, Gramsci reflexiona desde este supuesto. Por esta razón –prisionero en la cárcel, mientras parte de Europa yacía sometida a la tiranía – declara que aquella victoria es “transitoria”, al igual que la derrota sufrida por el movimiento revolucionario en su tentativa de generalizar Octubre. Esta es su lección fundamental, gracias a la cual aún hoy –a los setenta años de su muerte- encontramos en la lectura de los Quaderni la clave teórica de nuestra época y de su crisis.
NOTAS DEL TRADUCTOR: //1 Antonio Gramsci, Quaderni del carcere, Ed. Einaudi, Turín 1975 y 2001. 5 vols. Edición a cargo de Valentino Gerratana. Hay traducción española de Ed. Era de México en 6 vols. //2 El político y ensayista Vincenzo Cuoco (1780 -1823) participó en la revolución jacobina de Nápoles, de 1798, que instauró la República Partenopea. Esta república no consiguió sostenerse y fue derrotada con la intervención de la escuadra inglesa del almirante Nelson. A consecuencia de esa derrota, Cuoco fue encarcelado, y luego debió exiliarse forzosamente en el extranjero. En esta contrarrevolución se produjo además otro acontecimiento histórico de importancia, sobre el cual reflexionaría Cuoco. Las fuerzas reaccionarias, los realistas y la Iglesia lograron que amplias capas populares se sumaran a la reacción y que intervinieran activamente en el derrocamiento del joven régimen. Cuoco escribió una obra titulada Ensayo histórico sobre la revolución napolitana, en el que acuña el término “revolución pasiva”, del que parte Gramsci para elaborar su nuevo concepto cuya capacidad explicativa es incomparable con la del viejo revolucionario.
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