La belleza del mal fue lo que creyó haber descubierto Baudelaire en plena revolución industrial, y junto con él muchos otros románticos, así como sus sucesores. Su opuesto, el bien, quedó, como casi siempre, relegado a las disquisiciones de teólogos, filósofos y teóricos revolucionarios. En rigor, desde que existe eso que se llama literatura, en el mero reino de este mundo ningún escritor que fuera en verdad artista se atrevió a constatar el bien sin previamente haberle dado una buena revisada (como hiciera el Dante, o como aconseja el Corán) al mal.
Lo cierto es que, después de Baudelaire, en occidente casi nadie se ha atrevido a escribir con seriedad sobre la felicidad o sobre el bien. Tal vez con una única salvedad, eso quedó para los teleteatros de la tarde y las revistas del corazón, la de un escritor opacado por su propia y trágica biografía: Oscar Wilde.Es posible que hasta el día de hoy se haya dado demasiada importancia a cierta frase de Wilde, que separaba tajantemente su vida, en la que según su confesión habría gastado su genio, y su obra, a la que sólo creyó dedicar su talento. Pero es probable que la verdadera escisión entre su vida y obra resida en el hecho de que, si la primera tuvo un final grandilocuente y trágico, poco hay más disfrutable y encantador que su obra.
En la Inglaterra victoriana, Wilde fue el prototipo del dandy y, engatusando a todos con su ingenio y devoción por bibelotes y decorados, se convirtió en la alegría de casi todos los salones hasta que la sociedad de su época lo juzgó, considerándolo pecador e inmoral, y fue condenado a dos años de trabajos forzados en la cárcel de Reading. Salió de ahí pobre, mal vestido y afeado, un mártir acabado que no se tomó la molestia de recuperarse para que quedara en claro que la sociedad victoriana era la culpable de haberlo destruido a la perfección, hasta el mísmo día de su muerte, en el año 1900.
Si en su vida la idea del pecado y de la culpa lo llevó a confesar que, dado que había sido el más feliz de los hombres, después de ser condenado era justo que se convirtiera en el más infeliz, poco y nada de esta culposidad -sin embargo- hay en su obra. Cuando comparece el mal en ella es difuso y abstracto. Mientras su contemporáneo Stevenson creaba una atmósfera cargada, culpable y gótica para la doble vida de El doctor Jeckyll y Mister Hyde, Wilde en El retrato de Dorian Gray hace de todo un mundo apacible y gozoso, probablemente porque su obra, en todo momento, aspiraba al bien. Brillante como era, en sus obras teatrales (La importancia de llamarse Ernesto, El abanico de Lady Windmere) transformó el mal en malicia. Y en sus parábolas, o en novelas como El crimen de Lord Arturo Saville, lo volvió todo una búsqueda de la felicidad y -aunque cruento- del bien. Un bien que conocía grandes sacrificios que, en última instancia, resultaban gozosos. Un bien que podía producir dolor, un bien siempre en tensión. Porque si bien Wilde era por sobre todo un altruista, eso no lo volvía inocente.
Quien haya leído esa fábula magistral, El príncipe feliz, en la que una estatua y una golondrina van a pedazos desprendiéndose de sus vidas para generar la dicha del prójimo, no puede tener duda de ello. Y en un mundo tan competitivo y darwiniano como el que vivimos hoy, la lectura de Wilde y de su Príncipe Feliz es un buen antídoto contra ese lugar común que afirma que, para triunfar o sobrevivir, sólo es posible ser el más apto, el más recio, o el más ruin.
* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 2
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