miércoles, 20 de mayo de 2009

644 35-09 - Escenarios - Reflexiones 2 - recop. RB, SV, YS, JDdlR

HABLANDO DE ...
* Por Vrginia Martínez - Z AÑOS antes de morir, Paul Ricoeur (1913-2005) esbozó las grandes líneas de un trabajo de meditación sobre la muerte. De la obra, inacabada, se conservan borradores, que finalmente el autor abandonó y guardó en una carpeta titulada "Hasta la muerte. Del duelo y de la alegría".
Cuando cumplió 90 años dijo a los amigos que lo acompañaron en la celebración: "Hay una simple dicha de estar aún con vida, y más que nada, el amor por la vida, compartida con aquellos a quienes amo, tanto tiempo como ella me sea dada. ¿No es la vida un don inaugural?". Dos años después, su cuerpo se degradaba: perdió la vista y la marcha aunque conservó intacta la capacidad intelectual. Llamó a ese período "depresión lúcida".
En junio de 2004 inició la escritura de los "fragmentos", textos cortos sobre el mismo asunto. Abatido porque ya no era un ser "activo" sino un "sufriente", dominado por el cansancio, anunció pocos días antes de morir: "He entrado en el tiempo único". El libro Vivo hasta la muerte, seguido de Fragmentos reúne esos escritos últimos.
"¿Qué clase de seres son los muertos?", se pregunta Ricoeur. "Aun en nuestras sociedades secularizadas no sabemos qué hacer con los muertos, es decir, con los cadáveres. No los arrojamos a la basura como desechos domésticos, cosa que, sin embargo, son físicamente". Es que la sepultura, junto con el lenguaje, las herramientas y las normas morales se cuentan entre los rasgos de la Humanidad.
Aunque el hombre ignore cuándo y cómo morirá, sabe que es un hecho inevitable. Para Ricoeur la anticipación de la agonía constituye el centro del miedo a la finitud: la muerte como agonía anticipada. El filósofo distingue el proceso de agonía, de la imagen que el moribundo arroja en la mirada del otro. De acuerdo a la experiencia de médicos que se ocupan de enfermos terminales, el enfermo en trance de muerte -mientras está lúcido- no se percibe como inminente muerto sino como ser vivo. Lo que ocupa su pensamiento no es el temor a lo que vendrá tras la muerte, sino que moviliza su energía para seguir afirmándose en la vida. Una médica de cuidados paliativos le decía a Ricoeur que lo que distingue al agonizante del moribundo es lo que ella llamaba el surgimiento de lo Esencial, y que el filósofo asocia con lo religioso.
Ricoeur habla de experiencia religiosa, desligada de la idea de la religión confesional, histórica o concreta. Encuentra esa vivencia en la muerte del sociólogo Maurice Halbwachs, relatada por Jorge Semprún en La escritura o la vida. Halbwachs agoniza en el campo de concentración de Buchenwald ante la mirada de Semprún. Como éste ignora las plegarias religiosas, con un nudo en la garganta, le recita unos versos de Baudelaire. Entonces, la mirada del compañero adquiere un matiz de vida: "un débil temblor se dibuja en los labios de Maurice Halbwachs. Sonríe, muriente, su mirada posada sobre mí, fraternal". A eso Ricoeur llama lo Esencial.
La muerte colectiva, en masa, de los campos de concentración plantea otros interrogantes porque, como afirma el filósofo, en situaciones extremas "los muertos ya muertos y los moribundos que van a estar muertos se tornan indistintos".
De aquella situación nace un nuevo sobreviviente que no es el deudo del muerto o quienes lo vieron morir. Es aquel que estuvo allí. Es un aparecido, portador de lo indecible. En este punto, Ricoeur introduce el relato de Primo Levi. Para él la muerte fue más real que la vida. Dice Levi en La tregua: "Un sueño dentro de otro sueño, sin duda. El sueño de la muerte, única realidad de una vida que, en sí misma, no es más que un sueño". Fuera del campo de concentración nada era verdadero, todo era sueño e ilusión de los sentidos.
Por último, como si la filosofía y el pensamiento racional no alcanzaran para explicar lo inexplicable, Ricoeur apela a la poesía, a los versos de César Vallejo: "¡No mueras, te amo tanto! / Pero el cadáver, ¡ay! siguió muriendo". Tiempo antes de morir, el filósofo confesó a un amigo: "hay dos cosas difíciles de aceptar en la vida, de aceptar verdaderamente; la primera, que somos mortales; la segunda, que no podemos ser queridos por todo el mundo".

** (Por Sergio Federovisky) Quienes incorporan una mirada ecológica al análisis de los sistemas sociales cuestionan a los economistas clásicos por considerar al ciclo productivo como un sistema cerrado y desdeñar el impacto de los desechos que libera todo proceso.
Quienes analizan el funcionamiento de una ciudad desde la ecología afirman que los administradores municipales han abordado la basura apenas como un servicio público a brindar (como el reemplazo de las lamparitas callejeras), subestimando el impacto ambiental de ese subproducto insoslayable del metabolismo urbano.
Es probable que esas dos distorsiones expliquen la imposibilidad crónica de lidiar eficazmente con un problema que se ha revelado como un condicionante decisivo para imaginar un futuro razonable para cualquier habitante de cualquier conglomerado urbano.
Todo lo que desechamos deja de estar, en el mismo momento en que es eliminado, en nuestro horizonte de preocupaciones, lo que quizás explique desde lo subjetivo por qué los residuos pasan a ser problema de otro apenas los dejamos en la calle. Sin embargo, hay ciertos datos que nos obligan a reflexionar respecto de algo que amenaza con sepultarnos, social, política y hasta físicamente.
La sociedad de consumo ha perfeccionado hasta tal punto su estímulo a la renovación sistemática de artículos –en buena parte inútiles o superfluos– que en los Estados Unidos el 90 por ciento de lo producido se desecha en un lapso de seis meses. Y, lo que es peor para aquellos que creen que el problema somos sólo los consumidores, por cada recipiente de basura domiciliaria se generan 70 en el proceso de manufactura de esos productos desechados.

*** (Por Leonardo Moledo, sobre El siglo ausente - Manifiesto sobre la enseñanza de la ciencia- Eduardo Wolovelsky) Hubo una época en que la veneración por la informática prometía resolver todos los problemas educativos (y hasta sociales, si uno piensa en el imaginario general) mediante el expediente de poner una computadora en cada escuela, en cada casa, en cada escritorio, y la construcción de páginas web omnicomprensivas en el terreno de la educación (el proyecto Educ.ar, por ejemplo). Exagerando un poco, se puede decir que ahora, ese lugar de “motor universal –o nacional, si se quiere– del desarrollo y la felicidad) se le asigna a la ciencia, así, a secas, pero imaginando una ciencia con las pautas de excelencia globales, y en muchos casos integrada a los programas científicos globales que ruedan por el mundo. “Enseñemos ciencia”, sería el slogan, “convenzamos a los docentes y los alumnos de que machaquen con las páginas de física, química, geología... de los manuales y el resto (el desarrollo, la felicidad) vendrá por añadidura.
El biólogo y especialista en didáctica de la ciencia Eduardo Wolovelsky cuestiona esta postura, tachándola implícitamente de simplista –que lo es– y señalando con agudeza las falencias de los programas de este tipo, que escinden el quehacer científico del “quehacer social” en que la ciencia se desenvuelve, y –más importante si se quiere– del contexto social en que tal ciencia, o tal enseñanza de la ciencia se debería construir.
Pero –y esto es lo importante– Wolovelsky parte de un punto bien diferente al de las críticas a los programas y enseñanza científicos que solían provenir del relativismo (también simplista) o de los ataques posmodernos al “cientificismo”, que sólo ocultaban posturas reaccionarias y anticientíficas. Muy por el contrario, diseña su análisis desde dentro mismo de las disciplinas científicas y su valorable imaginario, tomando la empresa científica como lo que es –una de las más grandes conquistas humanas– y señalando de qué manera esas conquistas no deben quedarse en tales (esto es, meras conquistas), sino en el asentamiento y establecimiento cultural entre las poblaciones que acceden a ella porque es su derecho.

**** Las influencias de Onetti según Vargas Llosa
El escritor peruano Mario Vargas Llosa negó el "prejuicio" literario según el cual las influencias de otros autores "merman la capacidad creativa" de los literatos. Durante su discurso de investidura como doctor Honoris Causa por la Universidad de Alicante, uno más en su exitosa carrera, se refirió particularmente a las influencias que ejercieron Borges y Faulkner sobre el uruguayo Juan Carlos Onetti y también hizo mención a otros lugares comunes del oficio de escribir. En su exposición, que precedió el acto por la apertura del ciclo lectivo 2008-2009 de la casa de estudios de Alicante, Vargas Llosa señaló que los escritores "no son una isla" porque "todas las obras literarias nacen en un contexto" al que no pueden permanecer ajenos."Todos los escritores, sin excepción, encuentran su personalidad literaria gracias a un intercambio constante, y todos, sin excepción, reciben influencias que los estimulan y los enriquecen", indicó durante su discurso que fue reseñado por la agencia EFE. Para ejemplificar su teoría, Vargas Llosa se refirió a la influencia que ejercieron sobre el escritor uruguayo Juan Carlos Onetti, William Faulkner y Jorge Luis Borges. El primero de forma consciente y el otro, inconsciente.Según el ponente, Faulkner fue el "escritor con mayor influencia entre los cuentistas de su generación" y, sin él, "no habría habido novela moderna en América Latina". Mientras, Onetti "siempre tuvo presente la influencia de Faulkner en su obra", especialmente en cuanto a la "estrategia narrativa", ya que le gustaba "usar el tiempo como un espacio", ha afirmado.Sin embargo, a pesar de tener un "estilo muy faulkneriano", Onetti nunca desarrolló una "tendencia imitativa", creando su propia personalidad literaria, señaló el novelista peruano. El estilo de Onetti también se vio influenciado por la obra de Borges, un autor por el que el uruguayo sentía una "antipatía personal que era mutua" y no admiraba sus creaciones literarias, apuntó el también ex candidato a presidente de Perú.A pesar de la "distancia que existe entre ambos escritores", tanto en temática como en estilos, Onetti, de forma inconsciente, tomó de Borges "la ficción incorporada a la vida de una forma mágica", permitiendo que los personajes viajaran "de un mundo real a uno imaginario", añadió Vargas Llosa.

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