Responder a esta pregunta es muy difícil no sólo porque no somos profetas, sino además porque la existencia de esa entidad llamada América Latina es muy borrosa. No es claro que sea un conglomerado unido que camine por un sendero previsible. Esto puede sorprender si pensamos en que los países de ese territorio que conocemos como América Latina se hablan lenguas que se originaron en la península ibérica y que tienen como punto de partida común la colonización española y portuguesa del siglo XVI.
Cualquiera que viaje por ese territorio encontrará un inconfundible aire de familia común en las diversas regiones. Por supuesto, no creo que América Latina sea una entidad tan misteriosa y fantasmal como ese espacio exótico que inventaron los orientalistas del siglo XIX. Pero quienes vivimos allí podemos percibir pinceladas de exotismo en ese espacio que ha sido unificado imaginariamente por añejas ideologías bolivarianas, imaginerías sobre el Macondo profundo, teorías de la dependencia, economistas de la CEPAL, revolucionarios guevaristas, departamentos universitarios anglosajones y agencias internacionales.
No me referiré a las dimensiones económicas de una posible identidad latinoamericana. Pero sí quiero señalar las inmensas dificultades de coordinar o poner en un mismo saco el Mercosur, la integración andina y el TLC entre México, Canadá y Estados Unidos. Yo quiero aproximarme al futuro de América Latina como antropólogo interesado en la cultura política. Por ello suelo enfatizar las grietas profundas que separan a los diversos países, e incluso las regiones dentro de cada Estado. Aquí entramos a un terreno pantanoso, pues el abanico de tendencias políticas es enormemente variado en América Latina. Y sin embargo, acaso sea útil sustituir la pregunta en torno a la que gira este encuentro por esta otra: ¿hacia dónde van las izquierdas y las derechas en América Latina?
Si clasificásemos en un espectro las muy diferentes expresiones políticas, asumo que podríamos entrever una cierta direccionalidad. Tanto en el espectro de la derecha como en el de la izquierda es posible comprobar una oscilación hacia el centro y un abandono de las posiciones extremistas. Los herederos de las derechas golpistas y militaristas están en proceso de extinción, y las fuerzas de izquierda que impulsan una revolución armada son marginales.
Este corrimiento hacia el centro se puede comprobar de manera notable, e incluso espectacular, en la campaña de Lula en el 2002, cuando por fin triunfó.
Y desde luego ha ocurrido en Chile. Estos dos países son también un ejemplo de la extinción de las derechas dictatoriales y antidemocráticas. Esto parecería indicar que las tendencias llevan a un fortalecimiento de las corrientes liberales democráticas y socialdemócratas en una competencia por ocupar posiciones de centro.
Pero las cosas no son tan sencillas. En América Latina no han desaparecido las viejas culturas políticas autoritarias que, aunque muy distintas entre sí, han sido calificadas de populistas. Posiblemente los ejemplos más duraderos y persistentes de esta vieja cultura política sean el priísmo mexicano y el peronismo argentino. Habría que mencionar el varguismo de Brasil y el aprismo peruano. No quiero aquí entrar en la complicada definición del populismo, pero si quiero señalar que se trata de un fenómeno político que ha adquirido peculiaridades latinoamericanas. A diferencia de otros populismos, como el de los granjeros del sur de los Estados Unidos, los narodniki rusos o el poujadismo francés, la versión latinoamericana suele ser una expresión estatal, un fenómeno gubernamental ligado al poder, donde aparece un líder o caudillo con una amplia base social. Juan Domingo Perón, Getulio Vargas y Lázaro Cárdenas son los casos más mencionados, pero al mismo tiempo ejemplifican una enorme disparidad de situaciones políticas que les dieron origen. Es posible que estos tres ejemplos los veamos más cerca uno de otro debido a las resonancias políticas posteriores -un tanto míticas- que por su similitud real.
Las resonancias populistas en la América Latina de hoy han generado inquietud en todo el continente (y en Europa). Sus importantes manifestaciones en Bolivia, México, Perú y Venezuela han modificado seriamente el espectro político. A mi parecer han generado una distorsión conservadora de las corrientes de izquierda las cuales, en lugar de aproximarse a posturas socialdemócratas, han sido atraídas por el viejo populismo y han recibido la influencia, directa o indirecta, de la cultura dictatorial del petrificado socialismo cubano. Aunque en algunos medios ha cundido la alarma por la posible expansión de la izquierda en América Latina, en realidad ha adoptado formas socialdemócratas en Chile y Uruguay; y en Brasil el problema principal de la izquierda no radica tanto en sufrir las tentaciones populistas sino en el de no caer en las tentaciones de la corrupción. En Perú la explosión de nacionalismo populista fue conjurada por una forma blanda y atenuada de la misma inclinación política (el aprista Alan García). El populismo peronista no parece muy virulento en Argentina y en México las actitudes agresivas y conservadoras de López Obrador lo llevaron a una derrota electoral (por un margen muy estrecho). Evo Morales en Bolivia se enfrenta a una situación muy inestable. Nos queda el duro eje Caracas-La Habana, que no parece tener un futuro muy brillante después de la inminente defunción de Fidel Castro y de una posible baja en los precios del petróleo.
Si bien las tendencias populistas son un importante motivo de preocupación, más alarmante me parecen los problemas de fondo con los que nos conectan. Me refiero a la presencia en muchos países latinoamericanos de formas culturales ligadas al populismo, pero mucho más vastas y profundas que sus expresiones estrictamente políticas. Se trata de una cultura popular nacionalista, rijosa, revolucionaria, antimoderna, de raíz supuestamente indígena, despreciativa de las libertades civiles y poco inclinada a la tolerancia. Desde luego mi ejemplo predilecto es la cultura priísta, la que mejor conozco y la que más he sufrido.
Pero la presencia más o menos importante de expresiones culturales similares se pueden reconocer en varios países. Es importante destacar que este tipo de cultura popular vive en simbiosis con una derecha poco cultivada que la estimula, y que suele estar aliada a empresariados mal refinados y amantes de ganancias rápidas y fáciles, poco inclinados a la gestión económica de largo plazo, temerosos del libre comercio, que hacen fortunas a la sombra de la política y que a veces se arropan en la corrupción. Una curiosa variedad de esta cultura de derecha se desarrolló en México, impulsada por una burguesía nacionalista y revolucionaria (aunque apegada a la institucionalidad dictatorial de un partido único).
Durante muchos años uno de los principales problemas políticos en América Latina fue la urgencia por civilizar y modernizar a las derechas. La derecha mexicana fue una de las más duras de roer, y ello explica que México haya sido el último país latinoamericano (excluyendo el Caribe) en alcanzar un proceso de transición democrática. La dictadura revolucionaria institucional, con su amplia base popular, era un sistema que le parecía a la derecha demasiado perfecto como para abandonarlo. Hicieron falta muchos años para lograr que una parte de la derecha adquiriese costumbres modernas, civiles y democráticas. Por fin, en el año 2000, las elecciones derrotaron al partido oficial e inauguraron una época democrática. Pero de inmediato se planteó un problema de legitimidad: ¿con qué sustituir la cultura nacionalista, populista y revolucionaria del antiguo régimen? ¿Cómo lograr la legitimidad de un gobierno electo democráticamente sin recurrir a las viejas mediaciones y a recursos populistas?
El sueño de muchos administradores y tecnócratas latinoamericanos ha sido alcanzar, a la manera que le hubiera gustado a Niklas Luhmann, un sistema político que pudiese funcionar y reproducirse sin derivar su legitimidad de la sociedad que lo rodea, salvo por el funcionamiento de sus propios mecanismos electorales, y cimentar su cohesión sin acudir a estructuras normativas externas. Se trataría de un sistema autolegitimado, autónomo y basado en la racionalidad y la formalidad de la administración y en su capacidad de generar las condiciones políticas del bienestar. Bajo estos supuestos, el sistema político ya no requeriría de mediaciones ni, por lo tanto, de fuentes extrasistémicas de legitimidad.
Esta utopía sistémica nos permite determinar rápidamente varios puntos estratégicos. Para comenzar, la gestión gubernamental debe operar sobre la base de una nueva cultura que sustituya al nacionalismo revolucionario del PRI. Se ha hablado de una cultura gerencial, cuya estructura simbólica debería tener la capacidad de articular la identidad del sistema político. No cabe duda de que, a escala mundial, se han acumulado muchas experiencias que alimentan la cultura gubernamental, enriquecida además por la transferencia de hábitos y prácticas procedentes del mundo empresarial. Desde luego, no quiero detenerme en detalles técnicos, sino preguntar: ¿es suficiente una cultura gerencial para dotar de legitimidad a un sistema político democrático? No lo creo, ni siquiera en el dudoso caso de que una cultura semejante trajese el bienestar económico para las amplias capas de la población más desposeída. La economía, por sí sola, no produce legitimidad.
La hegemonía de una cultura gerencial o tecnocrática presupone que el sistema político mexicano, desde las elecciones del año 2000 en que pierde el PRI, ya no requeriría -como he dicho- de fuentes externas de legitimidad: la misma eficiencia de los aparatos de gobierno debería ser una base suficiente para garantizar su continuidad. Pero como todos sabemos, y como es obvio, los aparatos gubernamentales en México (y en América Latina) están muy lejos de esa eficiencia gerencial y están demasiado contaminados por formas corruptas, paternalistas o corporativas de gestión como para funcionar alimentados únicamente por una nueva cultura gerencial y mercadotécnica. Es curioso que haya sido la oposición de izquierda quien transmitió primero la imagen de un grupo de políticos, encabezados por Vicente Fox, que habría ganado las elecciones del 2000 gracias a sus habilidades mercadotécnicas y gerenciales en el manejo de la publicidad política, con lo que habría logrado engañar a millones de electores. El nuevo gobierno habría intentado trasladar su destreza gerencial a la administración pública. Esta es una explicación simplista que no permite comprender que la derrota del PRI está inscrita en un complejo proceso de transición democrática.
Las causas profundas de la transición, que implican una gran crisis cultural, se inscriben en un ciclo largo que se inició en 1968 y que todavía no termina. Este ciclo largo contempla la crisis de las mediaciones políticas nacionalistas y el lento crecimiento de una nueva cultura política. Es precisamente en este ciclo de largo alcance en donde podemos encontrar las señales de las nuevas formas de legitimidad. En los cambios y ajustes que el propio sistema en crisis propició podemos reconocer algunas indicaciones. Por ejemplo, ante la crisis del nacionalismo el gobierno priísta optó por impulsar el Tratado de Libre Comercio y la globalización, y después, ante los problemas de credibilidad, impulsó una reforma política que instauró un mecanismo electoral autónomo y confiable. Con estas medidas el gobierno priísta aceleró su fin, aunque su objetivo fuera todo lo contrario: alargar su permanencia en el poder. La oposición de izquierda hizo una mala lectura de estas situaciones: creyó necesario volver al nacionalismo revolucionario original (cardenista e incluso zapatista) y desarrolló una actitud populista de desconfianza ante la democracia electoral.
La derrota de López Obrador en el 2006 se explica en gran parte porque continuó esta línea política. Fue incapaz de inscribir su campaña electoral en la nueva cultura política democrática. Se lanzó frontalmente contra la cultura gerencial, a la que en sus arranques de exageración calificó de corrupta y fascista, y a pesar de tener un programa tibio y contradictorio, dejó la impresión de que era un agresivo revolucionario que no permitiría que los ricos se siguiesen enriqueciendo. Fue también muy ofensivo con la clase media. La misma incoherencia de su programa hizo que pocos creyeran que se disponía a apegarse a sus lineamientos.
El ejemplo mexicano es útil para proponer una reflexión final. He señalado los límites e incluso los peligros de dos culturas contrapuestas: la cultura gerencial o tecnocrática de la derecha y la cultura populista de la izquierda. Ambas alternativas pueden erosionar la legitimidad democrática tan difícilmente adquirida, sea debido a que se crea que la política puede funcionar con el relativo automatismo de la economía de mercado o que se quiera sustituir la democracia representativa por formas caciquiles, mesiánicas o caudillistas de control político. Los antídotos en contra de estos riesgos son medicinas ya conocidas: me refiero a las tradiciones liberal y socialdemócrata. Por supuesto, no es posible pretender hoy que operen con eficiencia sin importantes renovaciones y cambios. En América Latina estos cambios deben enfocarse a la modificación y renovación de la cultura que las sustenta. Y no sólo para lograr la necesaria legitimidad de los sistemas políticos. La democracia, como sistema político, no resuelve los inmensos problemas de la miseria, de las desigualdades extremas, de la falta de productividad y del atraso. No son los programas políticos los que pueden, por sí mismos, eliminar la pobreza en América Latina. Los antropólogos hace mucho que creemos que la cultura es un poderoso motor de la economía. Los economistas están comenzando a reconocer este hecho (puedo citar a dos, que lo plantean desde perspectivas muy distintas: David Landes y Dougalss North). Por supuesto, las estructuras culturales han sido también poderosas fuerzas que frenan la prosperidad económica.
Por ello, lo que está en juego no es meramente el movimiento de piezas en el ajedrez político continental o mundial. Detrás de las propuestas tecnocráticas y populistas hay procesos culturales que pueden acelerar o frenar el bienestar de las sociedades latinoamericanas. Por eso la política debe ser un proceso civilizatorio. En América Latina necesitamos urgentemente civilizar a la clase política, alfabetizar al empresariado y democratizar a la cultura popular. De lo contrario en lugar de acumular riqueza y bienestar, seguiremos perdiendo década tras década.
(*) Conferencia en el Círculo de Economía de Barcelona (España).
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1 comentario:
Al parecer inauguro comentarios en tu espacio y no me parece poco honor.
Llegué buscando a Bartra, particularmente su obra "Fango sobre la democracia", que trata los recientes problemas de la política de mi país y me voy de aquí enriquecido con su visión sobre nuestro subcontinente.
Saludo
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