No tan liviano como parece de primera,
sentuimiento compartidos algunas veces,
algo de fiaca y dolce..., ajustable pero sincero.
rb
No sé qué pensarán los demás, pero a mí lo de levantarme todos los días a las siete de la mañana para ir a trabajar a un parque empresarial en Alcobendas por un sueldo de pena me provoca una mala leche inconmensurable, una fijación con la hora y vicio por la sociología. El orden tiene una lógica en plan leyes de la robótica de Asimov: lo tercero está supeditado a lo segundo, siempre que no entre en contradicción con lo primero. Básicamente, sólo miro a la gente con afán sociológico cuando tengo tiempo, pero siempre con mal rollo.
Si salgo de casa cuando el reloj de la cocina marca las ocho y veinte, y llego a la glorieta de Bilbao cuando el del edificio Banesto dice que son las ocho y veintidós, me fijo en lo que llevan puesto las taradas (lo siento, pero suelen ser tías) que me entorpecen el camino hasta el Metro. Si salgo a las nueve menos veinte según la pantalla del teléfono fijo, es decir, a las nueve menos dieciséis en el móvil, me limito a gruñirles mientras me abro paso.
Las contadas veces que he salido cuando en el reloj del salón eran las ocho y veinticuatro, llegué a la conclusión de que las taradas de turno no saben nada de física ni les gusta la Fórmula 1. Mi tesis se basa en que cualquiera que supiera algo de velocidad e inercia, sabría que más le vale apurar el paso si no quiere que me lo lleve puesto, y en que cualquiera que hubiese visto una carrera de Fórmula 1 sabría que se tiende a adelantar en las curvas y que si se menea cual mariboba ante mí se arriesga a que le disloque un hombro.
Cuando -según el reloj del caraculo que tengo al lado- tengo tiempo de mirar a los que me rodean, elaboro tesis sobre las rubias que viajan de Tribunal a Cuzco, el porcentaje de lectores de Dan Brown con camisas de cuadritos o la relación entre altura y visibilidad del tanga. Puede que mis observaciones estén viciadas por los rebotes que me cojo cada vez que el tren se detiene entre dos estaciones, pero cada vez estoy más de acuerdo con mi amiga Tania cuando dice: «Qué mal me cae la gente que no conozco».
Sea como sea, me reservo los resultados de mis análisis para otro día; el despertador de la mesita indica que son las dos, y me gustaría lavarme los dientes antes de que se me encastre definitivamente la mandíbula.
Si salgo de casa cuando el reloj de la cocina marca las ocho y veinte, y llego a la glorieta de Bilbao cuando el del edificio Banesto dice que son las ocho y veintidós, me fijo en lo que llevan puesto las taradas (lo siento, pero suelen ser tías) que me entorpecen el camino hasta el Metro. Si salgo a las nueve menos veinte según la pantalla del teléfono fijo, es decir, a las nueve menos dieciséis en el móvil, me limito a gruñirles mientras me abro paso.
Las contadas veces que he salido cuando en el reloj del salón eran las ocho y veinticuatro, llegué a la conclusión de que las taradas de turno no saben nada de física ni les gusta la Fórmula 1. Mi tesis se basa en que cualquiera que supiera algo de velocidad e inercia, sabría que más le vale apurar el paso si no quiere que me lo lleve puesto, y en que cualquiera que hubiese visto una carrera de Fórmula 1 sabría que se tiende a adelantar en las curvas y que si se menea cual mariboba ante mí se arriesga a que le disloque un hombro.
Cuando -según el reloj del caraculo que tengo al lado- tengo tiempo de mirar a los que me rodean, elaboro tesis sobre las rubias que viajan de Tribunal a Cuzco, el porcentaje de lectores de Dan Brown con camisas de cuadritos o la relación entre altura y visibilidad del tanga. Puede que mis observaciones estén viciadas por los rebotes que me cojo cada vez que el tren se detiene entre dos estaciones, pero cada vez estoy más de acuerdo con mi amiga Tania cuando dice: «Qué mal me cae la gente que no conozco».
Sea como sea, me reservo los resultados de mis análisis para otro día; el despertador de la mesita indica que son las dos, y me gustaría lavarme los dientes antes de que se me encastre definitivamente la mandíbula.
La Insignia. España, septiembre del 2007.
No hay comentarios:
Publicar un comentario