Durante su encuentro en Oporto, los ministros de finanzas de la UE se libraron por lo pronto al optimismo: lo peor ya había pasado, el auge en Europa no estaba amenazado por el pinchazo de los mercados financieros. Los ministros recurrieron como de costumbre a la metáfora naturalista: las crisis financieras son como "ciclones", inevitables, imparables, pero de paso rápido.
Ello es que, unos días antes, la Gran Bretaña había experimentado un tornado en toda regla.
El Northern Rock Bank, uno de los financiadores más importantes de la construcción en la isla, se vió alcanzado de pleno por la crisis hipotecaria de los EEUU. Su capacidad de pago corría peligro, los clientes entraron en pánico, las acciones del Northern Rock perdieron en una semana dos quintos de su valor; de tal suerte, que el Banco de Inglaterra tuvo que intervenir con un crédito de emergencia de un volumen hasta ahora desconocido.
Los "ciclones" se propagaban por los mercados financieros de la Unión Europea, ajenos al hecho de que los ministros de finanzas europeos reunidos en Oporto los declaran extintos.
Lo cierto es que en el encuentro hubo más que la proclamada tranquilidad de la foto final, y que ocuparon un lugar prominente en la reunión los escenarios del "peor caso posible": una crisis financiera duradera, caracterizada por el sucesivo estallido de más y más burbujas especulativas. El presidente del Banco Central holandés, Nout Wellink, no pudo contenerse y soltó en Oporto una cifra que resultó chocante para todo el mundo: el desastre crediticio que está en el aire, lejos de escampar, podría acabar costando, sólo a los bancos europeos, entre 1 y 2 billones de euros.
No tardó en ponerse sordina a las manifestaciones de Wellink, pero su mensaje parecía claro: a pesar de toda la puesta en escena optimista, los ministros de finanzas de la UE y los guardianes de su moneda han acabado por contar con una crisis que puede tener un desarrollo harto más grave de lo que podemos imaginar. De la gravedad de la situación puede dar una idea el hecho de que se propusiera enfáticamente una supervisión central de los mercados financieros a escala europea y de que se pusiera sobre la mesa la propuesta de un fondo de ayuda para los bancos afectados, a expensas de los países miembros de la UE. Una propuesta obviamente modelada conforme al ejemplo del banco central norteamericano, que no ha pestañeado, hasta ahora, en compensar, a costa de los contribuyentes, a bancos y fondos de inversión.
En Europa, Norteamérica y Asia los bancos centrales han venido inyectando sin cesar miles de millones a los mercados crediticios (y en EEUU se conserva todavía el suficiente buen sentido como para bajar simultáneamente los tipos de interés). La intensidad de las intervenciones revela la dimensión de la crisis; con ellas, obvio es decirlo, no se remueve la raíz del mal. Pues los créditos contaminados no se hallan sólo en títulos certificados y respaldados en hipotecas; créditos contaminados de todo tipo han sido bellamente empaquetados en EEUU como productos financieros estructurados con destino a las carteras de numerosos bancos y fondos de inversión europeos y asiáticos.
Las pérdidas multimillonarias que eso ha llegado a causar a los bancos y a otros acreedores tardarán meses en aparecer en la contabilidad. Debemos esperar una orgía de contabilidad creativa, muy capaz de maquillar la dimensión de las pérdidas, pero no de hacerlas desaparecer de la faz de la tierra. Ni que decir tiene que hay también ganadores en esta crisis, porque algunos fondos de inversión norteamericanos, que vieron venir el dilema de los mercados de hipotecas de alto riesgo, especularon precisamente con ese dilema, ganaron y su valor en el mercado de valores se ha casi triplicado.
Ya antes de la reunión de Oporto, Nicholas Sarkozy provocó el enojo de los grandes del Banco Central Europeo al reprocharles su forma de gestionar la crisis. Con razón. Limitarse a presionar los tipos de interés del mercado con la ampliación a corto plazo de las líneas de crédito sólo ayuda a los quebrados y a los especuladores. Lo que la economía europea y los consumidores europeos necesitan es una enérgica rebaja de los tipos, que vendría ya con mucho retraso.
Es verdad que esta crisis se puede mitigar o aun aplazar; pero sólo puede combatirse eficazmente con un giro radical de la política monetaria y financiera. El Banco Central europeo debería desprenderse del dogmatismo que heredó del Banco Central alemán y poner su empeño en una consecuente política de bajada de los tipos de interés en toda la zona euro. Los ministros de finanzas de la UE deberían dejar por una temporada el recetario neoliberal a las jaculatorias de sus relaciones públicas, y volver ellos de una vez a una política fiscal correcta. También, y no en último lugar, con subvenciones fiscales a los hogares gravemente endeudados.
Michael Krätke estudió economía y ciencia política en Berlín y en París. Actualmente es profesor de ciencia política y de economía en varias universidades alemanas y en el extranjero, desde 1981 principalmente en Amsterdam. Coeditor de la revista alemana SPW (Revista de política socialista y economía) y de la nueva edición crítica de las Obras Completas de Marx y Engels (Marx-Engels Gesamtausgabe, nueva MEGA). Investigador asociado al Instituto Internacional de Historia Social en Amsterdam. Autor de numerosos libros sobre economía política internacional.
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