Parece que finalmente los pesimistas que durante mucho tiempo han predicho que la economía de Estados Unidos estaría en problemas tendrán razón.
Por supuesto, no hay alegría al comprobar que los precios de las acciones se vienen abajo como resultado de la explosión de las hipotecas no pagadas. Pero eso era muy predecible, como lo son las posibles consecuencias tanto para los millones de estadounidenses que se enfrentarán a problemas financieros como para la economía global.
Todo se remonta a la recesión de 2001. Con el apoyo del presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, el presidente George W. Bush impulsó un recorte fiscal diseñado para beneficiar a los estadounidenses más ricos, pero no para sacar a la economía de la recesión que vino después de que se reventara la burbuja de Internet. Ante ese error, la Reserva no tenía muchas opciones si deseaba cumplir su mandato de conservar el crecimiento y el empleo: tenía que rebajar los intereses, cosa que hizo de una forma sin precedentes –hasta llegar a 1 por ciento–.
Funcionó, pero de una manera fundamentalmente distinta a como funciona normalmente la política monetaria. Generalmente, las tasas de interés bajas hacen que las empresas pidan más préstamos para invertir, y el crecimiento del endeudamiento se ve igualado con activos más productivos.
Pero dado que el exceso de inversión de los años noventa fue parte del problema que provocó la recesión, las tasas de interés reducidas no estimularon una gran inversión. La economía creció, pero principalmente debido a que las familias estadounidenses decidieron endeudarse más para refinanciar sus hipotecas y gastar parte del excedente. Y, mientras los precios de las viviendas aumentaron como resultado de las tasas de interés más bajas, los estadounidenses pudieron ignorar su endeudamiento creciente.
De hecho, ni siquiera eso estimuló lo suficiente a la economía. Para lograr que más personas pidieran préstamos, se redujeron las condiciones de los créditos, lo que promovió el crecimiento de las llamadas hipotecas basura. Además, se inventaron nuevos productos que rebajaron los montos de los enganches, lo que facilitó a las personas solicitar hipotecas mayores.
Algunas hipotecas incluso tenían amortización negativa: los pagos no alcanzaban a cubrir los intereses, de forma que cada mes la deuda crecía más. Las hipotecas fijas, a tasas de interés del 6 por ciento, fueron sustituidas por hipotecas de tasa variable, cuyos intereses estaban ligados a las letras del Tesoro de corto plazo. Las llamadas “tasas señuelo” permitían pagos aun más bajos durante los primeros años. Eran señuelos porque partían del hecho de que muchos deudores no eran sofisticados financieramente, y no entendían en realidad en lo que se estaban metiendo.
Y Alan Greenspan los alentó a que se arriesgaran promoviendo estas hipotecas de interés variable.
El 23 de febrero de 2004, señaló que “en la última década, muchos propietarios de viviendas podrían haberse ahorrado miles de dólares si hubieran contratado hipotecas de tasa variable en lugar de hipotecas de tasa fija”. Pero, ¿esperaba realmente Greenspan que las tasas de interés se mantuvieran permanentemente al 1 por ciento –una tasa de interés real negativa–? ¿No pensó qué les sucedería a los estadounidenses pobres con hipotecas de tasa variable si los intereses se elevaban, como era casi seguro que lo harían?
Por supuesto, la conducta de Greenspan significó que durante su administración la economía tuvo un mejor desempeño del que habría tenido de otra forma. Pero solo era cuestión de tiempo antes de que ese desempeño se hiciera insostenible.
Afortunadamente, la mayoría de los estadounidenses no siguieron el consejo de Greenspan de cambiar a hipotecas de tasa variable. Pero aun cuando las tasas de interés a corto plazo comenzaron a aumentar, la hora de la verdad se pospuso, ya que los nuevos deudores podían obtener hipotecas de tasa fija con intereses que no estaban aumentando. Sorprendentemente, cuando las tasas de interés a corto plazo aumentaron, las de plazo medio y largo no lo hicieron, algo que resultó enigmático. Una hipótesis es que los bancos centrales extranjeros que estaban acumulando billones de dólares finalmente se dieron cuenta de que era probable que seguirían teniendo esas reservas durante años y que podían situar al menos parte del dinero a mediano plazo en bonos del Tesoro de Estados Unidos que dieran (inicialmente) dividendos mucho mayores que los de las letras del Tesoro.
La burbuja de los precios de la vivienda finalmente se reventó y, con la caída de los precios, algunas personas se han encontrado con que sus hipotecas son superiores al valor de sus casas. Otros descubrieron que, con el aumento de los intereses, sencillamente ya no podían hacer sus pagos.
Demasiados estadounidenses no crearon un colchón en sus presupuestos y las compañías hipotecarias, concentradas en los derechos que generaban las nuevas hipotecas, no los instaron a que lo hicieran.
Así como fue predecible el colapso de la burbuja inmobiliaria, también lo son sus consecuencias: la construcción de viviendas y los precios de las existentes están disminuyendo y los inventarios están aumentando. Según algunos cálculos, más de dos terceras partes del aumento de la producción y el empleo en los últimos seis años han estado relacionadas con los bienes raíces, lo que refleja tanto las nuevas viviendas como los créditos obtenidos con viviendas como garantía para utilizarlos en excesos de consumo.
La burbuja inmobiliaria indujo a los estadounidenses a vivir con más de lo que tenían –el ahorro neto ha sido negativo desde hace un par de años–. Al apagarse este motor del crecimiento, es difícil imaginar que la economía estadounidense no sufra una desaceleración. Un regreso a la salud fiscal será bueno a largo plazo, pero reducirá la demanda agregada en el corto plazo.
Hay un viejo adagio que dice que los errores de las personas perduran mucho después de que ellas ya no están. Eso es muy cierto en el caso de Greenspan. En el de Bush, estamos empezando a sentir las consecuencias incluso antes de que se vaya.
Traducción: Kena Nequiz - Joseph Stiglitz es premio Nóbel de Economía. Su último libro es Making Globalization Work ("Cómo hacer que funcione la mundialización").
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