Ninguno de nosotros cumplimos siglo ni milenio ni nada. Quien realmente cumple mil años es el castellano, la lengua española, que ya los cumplió hace poco, con celebraciones en San Millán de la Cogolla, pero luego se han descubierto cosas posteriores, o sea anteriores, y la memoria lírica nos dice que en el año 1001, batalla de Calatañazor, "donde Almanzor perdió el tambor", ya se escucharon ayes castellanos, de modo que estamos en la fija.
Este bloque de tiempo, este paralelepípedo de palabras, esta formidable y espantosa máquina del español sí que levanta su monolito esta noche en la noche de los tiempos. Otros países van a celebrar el puro capricho, la nada, un invento, su propia alegría, pero nosotros debiéramos saber que aquí el único que cumple algo es el idioma, que ha pegado el estirón y ya se habla en medio mundo. Dentro o fuera de las instituciones, el español crece como un árbol de tiempo, se reparte como un río, como una bienhechora riada, y en Estados Unidos ya no es un idioma subalterno, sino un idioma de referencia. Mil años escribiendo castellano, y todavía nos dicen que lo hacemos bien. ¿Pues cómo lo íbamos a hacer al cabo de mil años? Académicos del tiempo, todos, el milenio nos condecora.
Una lengua de mil años es más que una pirámide de Egipto, no por la antigüedad, claro, sino por la traza que ha ido teniendo y por cómo resisten nuestros superlativos y nuestros infinitivos sin que los desgaste el tiempo ni Napoleón.
Nosotros no tenemos los jardines colgantes de Babilonia ni las columnas barrocas de Bizancio, ni los siglos de la Iglesia, levantada por Cristo entre pescadores que eran todos pequeños propietarios, pero tenemos un cimiento de monasterios, una rosa latina en cada adjetivo, una batalla de oro en cada verbo, y no me parece mal que Cataluña exija catalán a los jardineros, pues que el catalán es una variante de lo nuestro, o a la inversa, con pecados de promiscuidad que nosotros también tenemos. Los idiomas fornican entre sí, se hacen en los puertos, como los niños espurios, y luego navegan la vida con vela latina o vikinga, pero unos y otros saben que lo que importa es navegar: vivir no importa.
En cada adjetivo hay un poeta, en cada latinajo hay un santo. Pero hemos llegado realmente al siglo de Bill Gates, que es quien nace y cumple, y el muy horterilla promete suprimir todo el papel del mundo. En esta vida hay que saber elegir entre el árbol y el libro, esos dos milagros de la madera. Sólo que entre libro y libro se pueden seguir plantando árboles. El libro, como el árbol, es ejemplar único, pero la sociedad del milenio no lee libros y prefiere los árboles de navidad, tan horteras, tan cursis.
El milenio del castellano, sin que nadie lo sepa, le da sentido a una fiesta que ni siquiera es pagana, y lo único que se agasaja aquí, sin saberlo, es la literatura, de Berceo al Derecho, de las premáticas de Quevedo a los párrafos de José María Stampa en un juicio. El castellano hizo Castilla, como decía Unamuno que primero nacen las herramientas y luego su uso. No somos sino el uso que de nosotros hace una lengua vieja, bizarra y bien donada.
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