lunes, 25 de junio de 2007

Dialéctica - Dialéctica de lo Trascendente 1- Por Roberto Bussero

INTRODUCCIÓN A MODO DE PROLOGO

Este texto es consecuencia de varias contingencias – pura cuestión asertórica, quizás sin destino -, aunque también debe tener una causalidad histórica que, cuando comencé su escritura, naturalmente desconocía y aún hoy ignoro.
En primer lugar, algunas reflexiones derivadas de estudio y profesión (es); segundo, la supercoyuntura de una grave enfermedad de la cual me está costando mucho recuperarme. Tercero, el impulso de Susana – mi amor -, quid de mi vida, secundada por algunos amigos y conocidos, pocos. Cuarto, el abandono de parte de la familia y casi todos los cercanos, producto de mi alejamiento y salida de los “lugares que solía frecuentar”.
Mas teórica, la cuarta razón es el convencimiento de múltiples carencias y tendencias mediocres en el pensamiento especulativo nacional, vergüenza en el concierto latinoamericano, aunque no menos esperable por el olvido de antecedentes y presencias, y las roscas imperantes en materia académica.
La quinta, reencausar ciertas formas de pensar que una espantosa dictadura militar amputó al país, atribuyéndoles intenciones sediciosas desde una cima insurgente que tuvo al país sumido en el terror durante más de una década.
“Mediocrismo”, “rosquismo”, “miedo al otro”, “autocensura” – natural en una salida de un régimen donde la delación, la reclusión y hasta la eliminación del supuesto enemigo/adversario no sólo crearon muerte y exilio externo sino un furioso exilio interno, que fue lo que realmente atentó y agredió a las buenas costumbres y el estilo de vida nacional.
Sexta razón, defender décadas de docencia y cientos de alumnos, que no sólo han continuado manifestando desde cariño y adhesión, sino también honda preocupación pr temas planteados en los lejanas años dorados de dinámica democrática previos al pavor de la imposición del pensamiento único – y plus mediocre – de la dictadura cívico militar.

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Ante la confluencia de estas y otras causas, que no vale la pena detallar ahora, y en un día de tambaleante depresión emotiva por mi mal – que aún no he podido identificar como terminal o sólo pasajero con secuelas -, comencé esta escritura.
Lo hice previendo casi todo lo que quería plantear, pero sin sujetarme a otra sistematicidad que la falta de esquema previo, quizás para asegurar cierta continuidad en lo expresado y no pelear con la perversa pretensión de decirlo todo y para siempre.
Una discusión con Susana acerca de las razones de que aceptara y aún pidiera comulgar – gracias a la bondad del amigo Alberto Brugnoni, que acompañaba la hostia con agradables charlas mañaneras dominicales -, a pesar de carecer de fe –al menos en el sentido habitual del término -, disparó esto que se aprestan a leer. De allí las preguntas del inicio que viene.
Noviembre de 2005, Felipe y Santiago de Montevideo, Fiel y Reconquistadora.

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO 1

DE LA EXPERIENCIA TRASCENDENTE

¿Soy religioso?
¿Por qué dos por tres comulgo?
La experiencia personal refiere a la naturalidad del símbolo religioso, a la inconveniencia, por lo menos psicológica, del pecado – en cuanto reconocido y sentido – y a la posibilidad de la salvación, aunque con referencia al acontecimiento terreno pero no al misterio de lo absoluto.
Este queda establecido como una construcción metafísica válida en ese plano, pero, por tanto y tal, irreconocible como hipótesis referente a cualquier criterio de certeza o, incluso, realidad
En ese plano, el símbolo religioso – el cuerpo de Cristo, dicho o fáctico – es una señal civilizatoria y cultural y, como tal, acotada históricamente. Y lo sería aún en la demasiada lejana contrastación positiva de la existencia de Dios.
Bueno es decir que, desde este punto de vista, nunca se podrá decir “Dios no existe”, sino que sólo es posible mantener esa proposición en el mullido colchón de la duda, generando desde sus componentes todos los enunciados auxiliares que vengan a la mente, sabiendo que sólo se trabaja con estructuras formales. En otras palabras, por ahora (y no amenaza con otra cosa), Dios es una propuesta lógica de lo absoluto de la cual todo se puede deducir, sin salir del ámbito formal.
En realidad, la experiencia sólo tiene dos direcciones: trascendente – hacia fuera del yo consciente – e inmanente – la interna, de sí, o autoconciencia, aunque estas expresiones no sean necesariamente sinónimas -.
Más precisamente, la experiencia trascendente tiende a la divergencia, la multiplicidad, que social y políticamente suponen pluralidad y, ¿por qué no?, conciencia de clase, en sus innumerables grados.
La experiencia inmanente tiende a la convergencia y, por tanto, a la unidad, lo que deja planteados al menos tres sospechas modernas: la que se resume en el inmenso concepto freudiano de inconsciente, la que lo hace en el concepto marxista de enajenación – inseparable de los conceptos de clase, trabajo, historicidad y dialéctica – y la sospecha nietzscheana que agita las aguas de la moral, la ética, la teoría de los valores y sus campos comunes (incluso el de las justificaciones políticas y la teoretización sobre los ciclos históricos) -.
La experiencia de lo divino, indudablemente vinculada a la de los valores, la del yo y las necesidades conscientes e inconscientes, parece deambular entre la exterioridad y la interioridad.

RELIGIÓN Y ESCASEZ EN LO DIVINO

Permítaseme señalar qué entiendo por religión, basándome en un acercamiento por medio de ciertos y, a veces, distorsionados – pero no tergiversados – círculos concéntricos, que sueles repelerse en algunas conceptualizaciones filosóficas, a las cuales hoy no acudiré.
1- Religión es religare, religar, reunir. En este sentido, la “reunión” no tiene por qué “abarcar” lo divino, lo que no supone negar o expulsar lo trascendente, cuya dialéctica con lo inmanente no es verificable, pero si necesaria. Y digo que no es verificable en cuanto ubicado en un componente – la inmanencia – y en búsqueda natural del otro – la trascendencia -.
2- Esto es, en cuanto inmanencia, puede hablarse de una reunión – religión – de uno – el consciente (estoy obviando comillas) que se reduce a un quid, cuya esencia es el yo o ego. El encierro consciente debe reconocer su inconsistencia espaciotemporal, que abarca desde el misterio nacimiento-muerte hasta la in-capacidad de conocer y reconocer auténticamente el medio, por lo que es necesario un primer círculo de lo que llamaremos mundos, integrante del todo MUNDO.
3- En cuanto trascendencia, el fenómeno religioso se sostiene en sí, como participación colectiva del yo integrado en un variado nosotros-ellos o, en todo caso, nosotros-Él, en el cual lo trascendente se coloca fuera de la comunidad. El caso del liderazgo religioso debe entenderse en el nosotros - ellos, porque siempre implica una estructura de adhesión y poder que va más allá (trasciende) al venerado.
4- A su vez, en cuanto participación social, comunitaria, la trascendencia supone un contrato con el (los) otro (otros), que recorre el continuo ético egoísmo – altruismo, y permite ingresar en un segundo círculo concéntrico, el que implica compartir, dilucidar con otro u otros.
5- Desde ese punto de vista, lo religioso supone un estado primario, quizás original, que puede partir de una absoluta crueldad instintiva o de cierto reconocimiento básico que distingue al otro de todo aquella otra cosa – objeto que funciona en aquella dialéctica que denominamos MUNDO (1).
6- En esa dirección, la ampliación de ese proceso fáctico de extensión del yo, quizás aun no fundado, se expresa en una determinada (finita) cantidad de pasos que suponen socialización, reconocimiento y asimilación del otro y, más allá, en algún momento, moralización, eticidad y juridicidad.
7- En estos tres últimos descubrimientos – la regla de conducta, el precepto y la ley – el hombre convierte el círculo de la socialización en otro continuo concreto-abstracto que construye una dialéctica en otra dialéctica: la civilización en el MUNDO.
8- En este sentido, las más altas normas morales, escalas éticas y códigos jurídicos se estructuran tanto desde lo inmanente – desde el yo reconociéndose – como de lo trascendente – poéticamente: la luz en el túnel de la otredad y del medio, algo más que físico, en un único concepto: lo justo.
9- Por eso, justicia – con minúscula al comienzo – implica un equilibrio con pautas que van desde una especie de quid natural, esencia social básica reconocible por su impecable brillo moral y ético, hasta complicadas estructuras, complejidades también legales cuya integración, e integridad, son tan intrincadas que deben entenderse en un momento histórico – civilizatorio determinado, una especie de cultura ambiental genérica, pero circunstancial.
10- Al ser tan puntual, esta estructura cultural necesita de su inclusión en otra complejidad, la del MUNDO en constante proceso – cuyo resultado es, precisamente, el hito civilizatorio -. En este sentido, cada instante de ese proceso es necesariamente justo, pero no obligatoriamente bueno, al menos en las múltiples relaciones personales y sociales.
11- Por tanto, mientras la cultura es proceso, la civilización es resultado, pero ambas son dialécticas incluidas en la gran hipótesis dialéctica que es el MUNDO en sus diferentes versiones personales, sociales, globales.
12- Finalmente, una justificación de lo de “escasez”, que hace no sólo a la falta de experiencia fáctica y su irreversible condición de hipótesis, sino a la imposibilidad de evitar una tendencia mental – organizativa – sistemática a la maximización, expuesta en famosos argumentos pro y contra la existencia de Dios.

EL PROCESO CULTURAL DE SALVACIÓN

Desde otro punto de vista, apenas paralelo y a veces entrecruzado con los anteriores, lo religioso es la socialización de la culpa, el remordimiento y la expiación.
1- Para que se cumpla ese proceso es necesaria la noción de pecado, internalizada desde el exterior del sujeto cuando aún no ha logrado completar la subjetividad y, por tanto, no es yo en todas sus relaciones. Pecado como violación de norma que tiene como condición una eventual sanción, que conforma una estructura a la que ese pre - sujeto total – y que nunca será absoluto – se adapta.
2- Una vez violada la norma, el ego moral-ético funciona como disparador dialéctico del par sanción (impuesta de fuera, desde el mundo – nótese minúscula-) – culpa (interior, sentida como producto de la acción-omisión propia).
3- Ese par supone la exigencia (exterior) y la persecución consciente (interna) del remordimiento, como sentir culpa, evaluando grados de la caída y de su posible redención.
4- Por tanto, el pecado en sí encuentra su par en ese ascenso moral: la expiación (física, psicológica, social) y la redención (personal, grupal, comunitaria), en dirección a la también siempre incompleta salvación. El pretexto para esa incompletud ha sido antedatar al nacimiento y elaboración del yo sujeto el pecado, haciéndolo original y restándole culpas al individuo y a la sociedad actualizados. El mal es pretérito, antiguo, ancestral.
5- La continuidad pecado – culpa – remordimiento – expiación - redención – salvación sólo es entendible en un sujeto que va hacia mayores complejidades en su totalidad moral, ética y, en definitiva, jurídica.
6- Por eso, no puede ser única y absoluta la pregunta y prevención sobre la trascendencia a la cual referir y de la cual inferir la salvación, a la cual se suele vincular a lo divino – que, en todo caso, no tiene por qué preocuparse por el individuo -.
7- Se podría sugerir que la oración/plegaria individual o colectiva propiciando la redención – la expiación necesita algo más – es un rito civilizatorio que repite el proceso que salva, a medias, del pecado original, y también su resultado, en cuanto mediatización entre el yo concreto (también individual o social) y el absoluto.
8- Por tanto, lo necesario para el sujeto no es simplemente salvarse, sino reiterar el éxito total o parcial (en verdad, siempre parcial) del mito, utilizando para ello el proceso ritual. Mito y rito integran las estructuras culturales y civilizatorias, pero el mito es más bien un contenido cultural, mientras el rito funciona dejando huellas en la civilización.
9- Es posible que lo que llamamos Historia no sea otra cosa que el desarrollo textual de los contenidos rituales (puntualmente civilizatorios) de la estructura mítica de una cultura, si es que en una cultura hay mucho más que mitos.
10- Por supuesto, la estructura mítica envuelve todo proceso cultural y esta es sólo una forma de encarar la cultura como desarrollo humano. La precariedad de lo humano se redime en esa posibilidad cultural, que exime de la destrucción inmediata y prolonga el estar-con-vida, que anima el estar-con-otros y refunda a cada momento (civilizatoriamente) la sociedad que, a su vez, practica una cultura, completando el auspicioso pero nunca concretado éxito en el paso del hombre por el planeta.
11- Además, es parte del mito básico que el hombre necesita del límite. La expansión sin líneas de principio y final – lo que éstas sean o se convenga que sean – es pecado cultural y civilizatorio, no tiene pasado ni futuro, ni resultado alguno, sólo es otro mito que se vuelve irreverente e inconsistente.
12- Volviendo a la escasez de la experiencia de lo divino, la delatan sus límites psicológicos (por la falta de datos empíricos y de derivaciones racionales), sociales y morales (por las inconsistencias de las escalas y realidades en esos ámbitos y la irreconciliable existencia de las diferencias y del mal, o, al menos, de la acción malvada), y éticas y antropológicas (en cuanto sistemas, especulaciones y teoretizaciones acerca del lugar del hombre, sus reglas de conducta y escalas de valores).




CAPITULO 2

EL SIMULACRO POLÍTICO

En ese plano, cada sociedad es también el desarrollo de un simulacro compartido como rito y referido a un mito central, más o menos concreto, más o menos difuso, más simple en una sociedad primitiva, más complejo en una sociedad superestructurada moderna – o postmoderna.
La política, entendida como actividad genérica de los miembros de una sociedad – que practica una cultura – referida a las relaciones de poder – autoridad, influencia -, no es otra cosa que el hilo que teje y une esa estructura simbólica en permanente simulación, donde los sujetos sólo tienen dos opciones: presencia y ausencia, con todas sus derivaciones.
Así, por ejemplo, la violencia política, como ruptura y ausencia de paz, supone llevar adelante las fases de un simulacro de enfrentamiento que puede tener ciertas reglas éticas y morales, pero estas pueden ser subvertidas por uno o ambos bandos de acuerdo a objetivos personales o grupales, como ocurrió con en la guerra sucia emprendida por los estados “nocturnos” de los países del Río de la Plata contra una supuesta sedición, de hecho ya vencida, pero cuya presencia “se extendió” para introducir objetivos económicos más amplios y organizados en el marco del simulacro global impuesto por EE.UU. y basado en sus intereses.
En esa dirección, no hay mucha diferencia entre el símbolo político y el religioso, en cuanto no refieren a una facticidad corriente y ambos mezclan realidades objetivas con subjetividades y aspiraciones -expectativas que funcionan en ámbitos inconscientes, conscientes y colectivos -, muchas veces no reconocidas expresamente por sus poseedores.
Así, toda estructura de simulacro político o religioso – quizás todo simulacro social – implica al menos tres lógicas de referencia: pertenencia, posesión y las diferentes formas de oposición (entre las cuales, como es obvio, está la guerra declarada).
La pertenencia supone una identidad inclusiva, se es de algo y no de otra cosa, aunque pueden funcionar al tiempo múltiples pertenencias. De ese modo, se crea un importante y evanescente nosotros, que gira en un entorno de simulacros propuestos.
La posesión implica apropiación exclusiva, determina propiedad, aunque sea de un sentimiento o algo abstracto. En esa dirección, los lugares simbólicos de una sociedad – donde se festeja, se cumplen las grandes ceremonias rituales de alegría, conmemoración o duelo – suponen una pertenencia y una posesión colectivas difíciles de variar – no se va a celebrar un triunfo deportivo al estacionamiento de un shopping center -.
Los dos anteriores se diferencian de la oposición en cuanto a la dirección, pues ésta supone rechazo o des-identidad, contradicción.
En cuanto simulacros, que necesitan de un esquema de desarrollo teórico-práctico, la política y en general las utopías (como eventualidad realizable) son la punta de las ideologías como estructuras, tanto analíticas, cognitivas y hasta contemplativas, como planteo para la acción, lo que supone el desarrollo de lo teórico en la praxis – entendida como algo más que acción, pues implica significados -.

IDEOLOGIZANDO LO TRASCENDENTE

¿Sobre qué asunto se puede “ideologizar”? Sobre todo, porque todo concepto humano tiene propósitos tanto especulativos, constatativos como realizativos – en el sentido preformativo -.
Un propósito o proyecto social debería incluir un modelo de conciencia sistemático y práctico (ya en el sentido de praxis) capaz de iniciarse por múltiples conductos, ya sea el del análisis o el de una protopraxis revolucionaria, pero que siempre pueda ser sustituido por otro modelo, fundamentalmente realizativo que no se oponga a su antecesor y más bien le sirva de continuidad histórica, lo que incluye y se basa en una continuidad dialéctica.
En este sentido, no hay ideas o ideologías falsas, y la falsedad se reduce a una categoría lógica. Una de las inconsistencias mayores de la historia del pensamiento es identificar una propuesta de relativismo en cuanto a la relación sujeto-objeto-cosa, que mal llamamos verdad, con carencia de fundamentos. Como lo probó analíticamente Kant, lo absoluto sólo puede ser una construcción acerca de la cual se puede trabajar aporéticamente.
Por tanto, sobre los extremos de lo trascendente (lo máximo, divino, abarcador) como sobre los extremos de lo inmanente (yo íntimo, alma, ego) sólo puede trabajarse por aporías, como tal irresolubles, que debe medirse hasta donde proporcionan un apoyo para la praxis, a través de sus significados, o la obstaculizan y vuelven vacía.
Así, el paso y regreso continuo entre lo cognitivo y lo realizativo no sólo debe ser posible, sino enteramente dialéctico y también especulativo. Esto último no en el sentido de largas derivaciones o formas contemplativas – sólo validas per se en ciertas disciplinas o actividades -, sino como reflejo de la realidad y continuidad espejal que funde los imaginarios individuales con los comunitarios, entendidos al menos como simple recuento estadístico.
Por ejemplo, si refiriéramos a ese imaginario colectivo sumando votos sobre la existencia o no de Dios en la puerta de un templo, la performance de la hipótesis afirmativa sería demoledoramente triunfante, lo que no implica que ese ente exista, o, más simple, sea.
En definitiva, las poses contemplativas, cognitivas y realizativas no tienen derecho a otra cosa que a ser expuestas o, más, debatidas, si no se les suma un capítulo transformador, para el cual la ideologización de lo puramente trascendente puede ser una apoyatura significativa, y hasta un relevante componente, pero nunca un elemento resolutivo.
En este sentido, los enunciados constatativos – que describen al mundo en términos de verdadero y falso - son más que los preformativos – que lo hacen en modelos de correcto e incorrecto -, pero tampoco alcanzan si no se unen a cierta dosis de estos y se convierten de alguna manera en praxis.
Esto es: adquieren capacidad significativa en el ámbito de un intento de transformar la realidad ideológicamente, lo que supone una tendencia hacia lo utópico e ideológico siempre inacabada, perfectible, pero no imperfecta, en cuanto cada instante de lo que es encierra cierta unidad que no puede responsabilizarse de su eventual y, en todo caso, inexplicable perfección.

UNA HISTORIA, MULTIPLES HISTORIAS

No existe contradicción en el subtítulo, sino el reconocimiento, en absoluto presente, de una historicidad múltiple y una – o de la unidad de la pluralidad histórica – que supone las eventualmente infinitas subjetividades que construyen su objetividad con una perspectiva de universalidad.
Esta perspectiva reconoce acotamientos naturales, en cuanto supone disensos social, cultural y civilizatorio, por más que existan las respectivas contra, consideradas como alejadas del propio yo/nosotros.
Para el caso, es también acotamiento, y eventual disenso la multiplicidad ideológica y, en cuanto a utopías, al tiempo que éstas se distribuyan en un complejo continuo de verticalidades y horizontales, hoy en saludable y angustiante crisis, su acoplamiento y diversificación es un proceso base de una sociedad democrática.
En ese sentido, las crisis de las verticalidades religiosas, políticas y culturales tienen un doble efecto. Positivo, en cuanto ameritan la novedad, tanto en los conceptos y formas de expresarlos, como en la forma y carácter del debate que implican sus diversidades y contradicciones.
Negativo, en cuanto puede presumir incompatibilidades sociales y hasta el surgimiento de subculturas nacidas tanto del hecho de no tener posibilidades, incluso físicas, de acceder a las condiciones mínimas de vida y debate; de la negativa a acceder a la discusión sobre metas, medios y fines; de la intención o posibilidad de superar mediante el poder económico y/o físico toda discrepancia; o, simplemente, por el desconocimiento, consciente o no, de la posibilidad de ingresar e involucrarse en las múltiples posibilidades de la construcción sociocultural.
Estas son situaciones de precariedad, delincuencia, imposición dictatorial y anomia que postergan la integración, o la dejan pendiente de pensamientos únicos, donde los valores se fosilizan y recubren de apariencias insoportablemente leves desde el punto de vista de sus fundamentos y estructura, pero terribles en cuanto a sus consecuencias.
Así, como cierto dios religioso colectivo impuesto junto con sus ritos, mitos y reglas de acción tiende a desfigurar la verticalidad deseada en un todo social, en la sociedad postmoderna se procede a elaborar “ismos” de consecuencias no deseadas por las personas, pero que las confunden por vías de la convicción del placer (para nada epicúreo), el dominio sobre otros, la innecesaria multiplicidad de bienes y la atracción sobre los demás.

LAS ANTIPRAXIS DE LA MUERTE

De este tipo son las antipraxis del consumismo, la imposición, la crueldad, la destrucción del otro y hasta la tortura y la muerte, típica de regímenes dictatoriales, cuyos esbirros llegaron a vanagloriarse de sus artificios y estrategias de castigo corporal y psicológico a sus enemigos o presuntos adversarios.
En esa dirección, no es de extrañar que en la mayoría de los procesos eufemísticamente denominados como de facto, personas y grupos vinculados a la iglesia católica se encontraran – y se encuentran hoy – en los dos bandos, tanto torturadores y sus instigadores o alcahuetes, como torturados y sus dolidos y resistentes compañeros.
En ese plano, la plena conciencia de clase, sobre todo si estamos hablando de la clase obrera, es una visión revolucionaria del mundo, y no puede abandonar su doble característica de teoría e ideología, que inició en su momento un proceso de refundación de la concepción del trabajo, y, por consiguiente del trabajador, no ya sólo como mercancía.
La praxis que posibilita esa toma de conciencia fue, es y será abarcativa e inclusiva, hecho formulado por primera vez en la historia, pues hasta las revoluciones – o renovaciones en el poder – burguesas su características fueron exclusivas y cerradas, de y para un estrato social, que tenía el problema de serlo para sí, pero no en sí.
Por tanto, una clase realmente revolucionaria, que no olvida sus objetivos, tiende a integrar más que a repeler o expulsar, y, cerrando el círculo, logra otros fundamentos para los debates, el trabajo, la mercancía y, en definitiva, en el caso del amplio proletariado siglo 21 – extremadamente desideologizado en sus fines, desinhibido en cuanto a medios y multiplicado en sus actividades – toma lenta y firmemente conciencia de sí, convirtiéndose no sólo y no tanto en alternativa de gobierno o poder, sino en única posibilidad de futuro sin precariedad, desintegración, anomia, aventuras dictatoriales u otras desviaciones de la funcionalidad social.
Esta es la praxis de la vida, que retiene los símbolos, ritos y mitos de una convivencia que, en principio, salvada de ciertos excesos, puede aparecer como acotada y hasta aburrida, pero que se debería convertir en una flexible comunidad de avance conjunto, con capacidad para generar subculturas y subgrupos también integrados, que trasciendan hacia el todo sociocultural y, en fin, al mundo (los infinitos mundos).
Una comunidad sólo puede entenderse y comprenderse como un grupo de individuos/personas/sujetos histórico-dialécticos que interactúan en tantas formas como sea posible, y que es pensable en el marco de condiciones materiales y no materiales que derivan de esos vínculos.




CAPITULO 3


¿PODEMOS CONOCER?

En ese marco sociocomunitario, adhiero a Georg Lukács en cuanto a que si bien la realidad (inaccesible en todos sus elementos, logro que, en definitiva, no sabemos si es necesario, ni siquiera interesante) es el punto o quid – no digo esencia – de referencia, también debemos convenir que la realidad no es tal, sino que deviene.
Esto no sólo confirma que Heráclito y Parménides colmaron todas las posibilidades de especulación sobre este punto, sino que deja planteada la antigua cuestión – no sólo hegeliana – según la cual lo real no se complementa – y quizás no exista plenamente – si el pensamiento no acude en su ayuda, tanto en sus formas cognitiva y contemplativa – si es que pueden diferenciarse – como en su asalto creativo, reorganizativo de los pálidos datos de la percepción, culminación del esfuerzo que implica la memoria y producto de la misteriosa capacidad de imaginar.
De todos modos, contemplar, saber/conocer y crear, con todos sus apoyos, sólo se concreta en un marco histórico y según sus condiciones dialécticas, donde el sujeto también se revela objeto.
Allí también la interioridad descubre como antecedente la exterioridad y lo inmanente reconoce su fundamento en la trascendencia.
Por eso – sigo con Lukács -, cada grupo crea sus formas de conciencia, y no sólo del mundo – también limitada por esas condiciones -, sino también de sí – la autoconciencia -, sino que fundamenta modelos de conciencia y conducta.
En este sentido, pensamiento y conciencia realmente no son idénticos en el sentido de corresponder (se), no se reflejan ni son paralelos; su identidad consiste en que son aspectos de esa realidad histórica y ese proceso dialéctico.
Y no sucede que no se pueda conocer (entendiendo conocimiento como estructura, más difícil definirse sobre la posibilidad del saber como simple -¿?- correspondencia), más bien ocurre que conocer implica transformar o intentar transformar o incidir en el proceso de lo que se está transformando.
Al tiempo, si hablamos del autoconocimiento y la autoconciencia, enfrentaríamos el mismo problema, el mismo antiproblema y las mismas necesidades de justificación..
Por tanto, se hace necesario empardar la cuestión diciendo: sea lo sea conocer y sea lo que sea ser consciente de..., serán posibles en cuanto se reconozcan como expresiones de condiciones históricas (y también físicas) en un mundo que se manifiesta siempre en parte, pero que deja entrever al medio (ambiente) en cuanto escenario de una evolución.
Ese primer logro (quizás saber algo) no significa nada, no es praxis, sino va acompañado de infinitos procesos dialécticos, cuya escala jerárquica es imposible de definir y sostener, pero entre los cuales la postura de clase y posición económica del sujeto, incluso vistas objetivamente por él – uno de sus bordes dialécticos – es imprescindiblemente relevante y centro de los más fuertes contenidos.

TOTALIZAR PARA TRANSFORMAR

En esta dirección, es absolutamente disparatado calificar de”pragmática” una actitud y la supuesta correspondiente acción de ceñirse al devenir de los hechos, en un aparente desgajamiento de toda teoría y de todo sesgo ideológico.
Actuar pragmáticamente es actuar según una ideología que señala que la verdad deriva, procede, de lo que se hace (que es ideológico), con lo que se opone a toda ideología que intente fundamentar la acción en una conceptualización de otro tipo, incluso las visiones universalistas y dialécticas que suponen una postura de clase.
En este planteo, las dictaduras siempre necesitaron ser pragmáticas, haciendo, justificando y volviendo a hacer según esa justificación, aprovechando esos niveles para fortalecer sus propuestas, por lo que se podría sumar diciendo que un gobierno que toma el poder por la fuerza tiende a constituirse, permítaseme la expresión, en una dictadura pragmática, si es que intenta perdurar como poder de facto.
En definitiva, el concepto que culmina prevaleciendo es el de totalidad, condición para transformar. El tema sería reconocer si existe un grupo/clase cuyos individuos ocupantes de diferentes escalones en sus jerarquías - dialécticamente integradas como un punto absoluto en el marco de un continuo relativo a sí mismo – pueden comprender sus procesos de desarrollo para convertirse “desinteresadamente” en motor de la historia y de los movimientos dialécticos inmediatos y mediatos.
La burguesía tradicional ya se manifestó incapaz de darse continuidad histórica, como antes le había sucedido a otras clases - estratos dominantes en dialéctica con otra u otras oprimidas.
En estos momentos, vivimos los cruentos coletazos por sobrevivir del último bastión burgués - imposible de predecir por los popes del materialismo histórico - que intentan fundamentar una estructura social que se base en una enajenación que fragmenta y trastorna la experiencia social y la consiguiente ideologización que de ella se desprende – y alienta nuevas continuidades dialécticas antihistóricas, de mantenimiento del status existente –.
Las formas de cosificación/alineación (las veremos como ítems enajenantes) posteriores a la primera fase burguesa han pasado por muchas caras, pero quizás ninguna tan peligrosa como la actual, donde la sensación de placer y dominio provocadas en grandes masas de sujetos – por supuesto, ampliamente minoritarias en un panorama de angustia, pobreza y deterioro de los más - por condiciones de vida aparentemente satisfactorias provoca múltiples adhesiones pragmáticas al orden establecido, considerado, además, como definitivo en su relatividad histórica.
El problema de estas reificaciones es su extraordinaria capacidad de obtener convicciones a través de una creativa forma súper alienante, que se introduce hasta la médula de cada sujeto social adherente – hoy visible o, más bien, escuchable cada vez que se recurre a la coletilla triunfalista de “como ocurre en todo el mundo civilizado”, aludiendo a bolsones de riqueza muy limitados y olvidando miles de millones que viven en la desesperanza” -.
Por tanto, para una clase de tipo proletario – no se si puede cambiarse el nombre, pues los incontables oprimidos ya no son todos trabajadores - hacer la revolución hoy es encontrar creativamente la forma de crear las condiciones para totalizar una visión ideológica compleja que permita actuar en las actuales condiciones de dominación para alcanzar una transformación hacia el equilibrio social, económico y político, que es, en definitiva, uno solo.
Dadas las actuales condiciones de dominación física, psicológica y social, parece difícil que ese nuevo camino dialéctico pueda estar basado en una nueva escalada violenta inmediata, aunque la fuerza no debe descartarse como provocadora de saltos cuantitativos y sin olvidar sus nuevas formas míticas y rituales: antimanipulación, hackerismo, debate mediático.
Por otro lado, a esta altura y nuevamente, habrá que confiar en el proletariado o en su sustituto popular y en su capacidad de totalizar, ideológicamente y en la acción política, su teoría de modo que sea comprendida, asimilada y vivida en las actuales condiciones como la salida revolucionaria auténtica y “relativamente” definitiva – esto es: que encuentre mecanismos no autoritarios de control para evitar nuevas fases de opresión -.

EL FIN DEL FETICHISMO

De este modo, la mercancía, olvidada antes como producto de trabajo, reasumirá su siempre vigente capacidad de reproducción objetiva-subjetiva, manejando el proceso alineación/cosificación y eliminando el fetichismo inicial de la propiedad y el dominio de la cosa sobre el objeto – dos caras de un mismo proceso dialéctico pero, en teoría, antihistórico –
En tanto realidad humana, el trabajo, su concepción, desarrollo concreto, resultado y recompensa, forman un todo organizado de acuerdo a condiciones históricas de clase, conflicto y acuerdo de clases. Más allá de esta afirmación, la posible polémica sobre la organización del trabajo y la distribución de su producto delatará también posiciones de clase, que generarán símbolos, mitos y ritos más o menos integrados y asimilados por los sujetos que conforman esa clase y por los que se le oponen.
En ese sentido, el fetichismo se extiende de la cosa y el objeto en que “delega” a los contenidos subjetivos y objetivos abstractos, incluso las normas morales, las escalas de valores éticas y las leyes.
El fin del fetichismo no representa una meta ni un absoluto a alcanzar, más bien es la denodada búsqueda de acercarse – sólo acercarse -a la realidad sin la superstición del inexplicable, no sólo presente en la especulación filosófica y religiosa, sino y sobre todo en las relaciones subyacentes de poder, influencia y autoridad que tienden a definir las relaciones humanas en una sociedad determinada.
La posición inicial infantil de una sociedad, que es el fetichismo totémico, menos opresor que el fetichismo burgués capitalista, tiene su par y continuidad en el fetichismo de marca y ley de conducta – en un pretendido continuo abstracto-concreto - que imprimen las multinacionales cruzadas del profundo neocapitalismo que conforman el estado imperial.
Del mismo modo, los conceptos de ciencia, verdad (y falsedad) y teoría que se utilizan y aplican – son preferidos - en una sociedad terminan siendo manifestaciones continuas y constantes de la ideologización, entendida como “falso” proceso de cambio.
El fin del fetichismo no es real, no es eliminación o abolición, sino una modificación de las condiciones sociales – infra y supra – para la puesta en marcha de una ideología desfetichante, que permita partir de bases económicas y éticas cada vez más sólidas. Esto supone la existencia de vínculos infra y supraestructurales cada vez más conscientes colectivamente, propuestos desde la unidad de clase, pero multiplicados por los sujetos actuantes, en cuanto portadores, justamente, de la conciencia de clase.
Es decir: corresponderá a la nuevas condiciones evolutivas y/o revolucionarias de la sociedad establecer el proceso de desfetichización – que supone destrabar al colectivo de las anteriores condiciones ideológicas – para pasar a un nuevo estado ideológico. Este será, si las nuevas condiciones reflejas las necesidades de la clase proletaria – menos perversas y crueles (¿por qué no menos sádicas y, por consecuencia, menos masoquistas) que las anteriores – se estará dando un paso adelante objetivo y será subjetivizado por la sociedad como tal.
El problema es como subjetivizar el fetiche, bajo la forma de mito (incluyendo el estado de la verdad científica) como lo que es, encubrimiento del proceso de enajenación en sus dos fases: cosificación o reificación (pérdida de la dinámica objetiva) y alineación (enajenación del sujeto). La reificación o cosificación aparece como “empastelamiento”, confusión o cierto quietismo en el proceso de asimilación, adaptación y acomodamiento de los contenidos objetivos.



















CAPITULO 4

¿PARA QUE PENSAR?

En este plano, han quedado tres puntas de lo que parecía un único hilo, y, para colmo, muy aisladas. Símbolo, simulacro e ideología parecen teoretizaciones sistémicas muy alejadas, e incluso sorprendentemente separadas de la especulación inicial sobre la trascendencia – incluyendo el tema de la posibilidad y pertinencia de la fe personal -.
Sin embargo, las aguas no se deben aquietar en pro de una especie de agenda epistemológica que no es del caso – ni mi propósito – cumplir, no por limitación de objetivos , sino por sincera elección de ruta.
El tema es que toda ideología es un gran equipaje simbólico planteado – junto a sus anti - como un simulacro personal, grupal y comunitario que elabora una utopía, ya no como contexto de un texto imposible, sino como dialéctica ha desarrollarse para, en y hasta su eventual concreción – siempre parcial – o abandono.
Es verdad, como me apuntó un amigo que accedió a leer estas líneas, que en este sentido todo es simulacro ideológico, transmitido por esa ultravirtualidad que llamamos pensamiento lógico – único donde la verdad es aplicable, pero como formalidad –, a través de esa facticidad que es el pensar como producto psíquico, social y, en definitiva, supraestructural.
Podría sugerirse entonces que no es necesario pensar (en) el nivel infraestructural o sobre los vericuetos más ideológicos, elevados y difíciles de lo supra, en cuanto es evidente que toda modificación concebible del microcosmos implica una variación del aparato o instrumento modificador, que, al darse vuelta, no reconocería el estadio anterior ni su obra.
La modificación ideológica sería, en ese sentido, una paraestructura inocua, paralela a la verdad inconmensurable e inasible de un mundo único, ultrarracional (sin azar y podríamos decir que ascépticamente sanitario, como el de 2001, Odisea de Espacio) y fabulosamente esquivo (de lo que una muy especial metáfora El señor de los anillos, de Talkien, y su particular y casi tozuda religiosidad, en el sentido que quise explicar antes). Todo un monstruo, y ya sabemos desde toda la historia, y particularmente en Frankenstein y Drácula, como lo monstruoso refleja nuestros miedos, limitaciones y, ¿por qué no’, propuestas.

EL SIMPLE MUNDO POLÍTICO

Ese terrible pseudomundo ideológico, inentendible para cronopios y mediocre para famas (gracias Cortázar), es, pese a quien pese, la estructura mental social en que transcurrimos, y donde nos convencemos de que es tan posible como imposible convivir, pero vale la pena intentarlo.
Entonces, deja tanto de ser medio como pseudo mundo, y es simplemente mundo, con todos los necesarios vicios que reunimos en las expresiones objetividad y subjetividad. Mágica intuición de Vaz Ferreira, golpeado por el positivismo y creído de ser curado por el pragmatismo, que no se animó a darse el gusto de aplicar un poco (más) de idealismo y una dosis de materialismo, sobre todo de ambos encarnados en sus irremediablemente irrefutables tesis de corte historicista.
De allí que el mundo se convierta en el cascarón de toda ideología; partida, centro de atención y fin (teleológico) de todo simulacro; compendio y desarrollo de toda aventura simbólica, y, finalmente en emotivo referente de la reflexión y la acción – quizás sean una y la misma cosa o proceso – de cada sujeto objetivo –, y como consecuencia de ello, de cada objeto irrecuperable e irremediablemente subjetivos -.En esta dirección, en el plano social, la historicidad de la forma de hacer política nacida en Grecia y vuelta a asomar en el Renacimiento, sin perder vigencia en el intervalo, no es más que la plena actualización de la necesaria multiplicidad de posiciones o pareceres subjetivos sobre la convivencia objetiva, y con eso alcanza y sobra.
Una estructura mítica sobre el poder y su desarrollo y utilización se convierte, o debería tender a convertirse, tanto en una propuesta sobre desarrollo, funcionamiento (normas incluidas) y, sobre todo, fines de la organización social a que refiere (pueblo, nación, estado y, en definitiva, clase), como en la acción destinada a imponer esa propuesta. Una o varias teorías, y una praxis solidificando aquellas en el mundo objetivo concreto.
Regresando al universo y a la eternidad de las transformaciones (el “mundo” es nuestro, personal y/o colectivamente, así que para postular esas totalidades no hace falta mucho más que intentar pensar, sin proyectarlas en lo absoluto), son formas de objetivar y segmentar-ampliar lo que se objetiva para hacerlo potable a nuestro entendimiento (intelecto, razón como facultad, discernimiento) finito, aliado a las condiciones históricas en las que (per) dura.
En ese sentido, desde una posición ultra cínica, un homenaje a un prócer social o político (ideológico, en suma) no es otra cosa que el reconocimiento y adhesión a ciertas conductas – y a la moral y eticidad consecuentes – que intentamos adoptar y seguir, pero quizás no nos animamos o no podemos cumplir (esto sin dejar de establecer la validez colectiva y eventual procedencia histórica del acto).

LA HIPÓTESIS DEL EXTRATERRESTRE

En todo este marco, conviene referir a un planteo que realicé en una colaboración solicitada por un colega amigo (periodista) sobre lo que puede venir, que no es lo mismo que el porvenir.
En una serie muy atada sobre territorialidad, identidad y espacialidad/centralidad, vinculada a la querida Ciudad Vieja montevideana, propuse la idea de ciertos saltos cualitativos, que no permiten abandonar los procesos dialécticos sino que, por el contrario, los enriquecen con una causalidad renovada, quizás regenerada en búsqueda del sano equilibrio que podría proporcionar ese santo misterio al que llamamos azar.
No es que pueda suceder cualquier cosa o hecho, sino que los mismos procesos dialécticos preparan esos saltos cualitativos como prueba de su calidad, más aún cuando se trata de avatares humanos.
Una evolución determinada del hombre, con una finalidad positiva que mantenga un equilibrio, al menos biológico, no puede implicar sólo la ausencia de la posibilidad de la desaparición de esta civilización, cuando no de la especie, pero sí debe suponer un equilibrio inestable – o “en la inestabilidad” -, sin otra pretensión que “seguir”, pero con objetivos (¿metas?) humanos, sociales y más que humanos – simplemente, míticos y mágicos fundamentados en lo ritual -.
Bajo ese supuesto, pueden considerarse básicamente cuatro hipótesis de salto cualitativo (sigo al argentino Alejandro Piscitelli) (3).
Primera, construiremos computadoras con una inteligencia-más-que-humana (Imqh). Segunda, inmensas redes de computadoras y usuarios nos despertaremos como Imqh (corresponde a la hipótesis manejada en Terminator 2 y Odisea del espacio 2001). Tercera, la interfaz entre computadora y hombre se volverá tan íntima que los usuarios podremos considerarnos superinteligentes. Cuarta, la neuroingeniería proveerá los medios para aumentar exponencialmente la inteligencia humana..
Piscitelli indica que las tres primeras hipótesis simplemente descansan en innovaciones de hardware que pueden ocurrir en un plazo relativamente corto – o ya estar en proceso – la cuarta corresponde a una combinación de revoluciones biológico-médicas.
Para nuestro “tema”, la informática – quizás, mejor, la cibernética, como timonel, práctico en guiar, llevar - no sólo es procedimiento tecnológico, sino, y fundamentalmente, memoria, como actualización del pasado y prosecución del futuro (como esperado “aún no” y no como “ignorancia y sorpresa”).
Todas las hipótesis reseñadas terminan indicando la relación entre evolución y memoria (el pasado hoy), pero una quinta propuesta podría señalar la posibilidad de una Imqh extraterrestre (¡ojo!, no refiero a ovnis ni invasiones o intromisiones de hombrecitos verdes más vivos que los terrestres).
La interrogante sería:¿qué reconocería como parte de un pasado (memoria de la especie “encontrada”) y, por tanto, valioso, esa “comunidad” recién llegada (no importa su propósito)?
Si nos hacemos esa pregunta “de repente”, tendríamos la tentación de responder con nuestros valores.
Sin embargo, de comunidad a comunidad, si los ET nos piden exponer lo que se entiende por “nuestros valores”, y si la discusión es absolutamente y políticamente democrática, sería muy difícil hilvanar una respuesta única, y hasta correría otra tentación: la de dejar la decisión en manos de un núcleo cerrado de entendidos, con lo que pasaríamos a otro problema: ¿cómo elegimos a esos sabios representantes del todo social?

QUE SE QUEDEN CON TODO (LOS ET)

Sin extraterrestres a la vista, y sin que las cuatro hipótesis sobre saltos cualitativos en la evolución de la humanidad y sus comunidades no sean otra cosa que eso, meras hipótesis, sólo queda el cuestionamiento final, pero más complicado: ¿cómo eligen los que elegimos (democráticamente) a quienes seleccionarán y cuidarán elementos del pasado común de la sociedad?.
Segunda, ¿cómo controlamos que los que seleccionan aquello que se conserva del pasado – y por tanto seguirá “en” el presente y “para” el futuro – hagan lo justo, debido y conveniente (con lo que abarco toda la escala moral, ética y estética de la selección de marras)?
Esta pregunta implica esta otra, la tercera, ¿cómo generar, sostener en principio y mantener luego ese acuerdo sobre el pasado valioso – en realidad, al implicar la selección un rechazo de lo no elegido, el único conservado -, en vistas a su entrega a las futuras generaciones (y hasta a la selección de los Ets por venir)?
Si se piensa tranquilamente en lo expresado, nada de eso está dicho o respondido. Simplemente, se ha dispuesto y hecho con un fantástico e irreverente pragmatismo ideológico (como ya planteamos, en realidad, no hay otro pragmatismo, pues es falso armar una contradicción entre actuar con pragmatismo y actuar ideológicamente, confusión impuesta y sorpresivamente en boga estos días).
Entonces, de no lograr una estructura de selección (retención-rechazo) de lo que implica el valor “pasado” (rescate, conservación y hasta veneración), el país, la ciudad, el barrio (recuerdo, la referencia era la Ciudad Vieja) estámos condenados a elegir mal y peor, incluso por la natural secuencia de gobernantes y gobiernos.
El lector puede pensar: “¡tanta vuelta para decir que cada uno que llega (a tener poder de decisión en cualquier orden) hace lo que quiere!”, pero no es ocioso recordar ese enorme pecado y redondear sus hirientes aristas.
Y, como hoy no se piensa-discute-decide este punto, uno puede pensar que casi sería mejor que los extraterrestres se encarguen de llevarse, dejar en pie o destruir lo que les parezca.
Sin embargo, el propio Piscitelli, proporciona otras claves, cuyo uso dialéctico permite una salida, casi como la de la acción salvadora (del hombre y la evolución) de los microbios en La Guerra de los mundos de H. W. Wells, mucho más humanamente redentora que el clarín de las fuerzas del supuesto bien que llegan a rescatar – a los supuestos buenos – en las películas del far west, o que el balazo salvador de la heroína que, con los ojos cerrados, esperaba que el asesino malo terminara con su vida.
Si bien la historia o, mejor, la Historia, supone un proceso (dialéctico), es verdad también que recorre un arco de elementos biológicos cruzados que cada vez se pueblan más de elementos culturales. Todo tiende a cierta perfección, nada la logra.
Simplemente se van abriendo compuertas, que luego se convierten en brechas que dejan a los lados de sus honduras a quienes logran disfrutar de las bondades del salto y a quienes quedan retrasados y condenados a la desaparición.
Las cuatro discontinuidades básicas concebidas desde el hombre, y que no por eso se han dado materialmente, son: de lo celeste a lo terrestre (Copérnico), de lo divino a lo animal (Darwin), de lo racional a lo irracional (Freud); y, la cuarta supone el paso hombre – máquina (Wiener, la cibernética).
Todas tienen ida y vuelta, pero en diversos niveles de complejidad, que no necesariamente deben ser mayores, pero sí tienden a la complementariedad, sin implicar cuestiones de valores – y lo digo sobre todo por lo que sucede en el ámbito de la política y la cultura -.
Pero el tema no es el paso, ni lo es saltar, sino provocar la nueva continuidad con una adecuada sutura, que no sólo intente tender puentes sobre la brecha, sino que la cierre para que todo esté “del lado de acá”, pronto a enfrentar los nuevos pasos dialécticos y lograr equilibrios más complejos y completos.
Quizás sin proponérmelo, he adoptado un sesgo social en este punto, y ruego me acompañen este discurso evitando confusiones mediante el recurso de entender las mentadas brechas como terribles desigualdades culturales, que no sólo refieren a la brecha digital – creador de una nueva ignorania, sino a honduras más profundas, cuando en el mundo no es raro el primer analfabetismo e incluso la exclusión absoluta que deriva en la muerte física de millones.

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