lunes, 25 de junio de 2007

Dialéctica - Dialéctica de lo Trascendente 2 - Por Roberto Bussero

SEGUNDA PARTE

CAPITULO 5

LA FICCION TRASCENDENTE

En sintonía con esos procesos supermacro, que no sólo refieren a la sociedad mundial – que solemos llamar globalizada – , y a la marcha hacia una sociedad del conocimiento, que se coloca como utopía no muy lejana que debería anteponerse a toda lucha por el cambio - total, ya viene solo -, se debe intentar comprender las complejidades del orden mundial, no ya sólo como estructura, sino también como intencionalidad más o menos alcanzada.
Como bien decía Comte, toda estructura social deriva su posibilidad de existir de su capacidad de orden y progreso. Digo orden, ahora, como número dialéctico con caos, pareja eterna, pero que no permite identificar el estado actual de cosas con cierta aparición espontánea, resultado de la conjunción de fuerzas muy heterogéneas cruzadas por quien sabe qué elemento aglutinador.
En ese campo, Hardt y Negri insistieron en una crítica ontológica del Imperio, sin olvidar el discurso ético biopolítico, que evalúa cuestiones como pasiones e intereses que marcan presencia en lo que es.
En definitiva, el problema es valorar la relación posible frente a un cierto pesimismo ontológico, que, por supuesto, incluye a la naturaleza humana presocial, que determinaría una cierta concepción fatalista de la organización social – si no nos atamos, controlamos, nos matamos entre nosotros – y su propuesta de pacto.
Esos autores aseguran, con razón, que ese tipo de legitimación leviatánica del Estado supone un error de base: sostiene una ficción trascendental del hombre con respecto a lo social, cuando existimos en – dentro de – la sociedad.
En otras palabras: la ontología a que se refiere la actualizada ciencia política es otra y no se escurre hacia dentro o fuera de la sociedad – y la cultura que practica – sino que es toda ella y contiene, precede y deriva a toda la actividad humana. “La política no puede construirse desde fuera” (H y N) de la sociedad que es.
Entonces el problema es cómo se construyen las formas políticas dominantes, que necesariamente (apodícticamente) deben ser dialécticas, partiendo de un campo de pura inmanencia objetivo-subjetivo, que sólo puede encontrar trascendencia en el marco de ese puro ente social y en todas sus condiciones.
Es decir, si no elimino la ficción trascendente, como referencia utópica que inicia una tensión entre lo histórico – lo que se da – y lo no histórico – lo que puede ser teoréticamente resultado del proceso que integramos -, y que nunca puede ser considerado como ahistórico, entendido como pura inhibición o suspensión del devenir social.
La forma política se convierte en la estela superficial o imagen ontológica de un proceso histórico – que ni siquiera podemos prevenir o poseer intelectualmente en todas sus dimensiones -, que es parte supraestructural de los esquemas más profundos de la historicidad.
A su vez, esa imaginación trascendental que formula las utopías trascendentales internas al desarrollo histórico dialéctico es denostada por quienes pretenden trascendentalizar (creo no estar cayendo en innecesaria iteración, y sí en una merecida redundancia, para evitar ruidos) la historia y la sociedad, mediante otras utopías antidialécticas “depositadas” sobre los hombres – convertidos mágicamente en ahistóricos y asociales – para establecer formas de dominación que ahogan las formas culturales, éticas y religiosas, tal como las concebimos en la primera parte: simples productos de relaciones sociales sin vínculo con lo absoluto.
Más aún, la clase dominante mezcla esa referencia a lo postontológico inverificable, lo divino o las eternidades estéticas, morales o éticas, con cierta facticidad asistemática, que está vinculada a un status estructural presuntamente natural y libre en sus causas y consecuencias: “la lógica de los hechos” más “la fuerza de los hechos”, sin inmanencia ni trascendencia “real”, suponen complejas tramas de poder que protegen estructuras económicas y sociales que se tornan imposibles en el proceso, por lo que deben ser defendidas con construcciones teóricoprácticas cada vez más dolosas.
El fascismo, el nazismo, el stalinismo y las dictaduras de los 70 en Latinoamérica son ejemplo de esas construcciones lamentablemente mágicas, que provocaron conductas rituales macabras, como asesinatos en masa, torturas y desaparición de personas.

CUESTION DE MEDIDA

Por otra parte, y sin que esta espiral incluya aún el presumible quid ideológico puntual, esa necesidad de defensa, protección y continuidad – bajo apariencia de cambio – de la supraestructura vigente implica una especie de odio hacia lo inconmensurable, que H y N evalúan como producto conceptual existente en toda la metafísica desde el mismísimo Aristóteles.
En definitiva, la medida como mesura moral (hybris) no supone la medida ontológica, sino más bien cierta conveniencia ética y moral que hace a la posibilidad de satisfacción, placer y hasta permanencia física del individuo y del todo (grupo, sociedad).
Por el contrario, en lo político, la medida – lo limitado – y lo inconmensurable – ilimitado – forman un par dialéctico sistemático, universal e inmanente a todo desarrollo utópico, y por ello trasciende tanto hacia la totalidad – y su eventual desarrollo – como hacia lo local – entendido como unidad básica de referencia del sujeto -.
De ese modo, las posibles pirámides conceptuales y hasta los innumerables proyectos ideológicos puntuales se vuelven parte de la dialéctica unidad – totalidad, a la cual no se le puede atribuir responsablemente otros fines que los objetivamente inmediatos o más o menos mediatos a la praxis actual.
Sin embargo, en esa actualidad poco extendida, sin duda también se advierte la precariedad y provisoriato de su sustancia social, lo que amerita la realización del ejercicio intelectual, nunca exento de afectividad – como necesidad instintiva y más –, que lleva a la búsqueda de mayores formas de lo mediato, tanto en el campo de la ciencia y su resultado, la tecnología, como en el de la especulación teórica social, por cierto inserta en el campo científico y necesariamente acotada a hipótesis de menor grado de generalidad.
En este último medio es donde la disputa teórico, teorética e ideológica no sólo se vuelve conducente, sino el fundamento de la actividad política, entendida simplemente como asunto relativo a la convivencia social, su organización, condiciones y – después de otros aspectos clásicos – también la eventual modificación de todos los componentes de su praxis – esto es, de sus significados -.

IDEOLOGÍA Y UTOPÍA

En este sentido, comparto no sólo que el concepto de ideología abarca el de enajenación – y sus clásicos componentes de alineación (objeto-sujeto) y reificación (sujeto-objeto), aunque, sinceramente, me parece una subdivisión que poco ahonda en la conceptualización -, como que cuando “hablamos” de ideología – o de ideologización – referimos a cierta combinación semiótica entre las infinitas posibles.
Al tiempo, toda combinación de signos no sólo resulta de la aplicación de ciertas “formalidades” (que, incluso, pueden reducirse a la forma matemática), sino también de las condiciones sociales.
En esa dirección, como dice Eagleton, es muy útil en este punto seguir la doctrina wittgensteiniana de “parecidos de familia”, más que a estructuras comunes o esencias constantes, para referirse al discurso ideológico. Pero esto no permite olvidar, tal como también apunta Eagleton, que la conciencia es otra enajenación, que, para el caso, se compone de aquellas condiciones históricas y sociales y de estas prácticas discursivas “reales”.
Si seguimos este discurso, si pasamos de pensar las palabras en términos de conceptos a pensar los conceptos en términos de palabras.
Por tal, es verdad que pierde pié la tesis empirista de que las palabras sustituyen a los conceptos, más bien los conceptos suponen la capacidad (individual, grupal y social, si es “divisible”) de utilizar las palabras de determinada – condicionada históricamente -.
Entonces, todo concepto es una práctica y, en tanto tal, refiere a un hacer en una realidad inabarcable, sobre la cual podemos estructurar infinitas formas de reconstrucción. La ciencia y la ideología son algunas de esas reconstrucciones y, como extensión, las utopías representan la parte proyectiva de esas estructuras lingüísticas y fácticas, condicionadas histórica y socialmente.
Por tanto una utopía es una “alta enajenación” de encuentro del sujeto social en una objetividad propuesta ideológicamente y proyectada como futuro posible para un todo social y cultural determinada.
Darle a lo utópico una característica desideologizada, convertirla en una misteriosa especulación individual o en una inaplicable o irresponsable propuesta de un colectivo anómico, post ritualista o rebelde sin causa, son algunos pecados de la práctica reaccionaria.

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