lunes, 27 de abril de 2009

622 - 12-09 - Dialéctica - Pero, ¿en qué siglo estamos? - Roberto Bussero

La sociedad exigida y exigente en la era de la interrupción

No parece razonable la pregunta. Pero, al tiempo de analizar la cuestión, la interrogante ingresa en el campo del dilema social, económico y cultural, y, por consiguiente, político.
¿Cuánto tiempo social – de ese que se mide por sucesión de acontecimientos – transcurrió entre la caída del socialismo real/irreal y la caída de las Torres? Sin duda, la respuesta debe ahondar más allá del simplismo de “un poco más de una decena de años”.
Respuesta, además, que debe intentar consumir –contener ordenadamente, “digerir” - los insumos creados por la sociedad mundializada y sus subculturas para acomodarse y/o asimilar las nuevas situaciones.
En ese sentido, los períodos de la Historia (de la que se escribe iniciando con mayúscula) se están “acortando”, al tiempo que rebozan de acontecimientos, fluyen y se interrumpen.
Permítaseme profundizar en estos dos términos. Primero con el fluir, que los exégetas y comentaristas del pensar griego identifican con la posición de Heráclito de Efeso.
Toda sociedad, como organismo y como estructura – las antiguas dinámica y estática sociales – se desarrolla en las dimensiones espaciotemporales. En ese aspecto, la dimensionalidad se multiplica, aclara y enrarece, se hace ora predominantemente temporal, ora predominantemente espacial.
FLUYE, TODO FLUYE (DEMASIADO)
Un filósofo de nuestro tiempo (*) ha identificado las etapas de dominio biopsicosocial del espacio – de la concepción estructural – con lo sólido, persistente. En lo vinculante, es la extensión de las cosas/objeto en el tiempo. Piensen en cuando ante una persona conocida que parece no sufrir el embate de los años decimos “para x no pasa el tiempo”.
A su vez, el mentado pensador relaciona las etapas de dominio del tiempo – de la concepción dinámica, de la aceleración – con lo fluido, lo líquido. Como tal, ese devenir es inconstante y está sometido a cambios de dirección e interrupciones.
Sin duda, estamos en una instancia “líquida” del desarrollo de la humanidad y su historia – o sea, del hombre y del relato predominante de su quehacer, su hacer y su no hacer (o no hecho) -.
También es claro que esta no es la primera etapa de inconsistencia humana, pero si parece que es la que con mayor certeza puede calificarse como "era de la interrupción" (**), nuestro segundo término al que referimos más arriba.
No reduzco el punto a la “nefasta” influencia en nuestras vidas de las toneladas virtuales de mails – gran parte de ellos spam – que atiborran nuestras computadoras, cuya lectura o molesta eliminación puede generar grotescas tecno – interrupciones en nuestras animadas y exigidas existencias.
Ni sólo refiero al perverso tic de ir anticipando nuestras vidas a través de mensajes de texto y comunicaciones cortas que componemos/recibimos desde teléfonos móviles.
Si es verdad que muchas veces parece que esos aditamentos relacionales han complicado más nuestras vidas de lo que las han resuelto, no podemos negar sus beneficios en la interconectividad humana.
TRIPLE “E”, SECRETO Y FRUSTRACIÓN
Asimismo, y volviendo a lo de los “siglos cortos” y el tiempo (demasiado) acelerado, la interrupción de la cotidianidad provoca un efecto desalentador: la sensación de insatisfacción/frustración por lo no acabado, nunca finiquitado, y el temor a “no estar al día” y a no poder ingresar en el “secreto”, sea cual sea, que suponemos nos ocultan los demás.
Hace falta una ética muy dura – sólida – para no sufrir y evidenciar esos padecimientos sociales, sin duda paralelos a la pretensión de pertenecer a ciertas élites que, a su vez, mantienen sus secretos y códigos. Estos son apreciados cuanto más indescifrables y hasta imposibles de encontrar por “los otros”, frente a quienes nos plantamos como un viscoso, y hasta ausente, “nosotros”, cuando no como un impenetrable yo.
Como insiste Umberto Eco, volvemos a una etapa medioeval, pero sin el necesario equipamiento ético y teológico. Más aún, se nos dificulta creer, somos directamente incapaces de hacerlo o hasta nos incomoda.
Piensen como es posible lograr extrema familiaridad con alguien que no conocemos personalmente, pero imaginamos “del otro lado” en una conexión de internet, mientras apenas saludamos a una persona “concreta” a la que vemos todos los días.
Esta es un mundo de sobre y mal entendidos, donde sólo importa lograr el triple eje del (supuesto) bienestar: eficacia/excelencia/éxito, triple “e” definida sobre escalas de valores difusas – no sólo desde el punto de vista moral, e incluso funcional – y con la terrible sensación del advenimiento inminente de terribles catástrofes personales, familiares, grupales y globales, donde la muerte y la vejez no son las únicas temidas.
SEMÁNTICA DE LA IDENTIDAD
Esos son efectos inmediatos de una civilización de la exigencia, apadrinada por la globalización/mundialización de cultura fluida, que ha inventado lo que Marc Augé llamó “no lugares”, sitios no poseídos, sin pertenencia, como un shopping center, el lobby de un hotel, los salones de los aeropuertos … Por supuesto, no refiere al concepto jurídico de propiedad, sino a la internalización individual o grupal del “sitio” y sus repercusiones psicosociales.
Es la hora de recomponer la identidad de la culturalización, de las pertenencias y los puntos de vista verdaderamente “yoicos”, sustanciales. William James planteaba el conocido ejemplo de dos leñadores discutiendo sobre el sentido del juego que practicaban dos ardillas, ¿Una rodea a la otra?, ¿cuál?, ¿no se rodean? La cuestión es que cada cual puede mantener su punto de vista y, más profundamente, todo se reduce a una cuestión de palabras y significados que, en esencia, no importa demasiado. No importa “nada”.
Pero el ejemplo sirve también para ingresar en el sano concepto de “el individuo como un yo”, en una especie de semántica de la pura identidad, que desde James a hoy se ha perdido, o al menos interrumpido.
Quizás la exigencia cultural sea reencontrar el paso civilizatorio, darle trazabilidad a vidas y objetos, eliminar la angustia impura de catástrofes inmediatas y reinstalar la pureza del acto mediato identificatorio de pasados, presentes y futuros.
Quizás los siglos puedan volver a consistir en centurias. Si alguno de los lectores encuentra la fórmula, le recomiendo no caer en exitismos triunfalistas, confíe en el correo y las publicaciones cotidianas para transmitirla, y evite acortar tiempos enviando mails o SMS. La Humanidad se lo agradecerá, o no.

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