viernes, 24 de octubre de 2008

604 - Papeles y cenizas - Lo eterno del fútbol - Fernando Caputi

El arco sigue fijo donde siempre estuvo

En el avión con destino a México ‘70, mi vecino de asiento se declaraba encantado de hablar sobre fútbol, confiando su admiración por los uruguayos Andreolo, “gran jugador” (campeón del mundo con la selección de su país, Italia) “a quien una vez tuve que expulsar en el torneo local por protestar”, y Ghiggia (“¿Cubilla es mejor?” preguntaba, incrédulo ante una posible respuesta afirmativa).
Giuseppe Fois, árbitro de alto prestigio internacional entre 1927/47, no afirmó expresamente que Schiaffino fuese el mejor del mundo –”tenía mucho acá”, adujo, señalando la zona cerebral–, pero lo dio a entender.
Yo sabía lo suficiente del ex notable estratega por haberlo visto jugar en el Centenario con aquella máquina del Peñarol ‘49 y en el Milan del ‘58, amén de vivir, gracias al milagro de la radio, la gloria de Maracaná ‘50 y el luto nacional de Suiza ‘54, cuando, en el alargue del partido del siglo ante Hungría, cayera por 4-2 el invicto de tres décadas mantenido por Uruguay en juegos olímpicos y mundiales, competencias supremas exactamente equivalentes.
Mi duda era saber si en el túnel del tiempo Pepe –del que incluso se comentaba que el hermano Pedro era superior– compitió en categoría con Héctor Scarone, para muchos de mis mayores el mejor de la historia (yo, chiquilín, jugué informalmente con él, veterano, en el Club Nacional de Regatas, y doy fe de su infalible sapiencia) o el Walter Gómez de pasmosa etapa con River Plate argentino, preguntándome si Omar Oscar Míguez pudo haber disputado el oro en ese podio de no incurrir, a intervalos regulares que lo mostraban irregular, en excesos de su exclusivo malabarismo peloteril.
Pero, entre los que vi, el por lejos mayor crack de todos los tiempos fue Rinaldo Martino, ex San Lorenzo, en su pasaje por Nacional al comenzar la segunda mitad del siglo XX, transformando en scorerers a cuanto delantero jugó a su lado, dando vuelta una derrota clásica con tres inolvidables goles de autoría directa que en el entretiempo condicionó a recibir –y por cierto recibió– la fortuna extra de $ 200 o, simplemente, como “nueve y diez” a la vez, dedicado a arrancar desde su defensa para armar un juego total avasallante, revolución que por deliberado error años después se atribuyera a su compatriota Alfredo Di Stéfano en el mucho más publicitado Real Madrid que compartían nuestros conocidos Santamaría, Rial y Rogelio Domínguez, Kopa, Puskas, Gento y otros fenómenos reunidos en un dream team cuyo único antecedente era, a la fecha, el Millonarios colombiano de Raúl Pini y Bibiano Zapirain.
A posteriori, también pude admirar en directo a Pelé (él mismo me reconocía que las defensas uruguayas en general lo anulaban marcando encima pero sin fouls, quedando en México a cargo de Gerson, más que él, la decisiva gravitación para que Brasil obtuviera ese mundial) y al no menos virtuoso pero más combativo Maradona, insuperables para quienes, más jóvenes, no vieron a Martino.
Por todo esto, hoy soy escéptico, porque sumado el nuevo milagro de la TV que permite viajar sin salir de casa y así ensanchar el espectro, aunque la modalidad de cable la dominan y manejan los argentinos, si bien a menudo me aburren y/o adormecen mejor que cualquier pastilla los cuchus, brujitas y otras infladas estrellas que no pasan de caricatura o remedo de aquellos sus coterráneos que en los 40, 50, 60 y algo los 70, aún sin pasar de campeonas morales (tiempo del manido “Ataca Argentina, gol uruguayo”), por su técnica maravillaban.
En el fútbol local también son históricas las vacantes para quienes le peguen con talento a la pelota o, mientras amagan a su alrededor, conciban genialidades. Ahora, el mayor protagonismo radica en empresarios 4x4 (todo terreno); árbitros im-prudentes o los de figuración continental, servidores de la pretendida supremacía de dos países grandes; un comentarista que interpreta la ley del offside y otras polémicas a su antojo sin advertir que la imagen denuncia cuál es el equipo de sus fanáticos amores que busca beneficiar; relatores que parecen nunca haber pisado una cancha como jugadores (buenos, regulares o pataduras), pues el “gran pase a la punta” que describen se pierde irremediablemente afuera, “peligrosos centros” rara vez caen en la olla como antiguamente, y el “notable remate desde lejos” en verdad termina dirigido a un quinto piso con respecto al arco, que, sin embargo, sigue fijo, inamovible, en la planta baja.
Después de las correspondientes recorridas in situ, también defiendo mi berretín de afirmar que por la pródiga cantidad de títulos, canchas y campitos en función de escuetas superficie y población, el verdadero país del fútbol no es, como tanto se oye invocar, uno de ambos inmensos territorios contiguos sino, en rigor, esta tan planita y humilde república celestona, cuya única culpa está en demorar demasiado su simple retorno a las raíces.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Don Alfredo di Stéfano, el mejor futbolista de todos los tiempos