En este mismo espacio, el 3 de setiembre último hice referencia a dos casos –verificados hace años personalmente– de supermercados porte medio que desplumaban incautos anunciando bajos precios reaumentados por las cajeras, extremo ya denunciado por el Periódico Ciudad Vieja.
Transcurridos casi dos meses, me aprestaba a insistir en el tema porque terminaba de comprobar que la misma maniobra de mala fe también la aplican grandes cadenas –paradoja: las mismas que, según sus ejecutivos, están contestes en colaborar para contener la inflación– cuando un canal de TV informó que habían sido detectadas 52 infracciones consistentes en, justamente, ignorar, al paso del cliente por las cajas registradoras, los precios de oferta proclamados en las góndolas.
Agregaba el informativo que la irregularidad, comprobada a partir de unas 200 denuncias presentadas ante Area Defensa del Consumidor del Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), hacían pasibles a los infractores de multas comprendidas entre 20 y 4.000 Unidades Reajustables.
¡Al fin alguien más captaba el sistemático fraude!
Pero ¿y?
Gobiernos blancos y colorados, basados en una convicción que comparte el frenteamplista, dejaron de fijar tarifas únicas o máximas salvo para contadísimos insumos o productos de primera necesidad. Bien. Pero visto y considerando la rebuscada y burda jugada de mala fe nuevamente de moda, ¿no cabe instituír un nuevo tipo de inspección, igualmente sistemática, para abolir esa tarifación falluta?
Instrumentar ese control parece ser vital e implica, desde luego que con ajuste a Derecho y tal vez específicas decisiones judiciales o legislativas, explicar a la población curiosidades tales como la existencia de una doble red informática en determinadas empresas infractoras. Por un lado, la de los valores rebajados no aplicados, de oferta, corroborados por máquinas verificadoras a disposición –cuando funcionan– del consumidor; por otro, los valores inmodificables del deliberado abuso que se perpetra a la hora de abonar.
En los estudios técnicos del MEF y sus profesionalizadas reparticiones como el Instituto Nacional de Estadística, entidades que dicen velar por los intereses públicos incluídos sectores “económicos” de universidades y gremios ¿cuáles de esos dos precios diferentes toman en cuenta?, ¿por acaso no prevén recabar, para su análisis, la tirilla impresa que a manera de recibo lleva el comprador? ¿la inspección tradicional no podría transformarse en auditoría?
Un funcionario con mando medio en una de estas empresas de doble discurso llegó a confiar que uno de sus patrones admite la artimaña como forma de recuperar el alto costo de imprimir folletos que son regularmente volanteados en el marco de una competencia comercial cada vez más dura.
El consumidor –lo hemos dicho– también es culpable por la negligencia de no agudizar la observación de sus gastos, en este caso comparando el que el cartelito mentiroso lo tienta a incurrir con el dinero que realmente le sacan del bolsillo.
Si con medidas de control hubiese algún avance hacia la invocada cristalinidad groseramente empañada, restará saber quiénes abogarán por tantas víctimas del dolo.
Porque, en la práctica y por ahora, casi todo es blá-blá. Basta ver lo ocurrido con la carne de pollo, que una y otra vez rebajada en teoría por el mayorista, no tiene reflejo en los minoristas del ramo.
Y ni hablemos de la deflación de 0,23% estimada para el mes de octubre.
(7.11.2007)
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