La fauna y la flora de un destino son grandes atractivos turísticos y los países deben aprovecharlos al máximo, recurriendo a todos los recursos disponibles a nivel de programación y marketimg.
La fauna especialmente, despierta siempre la admiración del turista, que lo transmite al regreso de cada viaje.
Así a la vuelta de Rio, dice entusiasmado, "me vi flor de culo portado por una garota”, o "en Madrid me agarré flor de pedo". Para que no me califiquen de chabacano o mal hablado – justo eso: escribí sobre el habla, quizás vulgar -, en estadio cultural más avanzado, alguien comenta de su visita a el Louvre con un tajante: "Leonardo era flor de pintor, era".
Estos comentarios suelen impactar a la audiencia, que se supone empata o pierde con el viajero informante, generándose un jugoso y fértil boca a boca, que es la mejor promoción, perdonen los avezados y premiados publicitas del turismo.
Aunque no todos los comentarios son laudatorios, por ejemplo: en Roma, el chofer era “un zapallo”; en Las Vegas, los casinos “me dejaron en la palmera”, el guía que nos tocó en La Habana “era un nabo”.
Pero, sin duda, la fauna es la gran atracción en todos los rubros, incluso en la duración de las estadías: en Uruguay un grupo de 62 españoles están esperando hace ocho años ver un elefante, objetivo que todavía no consiguieron, y sin cumplirlo aseguran que no se irán. El tema ha generado, muchas especulaciones; por ejemplo, en la DGI no se ha resuelto si se les debe aplicar el IRPF. mientras otros dicen que se confundieron a nuestro país con Uganda, pero nadie se atreve a decírselo.
Más allá de chistes malos – los étnicos suelen ser más un acercamiento que lo que son entendidos como discriminatorios, de lo que no hay duda es que el animal que más atractivo despierta es el ratociento Miguel que se aloja en el DisneyWorld, siendo además un fenómeno único de supervivencia con sus más de 60 años.
Algunos piensan hacerle un examen en el próximo almuerzo de ADN 8perdonen, hoy me levanté chistoso y contento por inaugurar este columna).
Del mismo modo, dejé el reposo, muy abrigado, para leer mi e.mails, y descubrí un artículo – de un boletín turístico, que coincidía con el tema que había imaginado como apertura – en más de un sentido -. Indicaba, “un atractivo, sino más bien un elemento identificativo relacionado con el turismo, lo constituye la fauna de cada región. Es sabido el interés que en algunos colectivos genera la variedad de pájaros de un país. Esto se amplia a la observación de peces en los bancos de coral, el avistaje de ballenas, delfines y demás, que motivan grandes contingentes de movimientos turísticos, a la largo de todo el año. Esto lo saben bien las televisoras, que nos deleitan casi a diario con vistosos reportajes sobre la vida salvaje, los animales, sus comportamientos”.
¡Vaya coincidencia!, y miren el ejemplo que se propone: “en Asturias, se ha tenido conocimiento de la existencia de osos en estado salvaje por siglos, si bien últimamente no se sabe si quedan muchos en su propio habitat, o si han quedado lamentablemente extinguidos. Esto ha despertado el interés de los técnicos en marketing turístico. Ya se sabe, si el producto no existe, el marketing tiene que inventarlo. Y por ello, han tenido la feliz idea de utilizar la imagen del oso asturiano para promocionar el turismo hacia la comunidad asturiana este próximo verano. Un razonamiento técnicamente muy acertado, aunque sorprende la forma en que se está desarrollando la campaña. Es previsible que si llegan a contactar los turistas y los osos, puede ser causa de conflicto tanto medioambiental como en cuanto a la seguridad personal. Por eso han aplicado una solución muy original”.
Termina, y termino, con esta afirmación: “Este año, el oso asturiano es de importación,viene de Yellowstone (USA), pasando por Hollywoodlleva sombrerito y se llama Yogui”. Encontremos – buscar es más fácil –nuestro Miguel Mouse, nuestro elefante…, nuestro oso Yogui.
viernes, 29 de junio de 2007
Retinas - "Evo Morales: salvar a la Tierra para salvar a la humanidad" - Por Pablo Cingolani
Evo Morales: salvar a la Tierra para salvar a la humanidad Por Pablo Cingolani
El presidente boliviano se proyecta en el ámbito mundial como un nuevo líder político del ecologismo de los pobres, del ecologismo humano que nace del sentimiento y la experiencia indígena y su relación de respeto y amor por la comunidad natural que lo rodea: “Hay que recuperar la vivencia de los pueblos indígenas. Sólo así salvaremos a la Tierra, sólo así salvaremos a la humanidad”.
No a los proyectos medioambientales desde arriba y desde afuera
El Presidente de Bolivia sigue sorprendiendo. En febrero, acusó a los países industrializados de ser los culpables de los desastres climáticos que estaban estremeciendo y haciendo sufrir a los pobladores de las tierras bajas de su país que se inundaron producto de un recrudecimiento del fenómeno de El Niño. Luego, en Japón, anunció su propuesta de renunciar a la guerra como un mecanismo para la resolución de los conflictos internacionales y la búsqueda de una paz duradera en base a la justicia y a la equidad.
Hace unos días, en un discurso pronunciado en la amazónica ciudad de Guayaramerín, insistió ?al menos en tres ocasiones? sobre que ya es tiempo de acabar con las imposiciones en materia de protección al medio ambiente que vienen “desde arriba y desde afuera” y que son los pueblos indígenas y los campesinos los señalados para llevar adelante las políticas de protección de la naturaleza en países como Bolivia , ante todo porque “ellos saben cómo hacerlo” y porque la biodiversidad es una herencia que recibimos de su saber, costumbres y usos tradicionales.
Nada más cierto: Bolivia es uno de los países con mayor diversidad biológica del mundo, gracias al arraigo y supervivencia de más de treinta culturas andino-amazónicas que no solamente han protegido y conservado la naturaleza de sus variadas regiones de vida sino que, con sus conocimientos aplicados al desarrollo biotecnológico, han aportado al conjunto de la humanidad incuestionables y muy valiosos descubrimientos. Sin ir más lejos, unas 4000 variedades de papa, el tubérculo que tras ser transplantado a la fuerza, salvó de la hambruna de manera recurrente y por siglos a los pobladores de la Europa conquistadora.
Nadie, hasta ahora que se sepa, agradeció ?ni hablar de pagar por los derechos que corresponden? a los habitantes originarios de los Andes y sus herederos históricos por semejante hallazgo nutritivo y vital. En contrapartida, los pobladores pobres de Bolivia y de todo el continente americano pagan patentes y regalías cada vez que consumen ?obligados por la compulsión que promueve la publicidad consumista del capitalismo? productos tan “nutritivos” como la Coca Cola.
Esas asimetrías de base económica y negación cultural deben cambiar. En eso, parece estar empeñado Morales. Evo, ha destacado que “salvar a la naturaleza es salvar a la humanidad” pero que, de una buena vez en la historia, el mundo industrializado debe reconocer los esfuerzos pasados y presentes de los pueblos originarios en la preservación ambiental y la conservación de la diversidad biológica del planeta.
El presidente boliviano se proyecta en el ámbito mundial como un nuevo líder político del ecologismo de los pobres, del ecologismo humano que nace del sentimiento y la experiencia indígena y su relación de respeto y amor por la comunidad natural que lo rodea: “Hay que recuperar la vivencia de los pueblos indígenas. Sólo así salvaremos a la Tierra, sólo así salvaremos a la humanidad”, volvió a insistir con vehemencia.
Lo hizo en el marco de la inauguración de un foro donde por primera vez en la historia democrática del país, el gobierno con sede en La Paz, impulsa un debate franco y abierto sobre las visiones y condiciones para propiciar el desarrollo armónico de la Amazonía, una región que ha sufrido saqueo de sus recursos naturales y el genocidio de sus pueblos indígenas originarios a lo largo de siglos. Fue en la referida ciudad de Guayaramerín, el pasado día 18 de julio.
El foro prosiguió sus sesiones hasta el día 19, cuando se leyó la llamada “Declaración de Guayaramerín” que incita a cerrar las heridas de la historia, “tanto las que enlutaron a nuestros pueblos indígenas y comunidades campesinas, como las que degradaron y saquearon nuestra naturaleza y nuestra biodiversidad”. Toda una declaración de principios encerrada en una frase.
Los porqué de la insistencia del Presidente Morales contra el repertorio de discursos, visiones y proyectos que vienen “desde arriba y desde afuera”, empezó a quedar clara cuando tras su intervención, le tocó el turno a su ministro político, el sociólogo Juan Ramón Quintana, quien exhibió ante la concurrencia una copia de la llamada Iniciativa de Conservación de la Cuenca Amazónica (ABCI, por sus siglas en inglés), un rosario de proyectos que impulsa y financia la agencia norteamericana para la cooperación internacional, más conocida mundialmente como USAID.
Quintana afirmó con referencia al ABCI que hubiera sido el “decálogo medioambiental perfecto” hace diez años cuando en Bolivia dominaban los partidos políticos que aceptaban mansamente las recetas neoliberales impuestas por los organismos financieros internacionales y sometían la realidad a las fuerza bruta e insensible del mercado y el capitalismo salvaje. Sin embargo, aclaró, Bolivia está cambiando y una propuesta como el ABCI que busca la internacionalización del territorio amazónico “suprimiendo la responsabilidad del Estado” ya está superada por los hechos y por la nueva dinámica democrática, cultural y socioambiental que se impulsa a partir del gobierno encabezado por Evo Morales, no por casualidad el primer indígena que ocupa la más alta responsabilidad política del país en más de 185 años de vida republicana. “Es una hipoteca de la región amazónica que no vamos a aceptar, puro imperialismo ecológico”, remarcó.
El foro fue convocado por el ministerio encabezado por Quintana, a través de su viceministerio de descentralización, para iniciar un proceso de debate, presentación y concertación de propuestas y proyectos que sirvan de base para la elaboración de una estrategia y una política de estado para un desarrollo armónico y no destructivo de la Amazonía, con la participación y beneficio prioritarios para aquellos que fueron marginados de manera permanente. Contó con la participación, entre otros, de la totalidad de los movimientos y organizaciones indígenas y campesinos de la región, incluyendo también a intelectuales y empresarios progresistas.
La Amazonía boliviana ocupa el sector norte del país, desde los contrafuertes orientales y selváticos de la cordillera de los Andes hasta la cuenca de los grandes ríos, el Beni, el Mamoré, el Madre de Dios y el Abuná, que juntos dan cauce al gran río Madera, uno de los afluentes principales del río Amazonas.
Precisamente en el río Madera, aguarda un desafío a la gestión de cambio del presidente Morales ya que el gobierno brasilero que encabeza Luís Inacio Lula da Silva anunció su intención de construir varias represas a lo largo de su curso, cuyo tramo superior comparte como límite arcifinio con Bolivia.
Movimientos sociales y ecologistas del norte amazónico boliviano ya se han pronunciado en contra de la construcción de las mismas ya que señalan que el daño ambiental que producirían a los territorios, el ecosistema y la población amazónica seria irreversible. El ministro de obras públicas de Bolivia, Jerjes Mercado, presente también en la cita de Guayaramerín, aseguró que mientras no se lleve adelante un estudio de impacto ambiental estratégico y específico sobre los impactos negativos de las represas, el gobierno no avalaría las obras, lo que provocó el aplauso sostenido de la concurrencia.
El encuentro de Guayaramerín parece querer abrir un proceso irreversible en este nuevo capítulo de la historia boliviana, marcado por la presencia decisiva de los movimientos sociales e indígenas en el centro de gravedad del escenario político y cultural del país. La voluntad política expresada por Evo Morales de impulsar el desarrollo conciente de la región más olvidada del país parece también reflejarse en las ansias recobradas de justicia de parte de la población amazónica. La nueva historia de la Amazonía boliviana recién empieza a escribirse. Será cuestión de estar atentos a lo que viene, tomando en cuenta la importancia global que la región asume de cara al futuro y al bienestar del mundo entero.
La Paz, 21/06/07
Año Nuevo Andino-Amazónico
El presidente boliviano se proyecta en el ámbito mundial como un nuevo líder político del ecologismo de los pobres, del ecologismo humano que nace del sentimiento y la experiencia indígena y su relación de respeto y amor por la comunidad natural que lo rodea: “Hay que recuperar la vivencia de los pueblos indígenas. Sólo así salvaremos a la Tierra, sólo así salvaremos a la humanidad”.
No a los proyectos medioambientales desde arriba y desde afuera
El Presidente de Bolivia sigue sorprendiendo. En febrero, acusó a los países industrializados de ser los culpables de los desastres climáticos que estaban estremeciendo y haciendo sufrir a los pobladores de las tierras bajas de su país que se inundaron producto de un recrudecimiento del fenómeno de El Niño. Luego, en Japón, anunció su propuesta de renunciar a la guerra como un mecanismo para la resolución de los conflictos internacionales y la búsqueda de una paz duradera en base a la justicia y a la equidad.
Hace unos días, en un discurso pronunciado en la amazónica ciudad de Guayaramerín, insistió ?al menos en tres ocasiones? sobre que ya es tiempo de acabar con las imposiciones en materia de protección al medio ambiente que vienen “desde arriba y desde afuera” y que son los pueblos indígenas y los campesinos los señalados para llevar adelante las políticas de protección de la naturaleza en países como Bolivia , ante todo porque “ellos saben cómo hacerlo” y porque la biodiversidad es una herencia que recibimos de su saber, costumbres y usos tradicionales.
Nada más cierto: Bolivia es uno de los países con mayor diversidad biológica del mundo, gracias al arraigo y supervivencia de más de treinta culturas andino-amazónicas que no solamente han protegido y conservado la naturaleza de sus variadas regiones de vida sino que, con sus conocimientos aplicados al desarrollo biotecnológico, han aportado al conjunto de la humanidad incuestionables y muy valiosos descubrimientos. Sin ir más lejos, unas 4000 variedades de papa, el tubérculo que tras ser transplantado a la fuerza, salvó de la hambruna de manera recurrente y por siglos a los pobladores de la Europa conquistadora.
Nadie, hasta ahora que se sepa, agradeció ?ni hablar de pagar por los derechos que corresponden? a los habitantes originarios de los Andes y sus herederos históricos por semejante hallazgo nutritivo y vital. En contrapartida, los pobladores pobres de Bolivia y de todo el continente americano pagan patentes y regalías cada vez que consumen ?obligados por la compulsión que promueve la publicidad consumista del capitalismo? productos tan “nutritivos” como la Coca Cola.
Esas asimetrías de base económica y negación cultural deben cambiar. En eso, parece estar empeñado Morales. Evo, ha destacado que “salvar a la naturaleza es salvar a la humanidad” pero que, de una buena vez en la historia, el mundo industrializado debe reconocer los esfuerzos pasados y presentes de los pueblos originarios en la preservación ambiental y la conservación de la diversidad biológica del planeta.
El presidente boliviano se proyecta en el ámbito mundial como un nuevo líder político del ecologismo de los pobres, del ecologismo humano que nace del sentimiento y la experiencia indígena y su relación de respeto y amor por la comunidad natural que lo rodea: “Hay que recuperar la vivencia de los pueblos indígenas. Sólo así salvaremos a la Tierra, sólo así salvaremos a la humanidad”, volvió a insistir con vehemencia.
Lo hizo en el marco de la inauguración de un foro donde por primera vez en la historia democrática del país, el gobierno con sede en La Paz, impulsa un debate franco y abierto sobre las visiones y condiciones para propiciar el desarrollo armónico de la Amazonía, una región que ha sufrido saqueo de sus recursos naturales y el genocidio de sus pueblos indígenas originarios a lo largo de siglos. Fue en la referida ciudad de Guayaramerín, el pasado día 18 de julio.
El foro prosiguió sus sesiones hasta el día 19, cuando se leyó la llamada “Declaración de Guayaramerín” que incita a cerrar las heridas de la historia, “tanto las que enlutaron a nuestros pueblos indígenas y comunidades campesinas, como las que degradaron y saquearon nuestra naturaleza y nuestra biodiversidad”. Toda una declaración de principios encerrada en una frase.
Los porqué de la insistencia del Presidente Morales contra el repertorio de discursos, visiones y proyectos que vienen “desde arriba y desde afuera”, empezó a quedar clara cuando tras su intervención, le tocó el turno a su ministro político, el sociólogo Juan Ramón Quintana, quien exhibió ante la concurrencia una copia de la llamada Iniciativa de Conservación de la Cuenca Amazónica (ABCI, por sus siglas en inglés), un rosario de proyectos que impulsa y financia la agencia norteamericana para la cooperación internacional, más conocida mundialmente como USAID.
Quintana afirmó con referencia al ABCI que hubiera sido el “decálogo medioambiental perfecto” hace diez años cuando en Bolivia dominaban los partidos políticos que aceptaban mansamente las recetas neoliberales impuestas por los organismos financieros internacionales y sometían la realidad a las fuerza bruta e insensible del mercado y el capitalismo salvaje. Sin embargo, aclaró, Bolivia está cambiando y una propuesta como el ABCI que busca la internacionalización del territorio amazónico “suprimiendo la responsabilidad del Estado” ya está superada por los hechos y por la nueva dinámica democrática, cultural y socioambiental que se impulsa a partir del gobierno encabezado por Evo Morales, no por casualidad el primer indígena que ocupa la más alta responsabilidad política del país en más de 185 años de vida republicana. “Es una hipoteca de la región amazónica que no vamos a aceptar, puro imperialismo ecológico”, remarcó.
El foro fue convocado por el ministerio encabezado por Quintana, a través de su viceministerio de descentralización, para iniciar un proceso de debate, presentación y concertación de propuestas y proyectos que sirvan de base para la elaboración de una estrategia y una política de estado para un desarrollo armónico y no destructivo de la Amazonía, con la participación y beneficio prioritarios para aquellos que fueron marginados de manera permanente. Contó con la participación, entre otros, de la totalidad de los movimientos y organizaciones indígenas y campesinos de la región, incluyendo también a intelectuales y empresarios progresistas.
La Amazonía boliviana ocupa el sector norte del país, desde los contrafuertes orientales y selváticos de la cordillera de los Andes hasta la cuenca de los grandes ríos, el Beni, el Mamoré, el Madre de Dios y el Abuná, que juntos dan cauce al gran río Madera, uno de los afluentes principales del río Amazonas.
Precisamente en el río Madera, aguarda un desafío a la gestión de cambio del presidente Morales ya que el gobierno brasilero que encabeza Luís Inacio Lula da Silva anunció su intención de construir varias represas a lo largo de su curso, cuyo tramo superior comparte como límite arcifinio con Bolivia.
Movimientos sociales y ecologistas del norte amazónico boliviano ya se han pronunciado en contra de la construcción de las mismas ya que señalan que el daño ambiental que producirían a los territorios, el ecosistema y la población amazónica seria irreversible. El ministro de obras públicas de Bolivia, Jerjes Mercado, presente también en la cita de Guayaramerín, aseguró que mientras no se lleve adelante un estudio de impacto ambiental estratégico y específico sobre los impactos negativos de las represas, el gobierno no avalaría las obras, lo que provocó el aplauso sostenido de la concurrencia.
El encuentro de Guayaramerín parece querer abrir un proceso irreversible en este nuevo capítulo de la historia boliviana, marcado por la presencia decisiva de los movimientos sociales e indígenas en el centro de gravedad del escenario político y cultural del país. La voluntad política expresada por Evo Morales de impulsar el desarrollo conciente de la región más olvidada del país parece también reflejarse en las ansias recobradas de justicia de parte de la población amazónica. La nueva historia de la Amazonía boliviana recién empieza a escribirse. Será cuestión de estar atentos a lo que viene, tomando en cuenta la importancia global que la región asume de cara al futuro y al bienestar del mundo entero.
La Paz, 21/06/07
Año Nuevo Andino-Amazónico
jueves, 28 de junio de 2007
Entre Vista - “La historia es un modo de distribución de la cultura” - Con Jesus Martin Barbero y Carlos Monsivais
de Página 12
Jesus Martin Barbero y Carlos Monsivais analizan la situación de Latinoamérica frente a la cercanía del bicentenario en la mayoría de sus países. Coinciden en que esa celebración histórica implicará un evento cultural, con profundas consecuencias políticas.
En pocos años, el tiempo inconcesivo pondrá a las naciones latinoamericanas de cara a los segundos centenarios de sus respectivas independencias. Lo que ha ocurrido desde que en 1910 Argentina se engalanó para saludar un porvenir auspicioso podría entenderse como un blooper, si no fuera por los ríos de sangre que han regado estas tierras desde entonces. Página/12 conversó con Jesús Martín Barbero y Carlos Monsiváis, dos figuras centrales del campo de los estudios culturales latinoamericanos, para analizar algunas claves de lo que sucedió y compartir, de paso, pepitas de un bien escaso hasta hace muy poco: el optimismo.
Barbero, dueño de una amabilidad chispeante, ha sido uno de los principales renovadores de los análisis de comunicación del continente. Lo esperaba Monsiváis, escritor y estudioso de un campo que abarca desde Luis Miguel hasta el neozapatismo, pasando por las tribus punks del DF Mexicano y el bolero (dicen que los conoce todos). La cara de estatua maya que tiene el mexicano se movió por primera vez cuando reconoció a su amigo caminando hacia la sala. Ambos visitaron Buenos Aires en ocasión de las jornadas internacionales Los Bicentenarios Latinoamericanos: Nación y Democracia, organizados por la Secretaría de Cultura. Después del saludo de piratas viejos, Monsiváis intentó introducir un poco de seriedad revelando su afección al coleccionismo. “Junto todo tipo de objetos. Tengo, por ejemplo, dibujos originales de Eisenstein.” “En realidad colecciona ligas de mujer”, se mandó Barbero. El otro hizo una mezcla de gruñido y risa antes de responder. “Y dime, ¿cómo anda tu amigo Uribe?”, contraatacó, anotándose el poroto del empate. Rieron. Señal de que ya estaban pensando en equipo.
–La mayoría de los países latinoamericanos celebrará los bicentenarios de su independencia próximamente (Ecuador y Bolivia en 2009; Argentina, Chile y México en 2010; Venezuela y Paraguay en 2011, etc.) ¿Cómo se enmarcan estas fechas en el momento que vive la cultura de la región?
Monsiváis: –Borges dijo alguna vez que él conocía peruanos, argentinos, chilenos; pero que no había conocido a un solo latinoamericano. Pues bien, en los próximos años sabremos si los hay, al menos en la intención y en los debates históricos, políticos y culturales. Es la primera oportunidad que tenemos para examinar de qué manera esa confluencia de anhelos y logros independentistas ha producido una realidad específica. Y se va a requerir un esfuerzo especial para averiguar si detrás de los acuerdos comerciales de los últimos años existe algo más. Por otra parte, los latinoamericanos están adquiriendo un peso político creciente. El 1º de mayo hubo en Estados Unidos manifestaciones masivas de hondureños, dominicanos, mexicanos... un abanico muy amplio que se reconoce como una identidad política bajo la bandera de América latina.
Barbero: –Paralelamente, todavía quedan reminiscencias de las “viejas patrias”. Es decir que, al menos en términos de gobiernos, lo nacional no se está terminando de entender como algo que se entrecruza, hecho con el aporte de diferentes materiales en contacto. Es cierto que hay un tejido cada vez más denso en el que gente de diversos países está confluyendo. Por eso vemos surgir, cada vez más, figuras de la cultura y el espectáculo de reconocimiento común.
–El hecho de que la vida política se esté tiñendo de localismos, ¿no responde a las necesidades de las burguesías nacionales, que necesitan generar consensos para negociar mejor su tajada ante las corporaciones extranjeras?
Monsiváis: –Creo que hasta ahora se ha minimizado la importancia de lo cultural. En Norteamérica tenemos el Free Trade Agreement desde hace doce o trece años, y no he conocido un mexicano que se sienta norteamericano. Esa integración nunca se va a dar porque ya de antemano una parte se ha apropiado del gentilicio. Asimismo, no hay posibilidad de entendimiento democrático con países en los que la mercadotecnia es la única democracia que se concibe. Y ahí es donde el tema de las burguesías no engaña ni despista. Al hablar de festejos de la independencia estamos hablando de otro orden de cosas; de comprensión de la historia como un modo de distribución de la cultura. En estos momentos, en que las mayorías han sido empobrecidas bárbaramente, los jóvenes no conocerían lo que es la movilidad social si no fuera por la cultura. Y si algo va a ser el bicentenario es un evento cultural. Con consecuencias políticas, claro.
Barbero: –El desafío es ayudar a que este “retorno” de la política al primer plano no se quede en los estereotipos Chávez-Kirchner-Lula-Evo. Hay que pensar lo que les falta a estos acuerdos de integración, para ir más allá de los puros contratos de la burguesía. Yo me enteré de que en uno de los primeros encuentros entre Lula y Kirchner salió a colación que tanto el cine argentino que veían los brasileños como el cine brasileño que veían los argentinos lo escogían los gringos. Son temas que están saliendo a la luz con fuerza y hay que darles la relevancia que merecen.
A lo largo del siglo XX, el afán aislacionista de la Argentina blanca jugó en contra de cualquier acercamiento a estos problemas comunes. El Primer Centenario revistió a la capital con toda la pompa que las clases dirigentes fueron capaces de exhibir, y logró desdibujar tras lo “oficial” a un abanico muy amplio de expresiones alternativas. Por eso para Barbero esta segunda vuelta requerirá de un mayor énfasis en el concepto de ciudadanía, entendido como posibilidad de participar en la construcción de un presente y un futuro. “Hay proyectos muy interesantes que pueden darnos ideas sobre dónde poner el eje. Sin ir más lejos, se está reconstruyendo, con el apoyo de la Unesco, el camino del Inca, que va desde el norte de Chile y Argentina hasta el sur de Colombia. No sólo se están recuperando los antiguos caminos. Se está teniendo en cuenta todo lo que por allí se intercambiaba. La idea es poner a la cultura en el centro, pero no desde la concepción de objetos ‘culturales’ sino desde la idea de que la cultura está hecha tanto de raíces como de frutos que sirven para el intercambio, la circulación y la interacción.”
–¿Qué nuevas herramientas tienen los pueblos para enfrentarse a las elites? ¿Qué cambió respecto de las armas que tenían durante los festejos de hace casi cien años?
Barbero: –Nuestras sociedades han hecho una reapropiación de todo lo que ha ido pasando por aquí, en el mejor sentido de los poetas “antropófagos” brasileños de la línea de Oswald de Andrade. Han construido en la lengua una herramienta formidable para hacer sentido, que se opone a los que la utilizan para oprimir, separar, anquilosar. Yo tengo una pequeña utopía: creo que nuestras culturas mayoritarias –predominantemente orales, visuales y sonoras–, tienen hoy una segunda oportunidad a partir de las nuevas tecnologías, que están rompiendo la separación entre los dos hemisferios cerebrales. Pero claro, el problema es que por ahora nuestras mayorías sólo acceden a la red en espacios y tiempos acotados...
Monsiváis: –Entre las ganancias de estos últimos cien años yo contaría la ilusión de la independencia y la esporádicas sensaciones de plenitud durante algunas experiencias de vida comunitaria. El desarraigo y las migraciones también han sido positivas, porque han diversificado la utopía geográfica y le han dado una fuerza enorme a la voluntad de buscar una vida mejor. Me entusiasma que “democracia” haya sustituido a “revolución”, porque conlleva el entendimiento de que la violencia no puede ser interpretada como una acción utópica; y me parece alentador que las luchas de género estén haciéndole frente a la homofobia. En suma, hay una batalla de términos, y su aprovechamiento crítico puede derivar en una nueva compresión de lo que se vive. Todo eso es una ganancia.
Informe: Facundo García.
Jesus Martin Barbero y Carlos Monsivais analizan la situación de Latinoamérica frente a la cercanía del bicentenario en la mayoría de sus países. Coinciden en que esa celebración histórica implicará un evento cultural, con profundas consecuencias políticas.
En pocos años, el tiempo inconcesivo pondrá a las naciones latinoamericanas de cara a los segundos centenarios de sus respectivas independencias. Lo que ha ocurrido desde que en 1910 Argentina se engalanó para saludar un porvenir auspicioso podría entenderse como un blooper, si no fuera por los ríos de sangre que han regado estas tierras desde entonces. Página/12 conversó con Jesús Martín Barbero y Carlos Monsiváis, dos figuras centrales del campo de los estudios culturales latinoamericanos, para analizar algunas claves de lo que sucedió y compartir, de paso, pepitas de un bien escaso hasta hace muy poco: el optimismo.
Barbero, dueño de una amabilidad chispeante, ha sido uno de los principales renovadores de los análisis de comunicación del continente. Lo esperaba Monsiváis, escritor y estudioso de un campo que abarca desde Luis Miguel hasta el neozapatismo, pasando por las tribus punks del DF Mexicano y el bolero (dicen que los conoce todos). La cara de estatua maya que tiene el mexicano se movió por primera vez cuando reconoció a su amigo caminando hacia la sala. Ambos visitaron Buenos Aires en ocasión de las jornadas internacionales Los Bicentenarios Latinoamericanos: Nación y Democracia, organizados por la Secretaría de Cultura. Después del saludo de piratas viejos, Monsiváis intentó introducir un poco de seriedad revelando su afección al coleccionismo. “Junto todo tipo de objetos. Tengo, por ejemplo, dibujos originales de Eisenstein.” “En realidad colecciona ligas de mujer”, se mandó Barbero. El otro hizo una mezcla de gruñido y risa antes de responder. “Y dime, ¿cómo anda tu amigo Uribe?”, contraatacó, anotándose el poroto del empate. Rieron. Señal de que ya estaban pensando en equipo.
–La mayoría de los países latinoamericanos celebrará los bicentenarios de su independencia próximamente (Ecuador y Bolivia en 2009; Argentina, Chile y México en 2010; Venezuela y Paraguay en 2011, etc.) ¿Cómo se enmarcan estas fechas en el momento que vive la cultura de la región?
Monsiváis: –Borges dijo alguna vez que él conocía peruanos, argentinos, chilenos; pero que no había conocido a un solo latinoamericano. Pues bien, en los próximos años sabremos si los hay, al menos en la intención y en los debates históricos, políticos y culturales. Es la primera oportunidad que tenemos para examinar de qué manera esa confluencia de anhelos y logros independentistas ha producido una realidad específica. Y se va a requerir un esfuerzo especial para averiguar si detrás de los acuerdos comerciales de los últimos años existe algo más. Por otra parte, los latinoamericanos están adquiriendo un peso político creciente. El 1º de mayo hubo en Estados Unidos manifestaciones masivas de hondureños, dominicanos, mexicanos... un abanico muy amplio que se reconoce como una identidad política bajo la bandera de América latina.
Barbero: –Paralelamente, todavía quedan reminiscencias de las “viejas patrias”. Es decir que, al menos en términos de gobiernos, lo nacional no se está terminando de entender como algo que se entrecruza, hecho con el aporte de diferentes materiales en contacto. Es cierto que hay un tejido cada vez más denso en el que gente de diversos países está confluyendo. Por eso vemos surgir, cada vez más, figuras de la cultura y el espectáculo de reconocimiento común.
–El hecho de que la vida política se esté tiñendo de localismos, ¿no responde a las necesidades de las burguesías nacionales, que necesitan generar consensos para negociar mejor su tajada ante las corporaciones extranjeras?
Monsiváis: –Creo que hasta ahora se ha minimizado la importancia de lo cultural. En Norteamérica tenemos el Free Trade Agreement desde hace doce o trece años, y no he conocido un mexicano que se sienta norteamericano. Esa integración nunca se va a dar porque ya de antemano una parte se ha apropiado del gentilicio. Asimismo, no hay posibilidad de entendimiento democrático con países en los que la mercadotecnia es la única democracia que se concibe. Y ahí es donde el tema de las burguesías no engaña ni despista. Al hablar de festejos de la independencia estamos hablando de otro orden de cosas; de comprensión de la historia como un modo de distribución de la cultura. En estos momentos, en que las mayorías han sido empobrecidas bárbaramente, los jóvenes no conocerían lo que es la movilidad social si no fuera por la cultura. Y si algo va a ser el bicentenario es un evento cultural. Con consecuencias políticas, claro.
Barbero: –El desafío es ayudar a que este “retorno” de la política al primer plano no se quede en los estereotipos Chávez-Kirchner-Lula-Evo. Hay que pensar lo que les falta a estos acuerdos de integración, para ir más allá de los puros contratos de la burguesía. Yo me enteré de que en uno de los primeros encuentros entre Lula y Kirchner salió a colación que tanto el cine argentino que veían los brasileños como el cine brasileño que veían los argentinos lo escogían los gringos. Son temas que están saliendo a la luz con fuerza y hay que darles la relevancia que merecen.
A lo largo del siglo XX, el afán aislacionista de la Argentina blanca jugó en contra de cualquier acercamiento a estos problemas comunes. El Primer Centenario revistió a la capital con toda la pompa que las clases dirigentes fueron capaces de exhibir, y logró desdibujar tras lo “oficial” a un abanico muy amplio de expresiones alternativas. Por eso para Barbero esta segunda vuelta requerirá de un mayor énfasis en el concepto de ciudadanía, entendido como posibilidad de participar en la construcción de un presente y un futuro. “Hay proyectos muy interesantes que pueden darnos ideas sobre dónde poner el eje. Sin ir más lejos, se está reconstruyendo, con el apoyo de la Unesco, el camino del Inca, que va desde el norte de Chile y Argentina hasta el sur de Colombia. No sólo se están recuperando los antiguos caminos. Se está teniendo en cuenta todo lo que por allí se intercambiaba. La idea es poner a la cultura en el centro, pero no desde la concepción de objetos ‘culturales’ sino desde la idea de que la cultura está hecha tanto de raíces como de frutos que sirven para el intercambio, la circulación y la interacción.”
–¿Qué nuevas herramientas tienen los pueblos para enfrentarse a las elites? ¿Qué cambió respecto de las armas que tenían durante los festejos de hace casi cien años?
Barbero: –Nuestras sociedades han hecho una reapropiación de todo lo que ha ido pasando por aquí, en el mejor sentido de los poetas “antropófagos” brasileños de la línea de Oswald de Andrade. Han construido en la lengua una herramienta formidable para hacer sentido, que se opone a los que la utilizan para oprimir, separar, anquilosar. Yo tengo una pequeña utopía: creo que nuestras culturas mayoritarias –predominantemente orales, visuales y sonoras–, tienen hoy una segunda oportunidad a partir de las nuevas tecnologías, que están rompiendo la separación entre los dos hemisferios cerebrales. Pero claro, el problema es que por ahora nuestras mayorías sólo acceden a la red en espacios y tiempos acotados...
Monsiváis: –Entre las ganancias de estos últimos cien años yo contaría la ilusión de la independencia y la esporádicas sensaciones de plenitud durante algunas experiencias de vida comunitaria. El desarraigo y las migraciones también han sido positivas, porque han diversificado la utopía geográfica y le han dado una fuerza enorme a la voluntad de buscar una vida mejor. Me entusiasma que “democracia” haya sustituido a “revolución”, porque conlleva el entendimiento de que la violencia no puede ser interpretada como una acción utópica; y me parece alentador que las luchas de género estén haciéndole frente a la homofobia. En suma, hay una batalla de términos, y su aprovechamiento crítico puede derivar en una nueva compresión de lo que se vive. Todo eso es una ganancia.
Informe: Facundo García.
Retinas - Acerca de la identidad - Felipe Pigna
Afortunadamente, y como una de las pocas consecuencias positivas de la crisis terminal que vivió la Argentina en el 2001, se ha venido dando un saludable renovado interés por nuestra historia, o sea por nosotros, por saber de nosotros, de dónde venimos, por qué estamos como estamos, en fin, quiénes somos y quiénes podemos ser.
En un país donde el pasado estuvo por siglos vinculado al horario de las batallas y al desinterés (palabra poco feliz, si lo pensamos) y la abnegación de los llamados próceres, es un gran avance que importantes sectores de la población de diferentes edades y clases comiencen a interesarse por su patrimonio más importante: su identidad.
Porque de esto se trata, la historia de un país es su identidad, es todo lo que nos pasó como sociedad desde que nacimos hasta el presente y allí están registrados nuestros triunfos y derrotas, nuestras alegrías y tristezas, nuestras glorias y nuestras miserias. Como en un gran álbum familiar, allí nos enorgullecemos y nos avergonzamos de nuestro pasado, pero nunca dejamos de tener en claro que se trata de nosotros.ç
La supresión de identidad fue quizás una de las prácticas más crueles de la dictadura militar; el desaparecido dejaba de existir como un ser nominado, era un NN con un número asignado por sus captores. A sus hijos se les daba un nuevo nombre y un nuevo destino, en muchos casos antagónico al que soñaban sus padres. La misma operación se ha hecho durante décadas con nuestra historia patria.
Se nos ha intentado suprimir la identidad nacional. La historia es por derecho natural de todos y la tarea es hace la historia de todos, de todos aquellos que han sido y van a ser dejados de lado por los seleccionadores de lo importante y lo accesorio.
Quienes quedan fuera de la historia mueren para siempre, es el último despojo al que nos somete el sistema, no dejar de nosotros siquiera el recuerdo. Los desobedientes de la obediencia debida a la traición, los honestos contra viento y marea, los rebeldes aún en la derrota. Un Tupac Amaru que mantiene su dignidad durante las más horrendas torturas y sigue clamando por la libertad de sus hermanos, soñando con la América libre.
Un Manuel Belgrano que no duerme escribiendo un proyecto de país que sabe imposible pero justo, que dedica su vida a la denuncia y persecución de “los partidarios de sí mismos”, de los “que usan los privilegios del gobierno para sus usos personales condenando al resto de los ciudadanos a la miseria y la ignorancia”.
Un Castelli que sueña y hace la revolución en la zona más injusta de América del Sur. Un Mariano Moreno que quema su vida en seis meses de febril actividad, sabiendo que el poder no da tregua y no perdona a los que se le atreven, pero que si nadie se le atreve todo va a ser peor.
Aquel pasado debería ayudarnos a dejar de pensar que “en este país siempre estuvo todo mal y por lo tanto nunca nada estará bien”.
Nuestra historia, rica como pocas, desmiente categóricamente esa frase funcional al no cambio, que no nos deja ni la posibilidad de soñar con un país mejor para todos.
En un país donde el pasado estuvo por siglos vinculado al horario de las batallas y al desinterés (palabra poco feliz, si lo pensamos) y la abnegación de los llamados próceres, es un gran avance que importantes sectores de la población de diferentes edades y clases comiencen a interesarse por su patrimonio más importante: su identidad.
Porque de esto se trata, la historia de un país es su identidad, es todo lo que nos pasó como sociedad desde que nacimos hasta el presente y allí están registrados nuestros triunfos y derrotas, nuestras alegrías y tristezas, nuestras glorias y nuestras miserias. Como en un gran álbum familiar, allí nos enorgullecemos y nos avergonzamos de nuestro pasado, pero nunca dejamos de tener en claro que se trata de nosotros.ç
La supresión de identidad fue quizás una de las prácticas más crueles de la dictadura militar; el desaparecido dejaba de existir como un ser nominado, era un NN con un número asignado por sus captores. A sus hijos se les daba un nuevo nombre y un nuevo destino, en muchos casos antagónico al que soñaban sus padres. La misma operación se ha hecho durante décadas con nuestra historia patria.
Se nos ha intentado suprimir la identidad nacional. La historia es por derecho natural de todos y la tarea es hace la historia de todos, de todos aquellos que han sido y van a ser dejados de lado por los seleccionadores de lo importante y lo accesorio.
Quienes quedan fuera de la historia mueren para siempre, es el último despojo al que nos somete el sistema, no dejar de nosotros siquiera el recuerdo. Los desobedientes de la obediencia debida a la traición, los honestos contra viento y marea, los rebeldes aún en la derrota. Un Tupac Amaru que mantiene su dignidad durante las más horrendas torturas y sigue clamando por la libertad de sus hermanos, soñando con la América libre.
Un Manuel Belgrano que no duerme escribiendo un proyecto de país que sabe imposible pero justo, que dedica su vida a la denuncia y persecución de “los partidarios de sí mismos”, de los “que usan los privilegios del gobierno para sus usos personales condenando al resto de los ciudadanos a la miseria y la ignorancia”.
Un Castelli que sueña y hace la revolución en la zona más injusta de América del Sur. Un Mariano Moreno que quema su vida en seis meses de febril actividad, sabiendo que el poder no da tregua y no perdona a los que se le atreven, pero que si nadie se le atreve todo va a ser peor.
Aquel pasado debería ayudarnos a dejar de pensar que “en este país siempre estuvo todo mal y por lo tanto nunca nada estará bien”.
Nuestra historia, rica como pocas, desmiente categóricamente esa frase funcional al no cambio, que no nos deja ni la posibilidad de soñar con un país mejor para todos.
Actuales - El desencanto Uruguayo - Red de Economistas de Izquierda
Sistema Tributario y reforma
Un Sistema Tributario es la forma en que el Estado financia su programa de gestión, que se cuantifica y expone, con metas, objetivos y prioridades, en la ley de presupuesto. Los impuestos buscan entonces agenciar recursos en función de la riqueza y de los ingresos y/o gastos de la población y destinarlos a las finalidades y prioridades del programa de gobierno.
Los modelos tributarios son históricos, se entrelazan con los debates teóricos y políticos de cada época por lo tanto son producto de la correlación de fuerza y los pactos dominantes -equilibrios dinámicos de la lucha de clases- existentes en cada sociedad. En las últimas tres décadas en América Latina se ha transitado de un modelo que gravaba los ingresos productivos, en especial del sector exportador, hacia otro que grava el gasto (impuestos indirectos del estilo del IVA). El concepto teórico-político detrás de los cambios es la tipificación de una “crisis de financiamiento de los Estados” o crisis fiscal cuya causa se identificaba con los excesos de gasto.
Fue el triunfo del neoliberalismo que cobijó una reestructura económica mundial y el fortalecimiento de la hegemonía norteamericana en detrimento del Estado del bienestar con fundamentos Keynesianos. En los espacios nacionales se conformaron coaliciones excluyentes, con nuevas oligarquías obscenamente ricas en contraste con las economías pobres que le sirven de marco. Los sistemas políticos son cada vez más virtuales y las políticas económicas son estratégicas para articular un orden internacional desregulado que beneficia a los más fuertes en detrimento de los débiles y donde las Instituciones Financieras Internacionales (IFIs) son operadoras calificadas.
El cambio en Uruguay comienza en la década de los 70 y el ministro Vegh Villegas es quien deroga el impuesto a la renta e instituye el IVA. La propuesta del IVA se fundamenta en un aumento en la eficiencia y simplicidad de la recaudación, una ampliación de la base impositiva y favorece un ahorro de los potenciales inversores ya que caen las tasas impositivas para el capital. Pese a lo anunciado la inversión siguió en guarismos históricos de niveles extremadamente bajos respecto a la región y aumentó la parte del excedente que se apropia el capital.
En 1984 el Frente Amplio ya presentaba en sus bases programáticas la idea de una:
"Reforma radical del sistema tributario que grave fundamentalmente la acumulación de riqueza y de ingresos, los recursos improductivos o de bajo rendimiento, las actividades antieconómicas y los vicios sociales... se buscará una disminución progresiva de los impuestos al gasto y al consumo... la simplificación, unidad y coherencia de régimen impositivo... ocupará siempre un lugar central la justicia en la distribución del ingreso (9 agosto, 1984)."
Decía a su vez la Plataforma electoral de 1989 del FA:
"El financiamiento de estos gastos (públicos) debe basarse en un sistema tributario que grave progresivamente la capacidad contributiva, que incentive el aumento de la producción, que apoye la distribución progresiva del ingreso y la riqueza nacional; que castigue los consumos suntuarios y la especulación. El IVA dejará de ser el instrumento de ajuste para las insuficiencias de recursos de gobierno."
Hace once años, tales afirmaciones se plasmaron en la ley presentada por la unanimidad de la bancada del FA al parlamento en 1996 y fue un elemento básico de la campaña electoral de 1999.
El espíritu que guió el debate de la fuerza política en los últimos 34 años estuvo en reposicionar el papel del Estado para orientar la economía, los instrumentos de política económica —y en especial la política fiscal—, para redistribuir la riqueza nacional y los flujos de ingreso. En tal sentido, un sistema tributario cobra importancia porque explícita o implícitamente elige los sectores estratégicos y los grupos sociales que prioriza en su programa. Por lo tanto, implica marcar la cancha para los actores económicos y políticos, es decir: define los amigos, o aliados estratégicos, del programa de gobierno y con ello el estilo de desarrollo a que se apunta. Demás está decir, que dado tal o cual estilo de desarrollo se desprenden las normas de repartición y apropiación del excedente.
Cabría esperar que nuestro gobierno impulse un Sistema Tributario que actúe a favor de una diversificación económica y en contra de la heterogeneidad estructural existente en nuestros países; pero a su vez, que enfrente decididamente la dependencia estructural, la inserción del país en los circuitos de acumulación mundial y los flujos y formas de succión del excedente. Por último debería contribuir a reposicionar a los débiles en una hegemonía de clase más incluyente, corroyendo los mecanismos de dominación y las alianzas que permiten sostener la forma económica vigente.
Sin embargo, la filosofía de la actual reforma sigue los parámetros neoliberales de décadas anteriores a pesar de los nombres, renombres y de los epítetos que la auto-proclaman progresista y progresiva. A su vez, resulta una oportunidad perdida en el sentido de reorientar la economía para la definición de lineamientos estratégicos sobre la mejor utilización de los recursos y la apropiación más democrática de la riqueza nacional.
Como se verá más adelante en este documento el Sistema Tributario no cambia sustancialmente el des-balance entre los impuestos indirectos - cuyo peso es decisivo en el sistema actual- y los directos. Las tasas del nuevo IRPF son progresivas sólo en lo que atañe a los trabajadores pero no lo son respecto al capital, por lo tanto, no es progresista. Una reforma progresista implicaría un traspaso de recursos desde el capital al trabajo, más aún, teniendo en cuenta los montos perdidos por los asalariados en el pasado reciente.
1. La reforma tributaria aumenta la inequidad entre el trabajo y el capital
La reforma tributaria (Ley Nº 18.083) que entrará en vigencia el 1º de julio profundiza la concepción predominante en el país desde hace décadas de financiar los egresos del Estado con base en la recaudación del Impuesto al Valor Agregado (IVA) y del Impuesto a las Retribuciones Personales (IRP) que grava los ingresos de los trabajadores activos y pasivos. Con esta reforma se aumenta la carga sobre el trabajo y se disminuye la carga sobre el capital.
1.1. Impacto en la recaudación. El Ministerio de Economía y Finanzas[1] y la Asesoría Económica de la Dirección General Impositiva[2] han realizado estimaciones acerca del impacto en la recaudación que tendrán los cambios impositivos aprobados por la ley citada[3]. El análisis de esa información, reorganizada en función de las clases y sectores sociales afectados, muestra que:
a) Se mantiene la incidencia del principal impuesto indirecto: el IVA.
El monto total de IVA que recauda actualmente la Dirección General Impositiva y el que recaudaría después de la reforma es prácticamente igual. Por la reducción de la tasa básica de 23% a 22% dejaría de cobrar 60 millones de dólares y por la extensión de la base a otros productos recibiría 112 millones. Por la reducción de la tasa mínima de 14% a 10% no cobraría 70 millones y por la extensión a otros bienes recaudaría 52 millones. También bajarían los ingresos en 25 millones porque la base imponible del IVA se reduce por la eliminación del COFIS.
En resumen, entre la rebaja de tasas y la extensión de la base imponible - la reclamada generalización del IVA a todos los productos - el pueblo uruguayo va a seguir pagando casi lo mismo por IVA. Actualmente paga alrededor de 1.620 millones y va a pagar 20 millones menos, una reducción porcentual ínfima (1,2%).
b) La recaudación del Impuesto a la Renta de las Personas Físicas (IRPF) sería de 350 millones de dólares[4]; lo que se paga por el IRP actualmente son 150 millones de dólares (135 los trabajadores y 15 los pasivos). La carga del IRPF se distribuirían de la siguiente forma:
- rentas del capital 33 millones (9%):
- honorarios profesionales 39 millones (11%),
- ingresos por la venta de fuerza de trabajo, salarios, 220 millones (63 %);
- ingresos por pasividades 59 millones (17%).
Un simple cálculo aritmético muestra que la reforma tributaria castiga a los trabajadores activos aumentando la carga impositiva en 85 millones de dólares y a los pasivos en 45 millones.
c) Los empresarios, en cambio, ganan con la reforma.
Se eliminan, entre otros, el Impuesto a la Renta de Industria y Comercio (410 millones de dólares) y el Impuesto a los Activos de las Empresas Bancarias (48 millones) y pasan a pagar el Impuesto a la Renta de las actividades empresariales (394 millones de dólares).
Van a pagar 64 millones de dólares menos por los dos conceptos anteriores, pero se eliminan además impuestos directos al capital por otros 25 millones. Debe considerarse, además, que la mayor parte de los 33 millones que pagarían los capitalistas por IRPF recaería en arrendamientos de propiedades, que no estaban gravados anteriormente.
Las PYMES, que constituyen la mayoría de las empresas uruguayas, son afectadas por esta reforma si bien aún resulta imposible cuantificar dicha incidencia. La escasa información práctica y la mínima participación social que acompañó el tramite de esta ley, no favorecen ni la transparencia ni la democracia.
d) El total de impuestos indirectos (2.290 millones de dólares) cae por la eliminación de la Contribución al Financiamiento de la Seguridad Social (125 millones), la reducción del IVA (20 millones) y otros impuestos menores (55 millones) a 2.090 millones. El total de impuestos directos, por su parte, aumenta de 880 a 1.010 millones, explicado fundamentalmente por la carga sobre los trabajadores activos y pasivos en 130 millones.
La reducción de los impuestos indirectos y las ganancias de los capitalistas serán financiadas por los trabajadores y, en menor medida, por una baja en la recaudación impositiva.
1.2. Efectos de la traslación impositiva. Los estudios sobre el impacto distributivo de la tributación deben incluir necesariamente la posibilidad que tiene el que debe pagar el impuesto de trasladar ese costo. En ese sentido, es claro que los empresarios pueden trasladar lo que pagan por impuestos aumentando los precios y/o disminuyendo los costos salariales y de proveedores. Con las reducciones impositivas, como el COFIS y el IVA, podrían hacer lo contrario - ante la ausencia de un sistema de regulación y control de precios - apropiarse de esa rebaja para aumentar los beneficios en lugar de trasladarlos a la reducción de precios.
Los trabajadores y pasivos no tienen posibilidades de traslación del impuesto, el IRPF será descontado directamente del sueldo y de la pasividad. La situación de los jubilados es bastante peor aún que la de los trabajadores activos, dado que estos últimos podrían, eventualmente, trabajar más horas formal o informalmente.
1.3. Primeras conclusiones. Lo que se ha señalado hasta ahora demostraría la regresividad de esta reforma que, esencialmente, recae sobre trabajadores y pasivos.
El gobierno sostiene, sin embargo, que esta reforma es progresiva basándose únicamente en análisis estadísticos por deciles de ingreso, que al no diferenciar el origen de dichos ingresos desconoce las enormes diferencias entre aquellos que son dueños de patrimonios que generan rentas y aquellos que sólo tienen su fuerza de trabajo para vender y, peor aún, las de aquellos que no tienen patrimonio ni capacidades para vender fuerza de trabajo: los pasivos.
Notoriamente aquí no pagan más los que tienen más como lo demuestra la reducción, tendiente a la eliminación, del Impuesto al Patrimonio de las personas físicas.
En esta reforma, como se demostró, pagarán mucho más los trabajadores y pasivos, en tanto que los capitalistas verán reducida su carga. Lo anterior se reflejará en la distribución del ingreso nacional disponible, en tanto reducirá aún más la participación de los salarios y pasividades, que eran en 2000 el 44,2% y que en 2006 alcanzaron solamente a 30,1%[5]. Al duplicarse los gravámenes sobre el trabajo y las pasividades se reduce su participación en el ingreso nacional disponible.
Debe considerarse, además, que si los capitalistas logran apropiarse de las reducciones en el monto de impuestos indirectos, todos los costos de esta reforma serán pagados por los trabajadores y pasivos de mayores ingresos.
La reforma tiene un efecto perverso porque contrapone los intereses de los trabajadores que ganan poco y muy poco que recibirán algo más de dinero en su bolsillo con los de aquellos que por trabajar en sectores de la economía con mayores ingresos y/o capacidad organizativa y/o fuerza sindical y/o preparación personal y/o antigüedad han logrado ingresos salariales mayores. Ello es notorio en las partidas en especie conquistadas por el movimiento sindical, como guarderías, alimentación, etc. Esta lógica que contrapone al trabajador que gana más con el que gana menos se traslada también a los pasivos.
Es regresiva, también, porque el mínimo no imponible es bajísimo, porque no considera los ingresos del núcleo familiar, porque no tiene deducciones adecuadas. Porque las tasas de impuestos sobre el capital son proporcionales y más bajas que las tasas que se aplican sobre el trabajo. Es notorio que no existe equidad horizontal entre los ingresos del trabajo y las rentas del capital.
2. Bases conceptuales del impuesto a la renta de las personas físicas
El Impuesto a la Renta de las Personas Físicas, está claramente determinado por criterios doctrinarios y normas positivas en diversos países.- En Uruguay por ley del 30 de noviembre de 1960 se estableció el impuesto personal a la renta que comenzó a regir el 1 de julio de 1961.
En 1996 el Frente Amplio presentó un proyecto proponiendo el Impuesto a la Renta de las Personas Físicas, en el cual se recogen las bases conceptuales tradicionales de este impuesto.- En el mismo sentido el Frente Amplio elaboró en 1999 una propuesta de este tributo con similares características.
A efectos del impuesto se denominan rentas a los ingresos que perciben las personas.- En la modalidad más clásica, los ingresos se identifican según su origen a efectos de dar a cada uno un tratamiento acorde a su naturaleza.- Las categorías que resultan son: los ingresos provenientes de las actividades económicas, que significan uso conjunto de capital y trabajo –industria, comercio y agro -; los de capital –inmobiliario y mobiliario-, y los del trabajo que se agrupan en la categoría personal.
Esta modalidad de clasificación diferenciada, permite adecuar los ajustes necesarios en cada una de las categorías para determinar la parte del ingreso que será computada a efectos del impuesto.
En particular a los ingresos que provienen del trabajo, es decir del esfuerzo de cada persona, en la ley de 1960 se les descuenta el 50% y el remanente es lo que se considera computable.- En el proyecto del Frente Amplio de 1996 se mantiene este criterio con algunas limitaciones.
Esta deducción favorece las rentas del trabajo y en los hechos tiene el mismo efecto que una reducción de la tasa a aplicar equivalente al porcentaje especial de deducción.
La sumatoria de todos los ingresos, ajustados según su procedencia, se acumula y de ese monto se descuenta el mínimo no imponible - Este mínimo exento está determinado por los gastos de mantenimiento usuales de las personas y/o las familias.- El excedente es lo que se considera rentas gravables a efectos del impuesto.
Es decir que se parte de los ingresos brutos, pero la arquitectura de este impuesto va depurando los montos percibidos, reconociendo los gastos directos que se corresponden a cada categoría de renta según su procedencia y naturaleza, y los gastos usuales de subsistencia de las familias para luego determinar las sumas que exceden el mínimo no imponible las que serán consideradas como rentas gravables.- De este modo el impuesto comienza a aplicarse luego de haber reconocido y deducido todas las partidas que significan los gastos en que la personas incurren para producir y conservar la renta.
Entonces sí estamos frente a un impuesto directo, a la renta, que es justo, contempla las capacidades contributivas y trata a los ingresos de las personas de acuerdo a su procedencia y privilegia los ingresos del trabajo que se obtienen con la contrapartida del esfuerzo personal de los trabajadores, tanto activos como pasivos.
En la ley 18083 el IRPF no tiene ninguno de estos escalonamientos y por ello aplica el impuesto sobre los ingresos totales de los trabajadores y los pasivos.- Es lo que hace actualmente el IRP .
Por lo tanto lo que se denomina en la ley 18083 como IRPF, es una prolongación y ampliación del impuesto a los sueldos y jubilaciones que existía, y que, aunque se derogue en su forma actual, sobrevive, fortalecido, y con agregados en esta nueva denominación.
Para concluir, un hecho no menor: la seguridad social, en esta ley, está desconocida como Sistema. Los aportes patronales se manejan por el gobierno como instrumento de la política económica, desconociendo que son parte de un Sistema autónomo que debe regular su propio funcionamiento y establecer los parámetros para obtener los recursos que le permitan servir sus prestaciones con suficiencia y autonomía, de acuerdo a los fines y necesidades del sistema.- Todo se subordina a una política que tiene finalidades que son prioritarias –deuda externa, superávit fiscal “primario”- y que tiene de rehén al resto del sistema, trabajadores y pasivos y a éstos por diversos modos, inclusive condicionando el sistema de seguridad social y desconociendo la autonomía que el mismo tiene y debe conservar.-
Montevideo, 27 de junio de 2007
Un Sistema Tributario es la forma en que el Estado financia su programa de gestión, que se cuantifica y expone, con metas, objetivos y prioridades, en la ley de presupuesto. Los impuestos buscan entonces agenciar recursos en función de la riqueza y de los ingresos y/o gastos de la población y destinarlos a las finalidades y prioridades del programa de gobierno.
Los modelos tributarios son históricos, se entrelazan con los debates teóricos y políticos de cada época por lo tanto son producto de la correlación de fuerza y los pactos dominantes -equilibrios dinámicos de la lucha de clases- existentes en cada sociedad. En las últimas tres décadas en América Latina se ha transitado de un modelo que gravaba los ingresos productivos, en especial del sector exportador, hacia otro que grava el gasto (impuestos indirectos del estilo del IVA). El concepto teórico-político detrás de los cambios es la tipificación de una “crisis de financiamiento de los Estados” o crisis fiscal cuya causa se identificaba con los excesos de gasto.
Fue el triunfo del neoliberalismo que cobijó una reestructura económica mundial y el fortalecimiento de la hegemonía norteamericana en detrimento del Estado del bienestar con fundamentos Keynesianos. En los espacios nacionales se conformaron coaliciones excluyentes, con nuevas oligarquías obscenamente ricas en contraste con las economías pobres que le sirven de marco. Los sistemas políticos son cada vez más virtuales y las políticas económicas son estratégicas para articular un orden internacional desregulado que beneficia a los más fuertes en detrimento de los débiles y donde las Instituciones Financieras Internacionales (IFIs) son operadoras calificadas.
El cambio en Uruguay comienza en la década de los 70 y el ministro Vegh Villegas es quien deroga el impuesto a la renta e instituye el IVA. La propuesta del IVA se fundamenta en un aumento en la eficiencia y simplicidad de la recaudación, una ampliación de la base impositiva y favorece un ahorro de los potenciales inversores ya que caen las tasas impositivas para el capital. Pese a lo anunciado la inversión siguió en guarismos históricos de niveles extremadamente bajos respecto a la región y aumentó la parte del excedente que se apropia el capital.
En 1984 el Frente Amplio ya presentaba en sus bases programáticas la idea de una:
"Reforma radical del sistema tributario que grave fundamentalmente la acumulación de riqueza y de ingresos, los recursos improductivos o de bajo rendimiento, las actividades antieconómicas y los vicios sociales... se buscará una disminución progresiva de los impuestos al gasto y al consumo... la simplificación, unidad y coherencia de régimen impositivo... ocupará siempre un lugar central la justicia en la distribución del ingreso (9 agosto, 1984)."
Decía a su vez la Plataforma electoral de 1989 del FA:
"El financiamiento de estos gastos (públicos) debe basarse en un sistema tributario que grave progresivamente la capacidad contributiva, que incentive el aumento de la producción, que apoye la distribución progresiva del ingreso y la riqueza nacional; que castigue los consumos suntuarios y la especulación. El IVA dejará de ser el instrumento de ajuste para las insuficiencias de recursos de gobierno."
Hace once años, tales afirmaciones se plasmaron en la ley presentada por la unanimidad de la bancada del FA al parlamento en 1996 y fue un elemento básico de la campaña electoral de 1999.
El espíritu que guió el debate de la fuerza política en los últimos 34 años estuvo en reposicionar el papel del Estado para orientar la economía, los instrumentos de política económica —y en especial la política fiscal—, para redistribuir la riqueza nacional y los flujos de ingreso. En tal sentido, un sistema tributario cobra importancia porque explícita o implícitamente elige los sectores estratégicos y los grupos sociales que prioriza en su programa. Por lo tanto, implica marcar la cancha para los actores económicos y políticos, es decir: define los amigos, o aliados estratégicos, del programa de gobierno y con ello el estilo de desarrollo a que se apunta. Demás está decir, que dado tal o cual estilo de desarrollo se desprenden las normas de repartición y apropiación del excedente.
Cabría esperar que nuestro gobierno impulse un Sistema Tributario que actúe a favor de una diversificación económica y en contra de la heterogeneidad estructural existente en nuestros países; pero a su vez, que enfrente decididamente la dependencia estructural, la inserción del país en los circuitos de acumulación mundial y los flujos y formas de succión del excedente. Por último debería contribuir a reposicionar a los débiles en una hegemonía de clase más incluyente, corroyendo los mecanismos de dominación y las alianzas que permiten sostener la forma económica vigente.
Sin embargo, la filosofía de la actual reforma sigue los parámetros neoliberales de décadas anteriores a pesar de los nombres, renombres y de los epítetos que la auto-proclaman progresista y progresiva. A su vez, resulta una oportunidad perdida en el sentido de reorientar la economía para la definición de lineamientos estratégicos sobre la mejor utilización de los recursos y la apropiación más democrática de la riqueza nacional.
Como se verá más adelante en este documento el Sistema Tributario no cambia sustancialmente el des-balance entre los impuestos indirectos - cuyo peso es decisivo en el sistema actual- y los directos. Las tasas del nuevo IRPF son progresivas sólo en lo que atañe a los trabajadores pero no lo son respecto al capital, por lo tanto, no es progresista. Una reforma progresista implicaría un traspaso de recursos desde el capital al trabajo, más aún, teniendo en cuenta los montos perdidos por los asalariados en el pasado reciente.
1. La reforma tributaria aumenta la inequidad entre el trabajo y el capital
La reforma tributaria (Ley Nº 18.083) que entrará en vigencia el 1º de julio profundiza la concepción predominante en el país desde hace décadas de financiar los egresos del Estado con base en la recaudación del Impuesto al Valor Agregado (IVA) y del Impuesto a las Retribuciones Personales (IRP) que grava los ingresos de los trabajadores activos y pasivos. Con esta reforma se aumenta la carga sobre el trabajo y se disminuye la carga sobre el capital.
1.1. Impacto en la recaudación. El Ministerio de Economía y Finanzas[1] y la Asesoría Económica de la Dirección General Impositiva[2] han realizado estimaciones acerca del impacto en la recaudación que tendrán los cambios impositivos aprobados por la ley citada[3]. El análisis de esa información, reorganizada en función de las clases y sectores sociales afectados, muestra que:
a) Se mantiene la incidencia del principal impuesto indirecto: el IVA.
El monto total de IVA que recauda actualmente la Dirección General Impositiva y el que recaudaría después de la reforma es prácticamente igual. Por la reducción de la tasa básica de 23% a 22% dejaría de cobrar 60 millones de dólares y por la extensión de la base a otros productos recibiría 112 millones. Por la reducción de la tasa mínima de 14% a 10% no cobraría 70 millones y por la extensión a otros bienes recaudaría 52 millones. También bajarían los ingresos en 25 millones porque la base imponible del IVA se reduce por la eliminación del COFIS.
En resumen, entre la rebaja de tasas y la extensión de la base imponible - la reclamada generalización del IVA a todos los productos - el pueblo uruguayo va a seguir pagando casi lo mismo por IVA. Actualmente paga alrededor de 1.620 millones y va a pagar 20 millones menos, una reducción porcentual ínfima (1,2%).
b) La recaudación del Impuesto a la Renta de las Personas Físicas (IRPF) sería de 350 millones de dólares[4]; lo que se paga por el IRP actualmente son 150 millones de dólares (135 los trabajadores y 15 los pasivos). La carga del IRPF se distribuirían de la siguiente forma:
- rentas del capital 33 millones (9%):
- honorarios profesionales 39 millones (11%),
- ingresos por la venta de fuerza de trabajo, salarios, 220 millones (63 %);
- ingresos por pasividades 59 millones (17%).
Un simple cálculo aritmético muestra que la reforma tributaria castiga a los trabajadores activos aumentando la carga impositiva en 85 millones de dólares y a los pasivos en 45 millones.
c) Los empresarios, en cambio, ganan con la reforma.
Se eliminan, entre otros, el Impuesto a la Renta de Industria y Comercio (410 millones de dólares) y el Impuesto a los Activos de las Empresas Bancarias (48 millones) y pasan a pagar el Impuesto a la Renta de las actividades empresariales (394 millones de dólares).
Van a pagar 64 millones de dólares menos por los dos conceptos anteriores, pero se eliminan además impuestos directos al capital por otros 25 millones. Debe considerarse, además, que la mayor parte de los 33 millones que pagarían los capitalistas por IRPF recaería en arrendamientos de propiedades, que no estaban gravados anteriormente.
Las PYMES, que constituyen la mayoría de las empresas uruguayas, son afectadas por esta reforma si bien aún resulta imposible cuantificar dicha incidencia. La escasa información práctica y la mínima participación social que acompañó el tramite de esta ley, no favorecen ni la transparencia ni la democracia.
d) El total de impuestos indirectos (2.290 millones de dólares) cae por la eliminación de la Contribución al Financiamiento de la Seguridad Social (125 millones), la reducción del IVA (20 millones) y otros impuestos menores (55 millones) a 2.090 millones. El total de impuestos directos, por su parte, aumenta de 880 a 1.010 millones, explicado fundamentalmente por la carga sobre los trabajadores activos y pasivos en 130 millones.
La reducción de los impuestos indirectos y las ganancias de los capitalistas serán financiadas por los trabajadores y, en menor medida, por una baja en la recaudación impositiva.
1.2. Efectos de la traslación impositiva. Los estudios sobre el impacto distributivo de la tributación deben incluir necesariamente la posibilidad que tiene el que debe pagar el impuesto de trasladar ese costo. En ese sentido, es claro que los empresarios pueden trasladar lo que pagan por impuestos aumentando los precios y/o disminuyendo los costos salariales y de proveedores. Con las reducciones impositivas, como el COFIS y el IVA, podrían hacer lo contrario - ante la ausencia de un sistema de regulación y control de precios - apropiarse de esa rebaja para aumentar los beneficios en lugar de trasladarlos a la reducción de precios.
Los trabajadores y pasivos no tienen posibilidades de traslación del impuesto, el IRPF será descontado directamente del sueldo y de la pasividad. La situación de los jubilados es bastante peor aún que la de los trabajadores activos, dado que estos últimos podrían, eventualmente, trabajar más horas formal o informalmente.
1.3. Primeras conclusiones. Lo que se ha señalado hasta ahora demostraría la regresividad de esta reforma que, esencialmente, recae sobre trabajadores y pasivos.
El gobierno sostiene, sin embargo, que esta reforma es progresiva basándose únicamente en análisis estadísticos por deciles de ingreso, que al no diferenciar el origen de dichos ingresos desconoce las enormes diferencias entre aquellos que son dueños de patrimonios que generan rentas y aquellos que sólo tienen su fuerza de trabajo para vender y, peor aún, las de aquellos que no tienen patrimonio ni capacidades para vender fuerza de trabajo: los pasivos.
Notoriamente aquí no pagan más los que tienen más como lo demuestra la reducción, tendiente a la eliminación, del Impuesto al Patrimonio de las personas físicas.
En esta reforma, como se demostró, pagarán mucho más los trabajadores y pasivos, en tanto que los capitalistas verán reducida su carga. Lo anterior se reflejará en la distribución del ingreso nacional disponible, en tanto reducirá aún más la participación de los salarios y pasividades, que eran en 2000 el 44,2% y que en 2006 alcanzaron solamente a 30,1%[5]. Al duplicarse los gravámenes sobre el trabajo y las pasividades se reduce su participación en el ingreso nacional disponible.
Debe considerarse, además, que si los capitalistas logran apropiarse de las reducciones en el monto de impuestos indirectos, todos los costos de esta reforma serán pagados por los trabajadores y pasivos de mayores ingresos.
La reforma tiene un efecto perverso porque contrapone los intereses de los trabajadores que ganan poco y muy poco que recibirán algo más de dinero en su bolsillo con los de aquellos que por trabajar en sectores de la economía con mayores ingresos y/o capacidad organizativa y/o fuerza sindical y/o preparación personal y/o antigüedad han logrado ingresos salariales mayores. Ello es notorio en las partidas en especie conquistadas por el movimiento sindical, como guarderías, alimentación, etc. Esta lógica que contrapone al trabajador que gana más con el que gana menos se traslada también a los pasivos.
Es regresiva, también, porque el mínimo no imponible es bajísimo, porque no considera los ingresos del núcleo familiar, porque no tiene deducciones adecuadas. Porque las tasas de impuestos sobre el capital son proporcionales y más bajas que las tasas que se aplican sobre el trabajo. Es notorio que no existe equidad horizontal entre los ingresos del trabajo y las rentas del capital.
2. Bases conceptuales del impuesto a la renta de las personas físicas
El Impuesto a la Renta de las Personas Físicas, está claramente determinado por criterios doctrinarios y normas positivas en diversos países.- En Uruguay por ley del 30 de noviembre de 1960 se estableció el impuesto personal a la renta que comenzó a regir el 1 de julio de 1961.
En 1996 el Frente Amplio presentó un proyecto proponiendo el Impuesto a la Renta de las Personas Físicas, en el cual se recogen las bases conceptuales tradicionales de este impuesto.- En el mismo sentido el Frente Amplio elaboró en 1999 una propuesta de este tributo con similares características.
A efectos del impuesto se denominan rentas a los ingresos que perciben las personas.- En la modalidad más clásica, los ingresos se identifican según su origen a efectos de dar a cada uno un tratamiento acorde a su naturaleza.- Las categorías que resultan son: los ingresos provenientes de las actividades económicas, que significan uso conjunto de capital y trabajo –industria, comercio y agro -; los de capital –inmobiliario y mobiliario-, y los del trabajo que se agrupan en la categoría personal.
Esta modalidad de clasificación diferenciada, permite adecuar los ajustes necesarios en cada una de las categorías para determinar la parte del ingreso que será computada a efectos del impuesto.
En particular a los ingresos que provienen del trabajo, es decir del esfuerzo de cada persona, en la ley de 1960 se les descuenta el 50% y el remanente es lo que se considera computable.- En el proyecto del Frente Amplio de 1996 se mantiene este criterio con algunas limitaciones.
Esta deducción favorece las rentas del trabajo y en los hechos tiene el mismo efecto que una reducción de la tasa a aplicar equivalente al porcentaje especial de deducción.
La sumatoria de todos los ingresos, ajustados según su procedencia, se acumula y de ese monto se descuenta el mínimo no imponible - Este mínimo exento está determinado por los gastos de mantenimiento usuales de las personas y/o las familias.- El excedente es lo que se considera rentas gravables a efectos del impuesto.
Es decir que se parte de los ingresos brutos, pero la arquitectura de este impuesto va depurando los montos percibidos, reconociendo los gastos directos que se corresponden a cada categoría de renta según su procedencia y naturaleza, y los gastos usuales de subsistencia de las familias para luego determinar las sumas que exceden el mínimo no imponible las que serán consideradas como rentas gravables.- De este modo el impuesto comienza a aplicarse luego de haber reconocido y deducido todas las partidas que significan los gastos en que la personas incurren para producir y conservar la renta.
Entonces sí estamos frente a un impuesto directo, a la renta, que es justo, contempla las capacidades contributivas y trata a los ingresos de las personas de acuerdo a su procedencia y privilegia los ingresos del trabajo que se obtienen con la contrapartida del esfuerzo personal de los trabajadores, tanto activos como pasivos.
En la ley 18083 el IRPF no tiene ninguno de estos escalonamientos y por ello aplica el impuesto sobre los ingresos totales de los trabajadores y los pasivos.- Es lo que hace actualmente el IRP .
Por lo tanto lo que se denomina en la ley 18083 como IRPF, es una prolongación y ampliación del impuesto a los sueldos y jubilaciones que existía, y que, aunque se derogue en su forma actual, sobrevive, fortalecido, y con agregados en esta nueva denominación.
Para concluir, un hecho no menor: la seguridad social, en esta ley, está desconocida como Sistema. Los aportes patronales se manejan por el gobierno como instrumento de la política económica, desconociendo que son parte de un Sistema autónomo que debe regular su propio funcionamiento y establecer los parámetros para obtener los recursos que le permitan servir sus prestaciones con suficiencia y autonomía, de acuerdo a los fines y necesidades del sistema.- Todo se subordina a una política que tiene finalidades que son prioritarias –deuda externa, superávit fiscal “primario”- y que tiene de rehén al resto del sistema, trabajadores y pasivos y a éstos por diversos modos, inclusive condicionando el sistema de seguridad social y desconociendo la autonomía que el mismo tiene y debe conservar.-
Montevideo, 27 de junio de 2007
Ponencia - La obra de Carlos Marx y los desafios del siglo XXI - Ricardo Alarcón de Quesada
"Recordemos que decía que no bastaba que la idea clamase por hacerse realidad, sino que era necesario que la realidad gritase también por erguirse en idea" Franz Mehring
No intentaré abordar aquí la amplia y rica producción intelectual de Carlos Marx, su profundo análisis del capitalismo o de los principales acontecimientos de su época ni tampoco lo haré acerca de su vida ejemplar como luchador social y dirigente revolucionario. Se que estos temas resultan familiares a ustedes.
Les propongo, si se me concede la licencia, separar a Marx del marxismo. Con ello aludo a la necesidad de pensar a Marx desde Marx más que desde cualquiera de las versiones del marxismo, imaginarlo a él planteándose los desafíos del Siglo XXI, apartando lo esencial de su obra, de lo que de su obra hicieron otros. En lugar de embarcarnos en la nunca acabada sucesión de relecturas de su pensamiento que han acompañado a quienes lo reivindican como suyo, tanto como a los que se empeñan inútilmente en sepultarlo, es necesario rescatar su legado fundamental, aquello que le hace trascender su tiempo para estar aquí y ahora, en la lucha por la emancipación humana.
Tomo como punto de partida la advertencia, no siempre escuchada, de Rosa Luxemburgo: "la obra capital de Marx, como su ideología toda, no es ningún evangelio en que se nos brinden verdades de última instancia, acabadas y perennes, sino manantial inagotable de sugestiones para seguir trabajando con la inteligencia, para seguir investigando y luchando por la verdad".
Asumir su obra, por encima de cualquier otra consideración, como fuente de inspiración y guía para quienes como él queremos no sólo interpretar acertadamente el mundo sino sobre todo transformarlo luchando hasta alcanzar el socialismo.
No se trata de encontrar en sus textos citas que parezcan útiles al análisis de la realidad contemporánea, del capitalismo tal cual es hoy día, algo de lo que él no se ocupó ni habría podido proponérselo.
Nuestra obligación, es valernos de su ideología toda y desde ella construir una teoría y una práctica que corresponda con esa realidad y contribuya a transformarla.
Probablemente no exista prioridad más alta ni urgencia mayor para los socialistas: definir una concepción estratégica y precisar las tácticas y los métodos de lucha adecuados para enfrentar al capitalismo realmente existente. Las herramientas teóricas a nuestra disposición requieren ser afiladas para su empleo eficaz en esta etapa que plantea nuevos desafíos al movimiento revolucionario.
Estas notas no tienen otro propósito que contribuir a la discusión de ese crucial tema y carecen, obviamente, de cualquier pretensión de agotarlo. Han sido redactadas teniendo presente lo que del gran texto inconcluso afirmara también Rosa Luxemburgo: "Inacabados como quedaron, estos dos tomos encierran valores infinitamente más preciosos que cualquier verdad definitiva y perfecta: el acicate para la labor del pensamiento y ese análisis crítico y de enjuiciamiento de las propias ideas, que es lo que hay de más genuino en la teoría que nos ha legado Carlos Marx".
Otra observación indispensable. La necesidad de elaborar una teoría revolucionaria que sirva a la victoria frente a lo que se ha dado en llamar la globalización neoliberal no tiene absolutamente nada que ver con una pretendida liquidación del marxismo y mucho menos con la imaginaria desaparición de la lucha de clases que algunos intentaron convertir en dogmas inamovibles en apresurados textos que inundaron el planeta a comienzos de la última década del Siglo XX.
La disolución de la URSS y la bancarrota del denominado "socialismo real" dieron paso a una operación triunfalista hábilmente desplegada por los principales centros del imperialismo que, sin embargo, apenas podía ocultar su carácter esencialmente defensivo: con su victoria aparentemente total y definitiva, el capitalismo, en realidad, entraba en una nueva fase que pudiera ser terminal en la que sus contradicciones y limitaciones se manifiestan con una crudeza no disimulada y en la que surgen nuevas, insospechadas, posibilidades para la acción revolucionaria.
Esa paradoja quizás explique la escasa duración de aquel triunfalismo en el plano académico. Pocos repiten hoy aquella bobería acerca del "fin de la historia". No lo hace ya siquiera Fukuyama, más preocupado en estos días en criticar el fracaso de la política de Bush que tanto le debe, sin embargo, a sus elucubraciones. La actual crisis dentro del movimiento neoconservador norteamericano sugiere que no son pocos quienes se cuestionan ahora si verdaderamente fueron ellos los vencedores de la Guerra Fría.
De nuestro lado se impone asimismo la reflexión autocrítica.
Debemos admitir nuestros propios errores sobre todo los que sirvieron de abono a la manipulación burguesa del derrumbe del modelo soviético. No es este el momento para profundizar en el análisis del fracaso de una experiencia que ya pertenece a los historiadores. Pero sí resulta ineludible subrayar aquí algo que condujo a la derrota y a su ventajosa utilización por el enemigo.
Ese proyecto -independientemente de Lenin y del espíritu creador que animó los primeros años de la Revolución bolchevique- redujo el marxismo a una escolástica determinista y mecanicista, transformó la investigación en dogma, el pensamiento en propaganda, hasta atraparlo en una esclerosis sin salida. Fabricó una "ciencia" simplificadora que creyó demostrar que el socialismo se realizaría inevitablemente, por sí mismo, como ineluctable consecuencia de una historia predeterminada y que ese socialismo seguiría su marcha, también incontestable, conforme a leyes y reglas codificadas en extraño ritual. El socialismo, en resumen, era inevitable e invencible, con él se arribaría verdaderamente al fin de la historia. No cualquier socialismo sino ese en particular, el que en admirable hazaña trataron de alcanzar Lenin y los bolcheviques, cuya enorme significación nadie podrá arrancar de la memoria del proletariado pero que era eso, un proyecto específico, -es decir, una obra humana, con virtudes y defectos, glorias y sombras, resultado de inmensos sacrificios de un pueblo concreto en circunstancias y condiciones también concretas- y no la realización de una idea predestinada y universal.
La conversión de la experiencia soviética en paradigma para quienes en otros lugares libraban sus propias luchas anticapitalistas, y la imperiosa obligación de defenderla frente a sus enconados y poderosos enemigos, condujo a la subordinación de gran parte del movimiento revolucionario a la política y los intereses de la URSS que no siempre correspondían con los de otros pueblos. La guerra fría y la división del mundo en dos bloques de estados antagónicos que se amenazaban mutuamente con la aniquilación nuclear, redujo al mínimo la capacidad del pensamiento crítico y reforzó el dogmatismo.
En honor a la verdad hay que rendir homenaje a los incontables hombres y mujeres que sacrificaron sus vidas, la mayor parte en total anonimato y murieron heroicamente en cualquier rincón del planeta defendiendo al país de los soviets, a su política y a su aplicación en el propio terruño por equivocada que fuera en no pocos casos. Para ellos respeto y admiración. Pero de lo que se trata ahora es de reconocer las consecuencias muy nocivas de esa tendencia.
El "seguidismo" caló hondamente en muchos, organizaciones e individuos, que no pudieron reaccionar racionalmente cuando se desplomó el sistema que era sustento de su fe. Habían vivido convencidos de ser parte de un conjunto imbatible, dueños y administradores de verdades científicamente demostradas y marchaban en una entusiasta procesión de la que, curiosamente, no participaba el fundador, quien simplemente, con toda naturalidad, había aclarado "je ne suis pas marxiste".
Derrumbado el mito, antiguos dogmáticos fueron incapaces de apreciar las nuevas posibilidades del movimiento revolucionario, los espacios antes inexistentes que era necesario explorar con audacia y creatividad. Hubo quienes, en acrobacia insuperable, se sumaron a los "vencedores" convirtiendo la traición en su nueva religión.
Pero crece el número de los inconformes, de los insatisfechos, de los que se rebelan. Toda la retórica acerca de la hegemonía norteamericana se da de cachetes con su empantanamiento en Iraq, las insalvables contradicciones y limitaciones de su economía, el despertar de masas que allá suponían dormidas, y la corrupción y el resquebrajamiento moral que socavan su sistema político.
No andan lejos sus socios en Europa. Acostumbrados, ellos también, a la disciplina bloquista y el "seguidismo" no alcanzan a descubrir la profundidad de la crisis insuperable del que fue, pero ya no es, omnipotente jefe.
En América Latina y en otras partes del Tercer Mundo, entretanto, se afirman procesos radicales y se adelantan esquemas de concertación que buscan eliminar, o al menos reducir, la dominación imperialista.
El malestar anticapitalista, por primera vez, se manifiesta, al mismo tiempo en todas partes, en los países avanzados y en los atrasados y no se reduce sólo a los proletarios y otras capas explotadas. No sólo se expresa hoy en las luchas que pudiéramos llamar "clásicas" -entre clases y naciones explotadas y explotadoras- sino que a ellas se agregan, a veces con más aliento, las que exigen la salvación del medio ambiente, o los derechos de la mujer y de los discriminados y excluidos por cuestiones de sexo, etnia o religión.
Un conjunto diverso, multicolor, en el que no faltan contradicciones y paradojas surge frente al sistema dominante No es aún el arco iris que anuncia el fin de la tormenta. Lo caracteriza la espontaneidad, requiere articulación y coherencia que deben ser estimuladas sin sectarismo, sin arrebatarle la frescura.
El gran reto de los revolucionarios, de los comunistas, es definir nuestro papel, el lugar que debemos ocupar en esta batalla. Para ello necesitamos una teoría.
En ese sentido hay que regresar a la tan conocida como olvidada definición de Lenin: "Una acertada teoría revolucionaria sólo se forma de manera definitiva en estrecha conexión con la experiencia práctica de un movimiento verdaderamente de masas y verdaderamente revolucionario".
Esa teoría, a escala mundial, no existe como algo hecho, que sirva de guía en la lucha para sustituir el actual orden y transformarlo en dirección al socialismo. La teoría hay que formarla y su formación definitiva tiene que realizarse en una interrelación constante con la práctica, en un proceso del que ambos integran un todo inseparable. Pero no se trata de cualquier práctica sino la de un movimiento que sea, a la vez, "verdaderamente de masas y verdaderamente revolucionario".
¿Cuándo puede un movimiento ser definido como verdaderamente de masas y cuándo adquiere la cualidad de verdaderamente revolucionario? Las respuestas no se encontrarán en un laboratorio de investigación ni brotarán del debate académico. Habrán de crearlas los propios revolucionarios, hombres y mujeres de carne y hueso, actuando desde las masas, construyendo su movimiento y tratando de hacerlo cada vez más revolucionario. La vida entera del genial jefe bolchevique puede resumirse en ese empeño.
Una persistente leyenda atribuye al autor del Capital haber dicho que "el hombre piensa como vive", lo cual repiten aun no pocos militantes sin advertir el error ni sus efectos paralizantes. La relación entre el hombre y su entorno es de importancia decisiva para la ética y la política y para comprender la Undécima Tesis sobre Feuerbach. Para transformar el mundo la clave está en la Tercera Tesis. Recordemos las precisiones de Marx:
"La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la educación, y de que, por tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias distintas y de una educación modificada, olvida que son los hombres, precisamente, los que hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado. Conduce, pues, forzosamente, a la división de la sociedad en dos partes, una de las cuales está por encima de la sociedad (así, por ejemplo, en Roberto Owen)
La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana sólo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria".
En la Segunda Declaración de La Habana los cubanos proclamamos que "el deber de todo revolucionario es hacer la revolución". Hacerla significa crear un mundo nuevo a partir de los obstáculos y limitaciones que imponen las circunstancias, en un incesante batallar en el que ambos, el hombre y la realidad circundante, se irán transformando recíprocamente.
"Una cierta forma de socialismo surgiráinevitablemente de la también inevitabledescomposición del capitalismo"
Joseph A. Schumpeter
La predicción que acabo de citar ha sido objeto de implacables denuestos por parte de los pensadores burgueses. En 1942 era difícil ver la caída del capitalismo como algo inevitable. Su autor, sin embargo, no dejó de creer en ella hasta el último instante.
Ocho años después, poco antes de morir, sostuvo: "Marx se equivocó en su diagnóstico sobre el modo en que la sociedad capitalista se derrumbaría; pero no se equivocó en la predicción de que finalmente se derrumbaría".
En 1950 el capitalismo norteamericano alcanzaba el cenit de su hegemonía. Era la única potencia nuclear, no sufrió la devastación que la Guerra Mundial había causado a todos los demás países desarrollados, dominaba económica y políticamente a Europa Occidental y a América Latina, poseía una indiscutida superioridad en la ciencia y la tecnología.
A mediados del siglo pasado el mundo era bastante diferente al de hoy. Por caminos que probablemente ellos no sospechaban estamos más próximos ahora al cumplimiento de la profecía en la que coincidieron, paradójicamente, el autor del Capital y su tenaz crítico austro-norteamericano.
Ha cambiado el protagonista, el sujeto de la historia, el hombre. La población mundial ha crecido de manera exponencial desde los días de la publicación del Manifiesto Comunista y continúa haciéndolo. El hombre transitó decenas de miles de años para llegar al primer millar de millones. Le bastó un siglo para triplicar el doble de esa cifra. Cada 25 años aproximadamente se suman a ella una cantidad semejante a la que totalizaba el planeta cuando nació Karl Marx.
A ritmo semejante se agotan los recursos naturales de la Tierra y se aniquilan, para siempre, especies animales y vegetales. El hombre es el único ser que se ha dedicado con tanta saña y eficacia a destruir la vida.
Cambios climáticos irreversibles, bosques transformados en desiertos, aguas envenenadas, atmósferas irrespirables, suelos irremediablemente degradados, inauditas aglomeraciones de seres humanos en urbanizaciones inhabitables y siempre multiplicadas, son preocupaciones angustiosas que integran una realidad antes no conocida.
Más allá de las ideologías la gente va descubriendo lo que es obvio. En 1992, en la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro, los gobiernos y la sociedad civil nos pusimos de acuerdo en que para salvar el mundo era necesario "cambiar los patrones de producción y consumo", palabras suscritas por muchos, incluido Bush padre. Fueron palabras, ciertamente. Pero implican el reconocimiento explícito, aunque sea en el texto de un documento, de la necesidad de transformación radical de las relaciones entre los hombres y entre ellos y la naturaleza.
El sujeto, además, inevitablemente se mueve. La población aumenta exponencialmente pero no lo hace por igual en todo el mundo.
En los llamados países desarrollados se estanca y en algunos incluso tiende a decrecer. En el resto, en aquella parte del mundo que fue bautizada como el Tercero, son más, cada vez muchos más, sus pobladores -a pesar de la muerte temprana, la miseria, el hambre- y también los que en espiral indetenible, se desplazan hacia los enclaves de opulencia.
El Tercer Mundo penetra en el Primero. Este último lo necesita y a la vez lo rechaza. En Europa y Norteamérica aparece un protagonista indeseado, un convidado de piedra que exige sus derechos.
Mientras acá llevamos a cabo esta importante reflexión colectiva animados por el ejemplo de un pensador verdaderamente creador y humanista y tratamos de encontrar los senderos hacia un mundo mejor, el Congreso norteamericano sigue discutiendo que hacer con quienes calculan al menos once millones de personas -es decir la población cubana-, los llamados indocumentados, en busca de fórmulas que les permitan seguir explotándolos mientras les cierran el acceso a aquella sociedad.
El fenómeno migratorio se mantendrá y ganará en masividad en la misma medida que el capitalismo, con sus características actuales, se expande por todo el mundo. El capitalismo no puede detenerlo como tampoco está en condiciones de abandonar esas características y mucho menos de transformarse a sí mismo en otra cosa.
La Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos ha pronosticado que, como consecuencia de ese fenómeno, muy pronto se habrán producido modificaciones profundas en las culturas de varios países de Europa. La lucha por los derechos de los inmigrantes y contra la discriminación expresada en manifestaciones públicas que movilizaron a millones de personas y en la histórica protesta del Primero de Mayo -fecha que nunca antes se había celebrado así en Norteamérica- sitúa en primer plano una fuerza política que ya no podrá ser ignorada fácilmente.
La presencia de millones de personas discriminadas y carentes de derechos civiles y políticos, plantea un cuestionamiento esencial que va a las raíces mismas del sistema político que Occidente ha pretendido convertir en modelo obligatorio para todos. Cada vez más se incrementa el número de los que allá trabajan duramente, pagan sus impuestos, mueren en sus guerras, pero no pueden votar ni ser elegidos. En la Roma actual se reduce la participación de los ciudadanos mientras aumenta constantemente la masa de los excluidos, los "bárbaros" modernos. En este mismo edificio, recientemente, el profesor Robert Dahl -destacado apologista del arquetipo capitalista- reconoció en tal marginación la carencia principal de la democracia liberal contemporánea.
El fin de esa exclusión, la lucha por la democracia, incluyendo específicamente la democratización de las sociedades occidentales, debe ser una prioridad para todos los que quieren transformar el mundo. Ella es aún más urgente si nos percatamos de la otra cara del fenómeno migratorio: junto a él crece también, paralelamente, el odio racista, la xenofobia, que nutre las tendencias fascistizantes, presentes hoy de manera evidente en esas sociedades.
El problema migratorio refleja, asimismo, un aspecto del capitalismo actual sobre el que también conviene reflexionar. Mientras los emigrantes son humillados y sobreexplotados en los países donde van a parar, ahí son utilizados también como instrumentos para la opresión de los trabajadores locales. Empleándolos como el ejército internacional de reserva, desprovistos de derechos, y hasta ahora desorganizados, ellos sirven para deprimir los salarios, obligados a aceptar condiciones que, como gusta decir a Bush, el pequeño, no aceptan los trabajadores norteamericanos.
Liberar de su explotación y discriminación a los inmigrantes deviene, pues, en algo esencial para la emancipación de los trabajadores en los países desarrollados. Forjar la unión entre ambos sectores explotados, en lo que ha habido avances aún insuficientes pero cuya importancia no puede ser subestimada, es hoy una tarea impostergable. Rescatar el papel del sindicato, verdadero sustento de la sociedad civil y garantizar el derecho de todos los trabajadores, sin excepciones, a sindicalizarse es indispensable respuesta a un capitalismo que cada vez más abiertamente se despoja de su máscara "liberal" y muestra el rostro perverso de la tiranía.
Hay que cerrarle el paso al fascismo. Es preciso impedir que consiga enfrentar en una oposición insensata a sus víctimas. Que nunca más pueda un Nixon movilizar a los obreros de la construcción contra los jóvenes que, en los años setenta del pasado siglo, se rebelaban contra la guerra de Viet Nam. Unirlos es posible. Unidos los vimos, en Seattle, oponiéndose ambos a la globalización neoliberal.
Hay que contribuir a que converjan, y es posible proponérselo, ese es aspecto crucial del mundo contemporáneo y del empeño por cambiarlo.
Los pobres tratan de emigrar hacia el mundo rico para escapar de la pobreza. Los ricos, entretanto, buscan colocar sus capitales en los países pobres a fin de incrementar sus ganancias con la miseria ajena e inevitablemente deprimir las condiciones de trabajo y de vida de los trabajadores en los países centrales.
Pocos en Norteamérica y Europa se identificarían como integrantes de una aristocracia obrera, beneficiaria del reparto de migajas provenientes de las colonias. Hoy se reconocen más bien como los derrotados de un sistema que, entre otras cosas, depende cada vez más del "outsourcing" y la maquila y que impone por todas partes el dogma del mercado omnipotente y el "libre comercio".
Construir la convergencia, para alcanzar más tarde la unión, entre los explotados del Primero y del Tercer Mundo, es ahora no sólo posible sino necesario.
Pero no basta con trabajar por la unidad entre todos los proletarios del mundo, del Primero y el Tercero, del Sur y el Norte. Es imprescindible la unión antifascista, por la democracia, por la paz y la vida. Esforzarse por crear nuevas articulaciones, por forjar alianzas donde sea posible o mientras tanto promover puntos o momentos de coincidencia entre las diversas fuerzas que hoy, por las más diversas motivaciones, están inconformes con el mundo tal cual es, debe constituir la guía principal para los revolucionarios.
Empeñarse por que fluyan en un mismo torrente el movimiento contra la guerra y el que se enfrenta a la globalización y que a su caudal se incorporen todos los discriminados, todos los marginados, es el deber principal, hoy día, de los revolucionarios. Es la vía para conquistar un mundo mejor. Es el camino para avanzar hacia el socialismo. Para alcanzar el socialismo en este Siglo que habrá de ser necesariamente "creación heroica" y como tal auténtica, independiente y por ello, diversa, irrepetible.
III Conferencia Internacional "La obra de Carlos Marx y los desafíos del Siglo XXI". Mayo 3 de 2006. Palacio de las Convenciones, La Habana, Cuba.
Tomado de El Economista, Cuba
No intentaré abordar aquí la amplia y rica producción intelectual de Carlos Marx, su profundo análisis del capitalismo o de los principales acontecimientos de su época ni tampoco lo haré acerca de su vida ejemplar como luchador social y dirigente revolucionario. Se que estos temas resultan familiares a ustedes.
Les propongo, si se me concede la licencia, separar a Marx del marxismo. Con ello aludo a la necesidad de pensar a Marx desde Marx más que desde cualquiera de las versiones del marxismo, imaginarlo a él planteándose los desafíos del Siglo XXI, apartando lo esencial de su obra, de lo que de su obra hicieron otros. En lugar de embarcarnos en la nunca acabada sucesión de relecturas de su pensamiento que han acompañado a quienes lo reivindican como suyo, tanto como a los que se empeñan inútilmente en sepultarlo, es necesario rescatar su legado fundamental, aquello que le hace trascender su tiempo para estar aquí y ahora, en la lucha por la emancipación humana.
Tomo como punto de partida la advertencia, no siempre escuchada, de Rosa Luxemburgo: "la obra capital de Marx, como su ideología toda, no es ningún evangelio en que se nos brinden verdades de última instancia, acabadas y perennes, sino manantial inagotable de sugestiones para seguir trabajando con la inteligencia, para seguir investigando y luchando por la verdad".
Asumir su obra, por encima de cualquier otra consideración, como fuente de inspiración y guía para quienes como él queremos no sólo interpretar acertadamente el mundo sino sobre todo transformarlo luchando hasta alcanzar el socialismo.
No se trata de encontrar en sus textos citas que parezcan útiles al análisis de la realidad contemporánea, del capitalismo tal cual es hoy día, algo de lo que él no se ocupó ni habría podido proponérselo.
Nuestra obligación, es valernos de su ideología toda y desde ella construir una teoría y una práctica que corresponda con esa realidad y contribuya a transformarla.
Probablemente no exista prioridad más alta ni urgencia mayor para los socialistas: definir una concepción estratégica y precisar las tácticas y los métodos de lucha adecuados para enfrentar al capitalismo realmente existente. Las herramientas teóricas a nuestra disposición requieren ser afiladas para su empleo eficaz en esta etapa que plantea nuevos desafíos al movimiento revolucionario.
Estas notas no tienen otro propósito que contribuir a la discusión de ese crucial tema y carecen, obviamente, de cualquier pretensión de agotarlo. Han sido redactadas teniendo presente lo que del gran texto inconcluso afirmara también Rosa Luxemburgo: "Inacabados como quedaron, estos dos tomos encierran valores infinitamente más preciosos que cualquier verdad definitiva y perfecta: el acicate para la labor del pensamiento y ese análisis crítico y de enjuiciamiento de las propias ideas, que es lo que hay de más genuino en la teoría que nos ha legado Carlos Marx".
Otra observación indispensable. La necesidad de elaborar una teoría revolucionaria que sirva a la victoria frente a lo que se ha dado en llamar la globalización neoliberal no tiene absolutamente nada que ver con una pretendida liquidación del marxismo y mucho menos con la imaginaria desaparición de la lucha de clases que algunos intentaron convertir en dogmas inamovibles en apresurados textos que inundaron el planeta a comienzos de la última década del Siglo XX.
La disolución de la URSS y la bancarrota del denominado "socialismo real" dieron paso a una operación triunfalista hábilmente desplegada por los principales centros del imperialismo que, sin embargo, apenas podía ocultar su carácter esencialmente defensivo: con su victoria aparentemente total y definitiva, el capitalismo, en realidad, entraba en una nueva fase que pudiera ser terminal en la que sus contradicciones y limitaciones se manifiestan con una crudeza no disimulada y en la que surgen nuevas, insospechadas, posibilidades para la acción revolucionaria.
Esa paradoja quizás explique la escasa duración de aquel triunfalismo en el plano académico. Pocos repiten hoy aquella bobería acerca del "fin de la historia". No lo hace ya siquiera Fukuyama, más preocupado en estos días en criticar el fracaso de la política de Bush que tanto le debe, sin embargo, a sus elucubraciones. La actual crisis dentro del movimiento neoconservador norteamericano sugiere que no son pocos quienes se cuestionan ahora si verdaderamente fueron ellos los vencedores de la Guerra Fría.
De nuestro lado se impone asimismo la reflexión autocrítica.
Debemos admitir nuestros propios errores sobre todo los que sirvieron de abono a la manipulación burguesa del derrumbe del modelo soviético. No es este el momento para profundizar en el análisis del fracaso de una experiencia que ya pertenece a los historiadores. Pero sí resulta ineludible subrayar aquí algo que condujo a la derrota y a su ventajosa utilización por el enemigo.
Ese proyecto -independientemente de Lenin y del espíritu creador que animó los primeros años de la Revolución bolchevique- redujo el marxismo a una escolástica determinista y mecanicista, transformó la investigación en dogma, el pensamiento en propaganda, hasta atraparlo en una esclerosis sin salida. Fabricó una "ciencia" simplificadora que creyó demostrar que el socialismo se realizaría inevitablemente, por sí mismo, como ineluctable consecuencia de una historia predeterminada y que ese socialismo seguiría su marcha, también incontestable, conforme a leyes y reglas codificadas en extraño ritual. El socialismo, en resumen, era inevitable e invencible, con él se arribaría verdaderamente al fin de la historia. No cualquier socialismo sino ese en particular, el que en admirable hazaña trataron de alcanzar Lenin y los bolcheviques, cuya enorme significación nadie podrá arrancar de la memoria del proletariado pero que era eso, un proyecto específico, -es decir, una obra humana, con virtudes y defectos, glorias y sombras, resultado de inmensos sacrificios de un pueblo concreto en circunstancias y condiciones también concretas- y no la realización de una idea predestinada y universal.
La conversión de la experiencia soviética en paradigma para quienes en otros lugares libraban sus propias luchas anticapitalistas, y la imperiosa obligación de defenderla frente a sus enconados y poderosos enemigos, condujo a la subordinación de gran parte del movimiento revolucionario a la política y los intereses de la URSS que no siempre correspondían con los de otros pueblos. La guerra fría y la división del mundo en dos bloques de estados antagónicos que se amenazaban mutuamente con la aniquilación nuclear, redujo al mínimo la capacidad del pensamiento crítico y reforzó el dogmatismo.
En honor a la verdad hay que rendir homenaje a los incontables hombres y mujeres que sacrificaron sus vidas, la mayor parte en total anonimato y murieron heroicamente en cualquier rincón del planeta defendiendo al país de los soviets, a su política y a su aplicación en el propio terruño por equivocada que fuera en no pocos casos. Para ellos respeto y admiración. Pero de lo que se trata ahora es de reconocer las consecuencias muy nocivas de esa tendencia.
El "seguidismo" caló hondamente en muchos, organizaciones e individuos, que no pudieron reaccionar racionalmente cuando se desplomó el sistema que era sustento de su fe. Habían vivido convencidos de ser parte de un conjunto imbatible, dueños y administradores de verdades científicamente demostradas y marchaban en una entusiasta procesión de la que, curiosamente, no participaba el fundador, quien simplemente, con toda naturalidad, había aclarado "je ne suis pas marxiste".
Derrumbado el mito, antiguos dogmáticos fueron incapaces de apreciar las nuevas posibilidades del movimiento revolucionario, los espacios antes inexistentes que era necesario explorar con audacia y creatividad. Hubo quienes, en acrobacia insuperable, se sumaron a los "vencedores" convirtiendo la traición en su nueva religión.
Pero crece el número de los inconformes, de los insatisfechos, de los que se rebelan. Toda la retórica acerca de la hegemonía norteamericana se da de cachetes con su empantanamiento en Iraq, las insalvables contradicciones y limitaciones de su economía, el despertar de masas que allá suponían dormidas, y la corrupción y el resquebrajamiento moral que socavan su sistema político.
No andan lejos sus socios en Europa. Acostumbrados, ellos también, a la disciplina bloquista y el "seguidismo" no alcanzan a descubrir la profundidad de la crisis insuperable del que fue, pero ya no es, omnipotente jefe.
En América Latina y en otras partes del Tercer Mundo, entretanto, se afirman procesos radicales y se adelantan esquemas de concertación que buscan eliminar, o al menos reducir, la dominación imperialista.
El malestar anticapitalista, por primera vez, se manifiesta, al mismo tiempo en todas partes, en los países avanzados y en los atrasados y no se reduce sólo a los proletarios y otras capas explotadas. No sólo se expresa hoy en las luchas que pudiéramos llamar "clásicas" -entre clases y naciones explotadas y explotadoras- sino que a ellas se agregan, a veces con más aliento, las que exigen la salvación del medio ambiente, o los derechos de la mujer y de los discriminados y excluidos por cuestiones de sexo, etnia o religión.
Un conjunto diverso, multicolor, en el que no faltan contradicciones y paradojas surge frente al sistema dominante No es aún el arco iris que anuncia el fin de la tormenta. Lo caracteriza la espontaneidad, requiere articulación y coherencia que deben ser estimuladas sin sectarismo, sin arrebatarle la frescura.
El gran reto de los revolucionarios, de los comunistas, es definir nuestro papel, el lugar que debemos ocupar en esta batalla. Para ello necesitamos una teoría.
En ese sentido hay que regresar a la tan conocida como olvidada definición de Lenin: "Una acertada teoría revolucionaria sólo se forma de manera definitiva en estrecha conexión con la experiencia práctica de un movimiento verdaderamente de masas y verdaderamente revolucionario".
Esa teoría, a escala mundial, no existe como algo hecho, que sirva de guía en la lucha para sustituir el actual orden y transformarlo en dirección al socialismo. La teoría hay que formarla y su formación definitiva tiene que realizarse en una interrelación constante con la práctica, en un proceso del que ambos integran un todo inseparable. Pero no se trata de cualquier práctica sino la de un movimiento que sea, a la vez, "verdaderamente de masas y verdaderamente revolucionario".
¿Cuándo puede un movimiento ser definido como verdaderamente de masas y cuándo adquiere la cualidad de verdaderamente revolucionario? Las respuestas no se encontrarán en un laboratorio de investigación ni brotarán del debate académico. Habrán de crearlas los propios revolucionarios, hombres y mujeres de carne y hueso, actuando desde las masas, construyendo su movimiento y tratando de hacerlo cada vez más revolucionario. La vida entera del genial jefe bolchevique puede resumirse en ese empeño.
Una persistente leyenda atribuye al autor del Capital haber dicho que "el hombre piensa como vive", lo cual repiten aun no pocos militantes sin advertir el error ni sus efectos paralizantes. La relación entre el hombre y su entorno es de importancia decisiva para la ética y la política y para comprender la Undécima Tesis sobre Feuerbach. Para transformar el mundo la clave está en la Tercera Tesis. Recordemos las precisiones de Marx:
"La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la educación, y de que, por tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias distintas y de una educación modificada, olvida que son los hombres, precisamente, los que hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado. Conduce, pues, forzosamente, a la división de la sociedad en dos partes, una de las cuales está por encima de la sociedad (así, por ejemplo, en Roberto Owen)
La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana sólo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria".
En la Segunda Declaración de La Habana los cubanos proclamamos que "el deber de todo revolucionario es hacer la revolución". Hacerla significa crear un mundo nuevo a partir de los obstáculos y limitaciones que imponen las circunstancias, en un incesante batallar en el que ambos, el hombre y la realidad circundante, se irán transformando recíprocamente.
"Una cierta forma de socialismo surgiráinevitablemente de la también inevitabledescomposición del capitalismo"
Joseph A. Schumpeter
La predicción que acabo de citar ha sido objeto de implacables denuestos por parte de los pensadores burgueses. En 1942 era difícil ver la caída del capitalismo como algo inevitable. Su autor, sin embargo, no dejó de creer en ella hasta el último instante.
Ocho años después, poco antes de morir, sostuvo: "Marx se equivocó en su diagnóstico sobre el modo en que la sociedad capitalista se derrumbaría; pero no se equivocó en la predicción de que finalmente se derrumbaría".
En 1950 el capitalismo norteamericano alcanzaba el cenit de su hegemonía. Era la única potencia nuclear, no sufrió la devastación que la Guerra Mundial había causado a todos los demás países desarrollados, dominaba económica y políticamente a Europa Occidental y a América Latina, poseía una indiscutida superioridad en la ciencia y la tecnología.
A mediados del siglo pasado el mundo era bastante diferente al de hoy. Por caminos que probablemente ellos no sospechaban estamos más próximos ahora al cumplimiento de la profecía en la que coincidieron, paradójicamente, el autor del Capital y su tenaz crítico austro-norteamericano.
Ha cambiado el protagonista, el sujeto de la historia, el hombre. La población mundial ha crecido de manera exponencial desde los días de la publicación del Manifiesto Comunista y continúa haciéndolo. El hombre transitó decenas de miles de años para llegar al primer millar de millones. Le bastó un siglo para triplicar el doble de esa cifra. Cada 25 años aproximadamente se suman a ella una cantidad semejante a la que totalizaba el planeta cuando nació Karl Marx.
A ritmo semejante se agotan los recursos naturales de la Tierra y se aniquilan, para siempre, especies animales y vegetales. El hombre es el único ser que se ha dedicado con tanta saña y eficacia a destruir la vida.
Cambios climáticos irreversibles, bosques transformados en desiertos, aguas envenenadas, atmósferas irrespirables, suelos irremediablemente degradados, inauditas aglomeraciones de seres humanos en urbanizaciones inhabitables y siempre multiplicadas, son preocupaciones angustiosas que integran una realidad antes no conocida.
Más allá de las ideologías la gente va descubriendo lo que es obvio. En 1992, en la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro, los gobiernos y la sociedad civil nos pusimos de acuerdo en que para salvar el mundo era necesario "cambiar los patrones de producción y consumo", palabras suscritas por muchos, incluido Bush padre. Fueron palabras, ciertamente. Pero implican el reconocimiento explícito, aunque sea en el texto de un documento, de la necesidad de transformación radical de las relaciones entre los hombres y entre ellos y la naturaleza.
El sujeto, además, inevitablemente se mueve. La población aumenta exponencialmente pero no lo hace por igual en todo el mundo.
En los llamados países desarrollados se estanca y en algunos incluso tiende a decrecer. En el resto, en aquella parte del mundo que fue bautizada como el Tercero, son más, cada vez muchos más, sus pobladores -a pesar de la muerte temprana, la miseria, el hambre- y también los que en espiral indetenible, se desplazan hacia los enclaves de opulencia.
El Tercer Mundo penetra en el Primero. Este último lo necesita y a la vez lo rechaza. En Europa y Norteamérica aparece un protagonista indeseado, un convidado de piedra que exige sus derechos.
Mientras acá llevamos a cabo esta importante reflexión colectiva animados por el ejemplo de un pensador verdaderamente creador y humanista y tratamos de encontrar los senderos hacia un mundo mejor, el Congreso norteamericano sigue discutiendo que hacer con quienes calculan al menos once millones de personas -es decir la población cubana-, los llamados indocumentados, en busca de fórmulas que les permitan seguir explotándolos mientras les cierran el acceso a aquella sociedad.
El fenómeno migratorio se mantendrá y ganará en masividad en la misma medida que el capitalismo, con sus características actuales, se expande por todo el mundo. El capitalismo no puede detenerlo como tampoco está en condiciones de abandonar esas características y mucho menos de transformarse a sí mismo en otra cosa.
La Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos ha pronosticado que, como consecuencia de ese fenómeno, muy pronto se habrán producido modificaciones profundas en las culturas de varios países de Europa. La lucha por los derechos de los inmigrantes y contra la discriminación expresada en manifestaciones públicas que movilizaron a millones de personas y en la histórica protesta del Primero de Mayo -fecha que nunca antes se había celebrado así en Norteamérica- sitúa en primer plano una fuerza política que ya no podrá ser ignorada fácilmente.
La presencia de millones de personas discriminadas y carentes de derechos civiles y políticos, plantea un cuestionamiento esencial que va a las raíces mismas del sistema político que Occidente ha pretendido convertir en modelo obligatorio para todos. Cada vez más se incrementa el número de los que allá trabajan duramente, pagan sus impuestos, mueren en sus guerras, pero no pueden votar ni ser elegidos. En la Roma actual se reduce la participación de los ciudadanos mientras aumenta constantemente la masa de los excluidos, los "bárbaros" modernos. En este mismo edificio, recientemente, el profesor Robert Dahl -destacado apologista del arquetipo capitalista- reconoció en tal marginación la carencia principal de la democracia liberal contemporánea.
El fin de esa exclusión, la lucha por la democracia, incluyendo específicamente la democratización de las sociedades occidentales, debe ser una prioridad para todos los que quieren transformar el mundo. Ella es aún más urgente si nos percatamos de la otra cara del fenómeno migratorio: junto a él crece también, paralelamente, el odio racista, la xenofobia, que nutre las tendencias fascistizantes, presentes hoy de manera evidente en esas sociedades.
El problema migratorio refleja, asimismo, un aspecto del capitalismo actual sobre el que también conviene reflexionar. Mientras los emigrantes son humillados y sobreexplotados en los países donde van a parar, ahí son utilizados también como instrumentos para la opresión de los trabajadores locales. Empleándolos como el ejército internacional de reserva, desprovistos de derechos, y hasta ahora desorganizados, ellos sirven para deprimir los salarios, obligados a aceptar condiciones que, como gusta decir a Bush, el pequeño, no aceptan los trabajadores norteamericanos.
Liberar de su explotación y discriminación a los inmigrantes deviene, pues, en algo esencial para la emancipación de los trabajadores en los países desarrollados. Forjar la unión entre ambos sectores explotados, en lo que ha habido avances aún insuficientes pero cuya importancia no puede ser subestimada, es hoy una tarea impostergable. Rescatar el papel del sindicato, verdadero sustento de la sociedad civil y garantizar el derecho de todos los trabajadores, sin excepciones, a sindicalizarse es indispensable respuesta a un capitalismo que cada vez más abiertamente se despoja de su máscara "liberal" y muestra el rostro perverso de la tiranía.
Hay que cerrarle el paso al fascismo. Es preciso impedir que consiga enfrentar en una oposición insensata a sus víctimas. Que nunca más pueda un Nixon movilizar a los obreros de la construcción contra los jóvenes que, en los años setenta del pasado siglo, se rebelaban contra la guerra de Viet Nam. Unirlos es posible. Unidos los vimos, en Seattle, oponiéndose ambos a la globalización neoliberal.
Hay que contribuir a que converjan, y es posible proponérselo, ese es aspecto crucial del mundo contemporáneo y del empeño por cambiarlo.
Los pobres tratan de emigrar hacia el mundo rico para escapar de la pobreza. Los ricos, entretanto, buscan colocar sus capitales en los países pobres a fin de incrementar sus ganancias con la miseria ajena e inevitablemente deprimir las condiciones de trabajo y de vida de los trabajadores en los países centrales.
Pocos en Norteamérica y Europa se identificarían como integrantes de una aristocracia obrera, beneficiaria del reparto de migajas provenientes de las colonias. Hoy se reconocen más bien como los derrotados de un sistema que, entre otras cosas, depende cada vez más del "outsourcing" y la maquila y que impone por todas partes el dogma del mercado omnipotente y el "libre comercio".
Construir la convergencia, para alcanzar más tarde la unión, entre los explotados del Primero y del Tercer Mundo, es ahora no sólo posible sino necesario.
Pero no basta con trabajar por la unidad entre todos los proletarios del mundo, del Primero y el Tercero, del Sur y el Norte. Es imprescindible la unión antifascista, por la democracia, por la paz y la vida. Esforzarse por crear nuevas articulaciones, por forjar alianzas donde sea posible o mientras tanto promover puntos o momentos de coincidencia entre las diversas fuerzas que hoy, por las más diversas motivaciones, están inconformes con el mundo tal cual es, debe constituir la guía principal para los revolucionarios.
Empeñarse por que fluyan en un mismo torrente el movimiento contra la guerra y el que se enfrenta a la globalización y que a su caudal se incorporen todos los discriminados, todos los marginados, es el deber principal, hoy día, de los revolucionarios. Es la vía para conquistar un mundo mejor. Es el camino para avanzar hacia el socialismo. Para alcanzar el socialismo en este Siglo que habrá de ser necesariamente "creación heroica" y como tal auténtica, independiente y por ello, diversa, irrepetible.
III Conferencia Internacional "La obra de Carlos Marx y los desafíos del Siglo XXI". Mayo 3 de 2006. Palacio de las Convenciones, La Habana, Cuba.
Tomado de El Economista, Cuba
Ponencia - Las bases morales prepolíticas del Estado liberal, Jürgen Habermas
Leída por Jürgen Habermas el 19 de Enero de 2004 en la «Tarde de discusión» organizada por la Academia Católica de Baviera en Munich. El tema «Las bases morales prepolíticas del Estado liberal». Primero habló Habermas, después el entonces cardenal Joseph Ratzinger.
* * *
El tema de discusión que se nos ha propuesto, me recuerda una pregunta que, en los años sesenta, Ernst-Wolfgang Böckenförde redujo a la dramática fórmula de si un Estado liberal, secularizado, no se está nutriendo de presupuestos normativos que él mismo no puede garantizar[1][1]. En ello se expresa la duda de que el Estado constitucional democrático pueda cubrir con sus propios recursos los fundamentos normativos en los que ese Estado se basa, así como la sospecha de que ese Estado quizá dependa de tradiciones cosmovisionales o religiosas autóctonas [que no dependen de él], y en todo caso de tradiciones éticas también autóctonas, colectivamente vinculantes. Esto, ciertamente, pondría en aprietos a un Estado que, en vistas del “hecho del pluralismo” (Rawls), está obligado a mantener la neutralidad en lo que se refiere a cosmovisiones. Claro es que tal conclusión no puede emplearse como un contraargumento contra aquella sospecha.
[0.- Plan de la presente ponencia]
Lo que voy a empezar haciendo es especificar el problema en dos aspectos. En el aspecto cognitivo la duda se refiere a la cuestión de si, después de la completa positivización del derecho, la estructuración del poder político es todavía accesible a una justificación o legitimación secular, es decir, a una justificación o legitimación no religiosa, sino postmetafísica [1]. Pero aun cuando se admita tal legitimación, en el aspecto motivacional todavía sigue en pie la duda de si una comunidad que, en lo que se refiere a cosmovisión es pluralista, podrá estabilizarse normativamente (es decir, más allá de un simple modus vivendi) a través de la suposición de un consenso de fondo que, en el mejor de los casos, será un consenso formal, un consenso limitado a procedimientos y principios [2]. Pero aun cuando pudiera despejarse esa duda, quedaría en pie el que los ordenes liberales dependen (en lo que respecta a dimensión normativa) de la solidaridad de sus ciudadanos, y que esas fuentes podrían secarse a causa de una “descarrilada” secularización de la sociedad en conjunto. Este diagnóstico no puede rechazarse sin más, pero tampoco puede entenderse en el sentido de que aquellos entre los defensores de la religión, que son gente formada, es decir, que son la clase culta, quieran obtener de ello una especie de “plusvalía” para lo que ellos defienden [3]. En lugar de eso (es decir, para evitar esa obtención de plusvalía) voy a proponer entender la secularización cultural y social como un doble proceso que obliga tanto a las tradiciones de la Ilustración como a las doctrinas religiosas a reflexionar sobre sus respectivos límites [4]. Y en lo que respecta a las sociedades postseculares se plantea, finalmente, la cuestión de cuáles son las actitudes cognitivas y las expectativas normativas que un Estado liberal puede suponer y exigir tanto a sus ciudadanos creyentes como a sus ciudadanos no creyentes en su trato mutuo [5].
[1.- Justificación no religiosa, postmetafísica, del derecho]
El liberalismo político (que yo defiendo en la forma especial de un republicanismo kantiano[2][2]) se entiende como una justificación no religiosa y postmetafísica de los fundamentos normativos del Estado constitucional democrático. Esta teoría se mueve en la tradición del derecho racional, que renuncia a las fuertes presuposiciones tanto cosmológicas como relativas a la historia de la salvación, que caracterizaban a las doctrinas clásicas y religiosas del derecho natural. La historia de la teología cristiana en la Edad Media, y en especial la Escolástica española tardía, pertenecen, naturalmente, a la genealogía de los derechos del hombre. Pero los fundamentos legitimadores de un poder estatal neutral en lo concerniente a cosmovisión proceden finalmente de las fuentes profanas que representa la filosofía del siglo XVII y del siglo XVIII. Sólo mucho más tarde fueron capaces la teología y la Iglesia de digerir los desafíos espirituales que representaba el Estado constitucional revolucionario. Por el lado católico, que con la idea de “luz natural”, con la idea de lumen naturale, una relación mucho más distendida, nada se opone en principio a una fundamentación autónoma de la moral y del derecho, es decir, a una fundamentación de la moral y del derecho, independiente de las verdades reveladas.
La fundamentación postkantiana de los principios constitucionales liberales [es decir, la posición que sostiene Habermas] ha tenido que enfrentarse en el siglo XX, no tanto a la nostalgia de un derecho natural objetivo (o de una “ética material de los valores”), cuanto a formas de crítica de tipo historicista y empirista. Pues bien, a mi juicio, son suficientes presuposiciones débiles acerca del contenido normativo de la estructura comunicativa de las formas de vida socioculturales, para defender contra el contextualismo un concepto no derrotista de razón, y contra el positivismo jurídico un concepto no decisionista de validez jurídica. La tarea central consiste en este sentido en explicar [primero] por qué el proceso democrático se considera un procedimiento de establecimiento legítimo del derecho o de creación legítima del derecho; y la respuesta es que, en cuanto que cumple condiciones de una formación inclusiva y discursiva de la opinión y de la voluntad, el proceso democrático funda la sospecha de una aceptabilidad racional de los resultados; y [segundo] por qué la democracia y los derechos del hombre son las dimensiones normativas básicas que nos aparecen siempre cooriginalmente entrelazadas en lo que son nuestras constituciones, es decir, en lo que en Occidente ha venido siendo el establecimiento mismo de una constitución; y la respuesta es que la institucionalización jurídica del procedimiento de creación democrática del derecho exige que se garanticen a la vez tanto los derechos fundamentales de tipo liberal como los derechos fundamentales de tipo político-ciudadano.[3][3]
El punto de referencia de esta estrategia de fundamentación (de la estrategia de fundamentación postmetafísica que estoy considerando) es la constitución que se dan a sí mismos ciudadanos asociados, y no la domesticación de un poder estatal ya existente, pues ese poder (esto es lo que se está suponiendo en dicha estrategia de fundamentación postmetafísica), pues ese poder, digo, ha de empezar generándose por la vía del establecimiento democrático de una constitución (es decir, por la misma vía por la que llega a establecerse una constitución democrática). Un poder estatal “constituido” (y no sólo constitucionalmente domesticado) es siempre un poder juridificado hasta en su núcleo más íntimo, de suerte que el derecho penetra hasta el fin el poder político, hasta no dejar ni un residuo que no esté juridificado. Mientras que el positivismo de la voluntad estatal (muy enraizado él en el imperio alemán), que sostuvieron los teóricos alemanes del Derecho Público (desde Laband y Jellinek hasta Carl Schmitt) había dejado siempre algún hueco o algún rincón por el que podía colarse de contrabando algo así como una sustancia ética de lo “estatal” o de lo “político”, exenta de derecho, en el Estado constitucional no queda ningún sujeto del poder político, que pudiera suponerse que se nutre o se está nutriendo de una sustancia prejurídica o de algún tipo de sustancia prejurídica[4][4]. De la soberanía preconstitucional de los príncipes no queda en el Estado constitucional ningún lugar vacío que ahora – en la forma de ethos de un pueblo más o menos homogéneo – hubiera que rellenar con una soberanía popular igualmente sustancial (es decir, de base igualmente prejurídica).
A la luz de esta herencia problemática, la pregunta de Böckenförde ha podido entenderse en el sentido de si un orden constitucional totalmente positivazado necesita todavía de la religión o de algún otro “poder sustentador” para asegurar cognitivamente los fundamentos que lo legitiman. Conforme a esta lectura, la pretensión de validez del derecho positivo dependería de una fundamentación en convicciones de tipo ético-prepolítico, de las que serían portadoras las comunidades religiosas o las comunidades nacionales, porque tal orden jurídico no podría legitimarse autorreferencialmente a partir sólo de procedimientos jurídicos generados democráticamente. Si, por el contrario, el procedimiento democrático no se entiende, como hacen Kelsen o Luhmann en términos positivistas, sino que se lo concibe como un método para generar legitimidad a partir de la legalidad (es lo que he defendido en “Facticidad y validez”), no surge ningún déficit de validez que hubiera que rellenar mediante eticidad (es decir, que hubiera que rellenar recurriendo a sustancia normativa pre-jurídica). Así pues, frente a una comprensión del Estado constitucional, proveniente del hegelianismo de derechas, está esta otra concepción, procedimental, inspirada por Kant, de una fundamentación de los principios constitucionales, autónoma, que, tal como ella misma pretende, sería racionalmente aceptable para todos los ciudadanos.
[3.- La duda en el aspecto motivacional]
En lo que sigue voy a partir de que la constitución del Estado liberal puede cubrir su necesidad de legitimación en términos autosuficientes, es decir, administrando en lo que a argumentación se refiere, un capital cognitivo y unos recursos cognitivos que son independientes de las tradiciones religiosas y metafísicas. Pero incluso dando por sentada esta premisa, sigue en pie la duda en lo que respecta al aspecto motivacional. Efectivamente, los presupuestos normativos en que se asienta el Estado constitucional democrático son más exigentes en lo que respecta al papel de ciudadanos que se entienden como autores del derecho, son más exigentes en ese aspecto, digo, que en lo que se refiere al papel de personas privadas o de miembros de la sociedad, que son los destinatarios de ese derecho que se produce en el papel del ciudadano. De los destinatarios del derecho se sólo espera que en la realización de lo que son sus libertades subjetivas (y de lo que son sus aspiraciones subjetivas) no transgredan los límites que la ley les impone. Pero algo bien distinto a lo que es esta simple obediencia frente a leyes coercitivas, a las que queda sujeta la libertad, es lo que se supone en lo que respecta a las motivaciones y actitudes que se esperan de los ciudadanos precisamente en el papel de colegisladores democráticos.
Pues se supone, efectivamente, que éstos han de poner por obra sus derechos de comunicación y sus derechos de participación, y ello no sólo en función de su propio interés bien entendido, sino orientándose al bien común, es decir, al bien de todos. Y esto exige la complicada y frágil puesta en juego de una motivación, que no es posible imponer por vía legal. Una obligación legalmente coercitiva de ejercer el derecho a voto, representaría en un Estado de derecho un cuerpo tan extraño como una solidaridad que viniese dictada por ley. La disponibilidad a salir en defensa de ciudadanos extraños y que seguirán siendo anónimos y a aceptar sacrificios por el interés general es algo que no se puede mandar, sino sólo suponer, a los ciudadanos de una comunidad liberal. De ahí que las virtudes políticas, aun cuando sólo se las recoja o se las implique “en calderilla”, sean esenciales para la existencia de una democracia. Esas virtudes son un asunto de la socialización, y del acostumbrarse a las prácticas y a la forma de pensar de una cultura política traspasada por el ejercicio de la libertad política y de la ciudadanía. Y, por tanto, el estatus de ciudadano político está en cierto modo inserto en una “sociedad civil” que se nutre de fuentes espontáneas, y, si ustedes quieren, “prepolíticas”.
Pero de ello no se sigue que el Estado liberal sea incapaz de reproducir sus propios presupuestos motivacionales a partir de su propio potencial secular, no-religioso. Los motivos para una participación de los ciudadanos en la formación política de la opinión y de la voluntad colectiva se nutren, ciertamente, de proyectos éticos de vida (es decir, de ideales de existencia) y de formas culturales de vida. Pero las prácticas democráticas desarrollan su propia dinámica política. Sólo un Estado de derecho sin democracia, al que en Alemania estuvimos acostumbrados durante mucho tiempo, sugeriría una respuesta negativa a la pregunta de Böckenförde:
“¿Cómo podrían vivir pueblos estatalmente unidos, cómo podrían vivir, digo, sólo de la garantía de la libertad de los particulares, sin un vínculo unificador que anteceda a esa libertad?”[5][5] La respuesta es que el Estado de derecho articulado en términos de constitución democrática garantiza no sólo libertades negativas para los miembros de la sociedad que, como tales, de lo que se preocupan es de su propio bienestar, sino que ese Estado, al desatar las libertades comunicativas, moviliza también la participación de los ciudadanos en una disputa pública acerca de temas que conciernen a todos en común. El “lazo unificador” que Böckenförde echa en falta es el proceso democrático mismo, en el que en última instancia lo que queda a discusión (o lo que siempre está en discusión) es la comprensión correcta de la propia constitución.
Así por ejemplo, en las actuales discusiones acerca de la reforma del estado de bienestar, acerca de la política de emigración, acerca de la guerra de Irak, o acerca de la supresión del servicio militar obligatorio, no solamente se trata de esta o aquella medida política particular, sino que siempre se trata también de una controvertida interpretación de los principios constitucionales, e implícitamente se trata de cómo queremos entendernos, tanto como ciudadanos de la República Federal de Alemania, como también como europeos, a la luz de la pluralidad de nuestras formas de vida culturales, y del pluralismo de nuestras visiones del mundo y de nuestras convicciones religiosas. Ciertamente, si miramos históricamente hacia atrás, vemos que un trasfondo religioso común, una lengua común, y sobre todo la conciencia nacional recién despertada, fueron elementos importantes para el surgimiento de esa solidaridad ciudadana altamente abstracta. Pero mientras tanto, nuestras mentalidades republicanas se han disociado profundamente de ese tipo de anclajes pre-políticos. El que no se está dispuesto a morir “por Niza”, ya no es ninguna objeción contra una Constitución europea. Piensen ustedes en todas las discusiones de tipo ético-político acerca del holocausto y la criminalidad de masas: esas discusiones han vuelto conscientes a los ciudadanos de la República Federal de Alemania del logro que representa la Constitución (la Grundgesetz). Este ejemplo de una “política de la memoria” de tipo autocrítico (que mientras tanto ya no resulta excepcional, sino que se ha extendido también a otros países) demuestra cómo en el medio que representa la política pueden formarse y renovarse vinculaciones que tienen que ver con lo que vengo llamando “patriotismo constitucional”[6][6].
Pues frente a un malentendido ampliamente extendido, “patriotismo constitucional” no significa que los ciudadanos hagan suyos los principios de la Constitución, no sólo en el contenido abstracto de éstos, sino que hagan propios esos principios en el contenido concreto que esos principios tienen cuando se parte del contexto histórico de su propia historia nacional. Si los contenidos morales de los derechos fundamentales han de hacer pie en las mentalidades, no basta con un proceso cognitivo. Sólo para la integración de una sociedad mundial de ciudadanos, constitucionalmente articulada, (si es que alguna vez llegara a haberla), habrían de ser suficientes la adecuada intelección moral de las cosas y una concordancia mundial en lo tocante a indignación moral acerca de las violaciones masivas de los derechos del hombre. Pero entre los miembros de una comunidad política sólo se produce una solidaridad (por abstracta que ésta sea y por jurídicamente mediada que esa solidaridad venga), sólo se produce una solidaridad, digo, si los principios de justicia logran penetrar en la trama más densa de orientaciones culturales concretas y logran impregnarla.
[4.- Del agotamiento de las fuentes de la solidaridad. De cómo ello no puede convertirse en una especie de plusvalía para el elemento religioso]
Conforme a las consideraciones que hemos hecho hasta aquí, la naturaleza secular del Estado constitucional democrático no presenta, pues, ninguna debilidad interna, inmanente al proceso político como tal, que en sentido cognitivo o en sentido motivacional pusiese en peligro su autoestabilización. Pero con ello no están excluidas todavía las razones no internas e inmanentes, sino externas. Una modernización “descarrilada” de la sociedad en conjunto podría aflojar el lazo democrático y consumir aquella solidaridad de la que depende el Estado democrático sin que él pueda imponerla jurídicamente. Y entonces se produciría precisamente aquella constelación que Böckenförde tiene a la vista: la transformación de los miembros de las prósperas y pacíficas sociedades liberales en mónadas aisladas, que actúan interesadamente, que no hacen sino lanzar sus derechos subjetivos como armas los unos contra los otros. Evidencias de tal desmoronamiento de la solidaridad ciudadana se hacen sobre todo visibles en esos contextos más amplios que representan la dinámica de una economía mundial y de una sociedad mundial, que aún carecen de un marco político adecuado desde el que pudieran ser controladas. Los mercados, que, ciertamente, no pueden democratizarse como se democratiza a las administraciones estatales, asumen crecientemente funciones de regulación en ámbitos de la existencia, cuya integración se mantenía hasta ahora normativamente, es decir, cuya integración, o era de tipo político, o se producía a través de formas prepolíticas de comunicación. Y con ello, no solamente esferas de la existencia privada pasan a asentarse en creciente medida sobre los mecanismos de la acción orientada al propio éxito particular, es decir, de la acción orientada a las propias preferencias particulares de uno; sino que también se contrae el ámbito de lo que queda sometido a la necesidad de legitimarse públicamente. Se produce un reforzamiento del privatismo ciudadano a causa de la desmoralizadora pérdida de función de una formación democrática de la opinión y de la voluntad colectivas que si acaso sólo funciona ya (y ello sólo a medias) en los ámbitos nacionales, y que, por tanto, no alcanza ya a los procesos de decisión desplazados a nivel supranacional. Por tanto, también la desaparición de la esperanza de que la comunidad internacional pueda llegar a tener alguna fuerza de configuración política fomenta la tendencia a una despolitización de los ciudadanos. En vista de los conflictos y de las sangrantes injusticias sociales de una sociedad mundial, fragmentada en alta medida, crece el desengaño con cada fracaso que se produce en el camino (emprendido desde 1945) de una constitucionalización del “derecho de gentes”.
[Necesidad de reflexión de las tradiciones religiosas y de las tradiciones de la Ilustración]
Las teorías postmodernas, situándose en el plano de una crítica de la razón, entienden estas crisis no como consecuencia de una utilización selectiva de los potenciales de razón inherentes a la modernidad occidental, sino que entienden estas crisis como el resultado lógico del programa de una racionalización cultural y social, que no tiene más remedio que resultar autodestructiva. Ese escepticismo radical en lo que toca a la razón, le es, ciertamente, ajeno a la tradición católica por las propias raíces de ésta. Pero el catolicismo, por lo menos hasta los años 60 del siglo pasado, se hizo él solo las cosas muy difíciles en lo tocante a sus relaciones con el pensamiento secular del humanismo, la Ilustración y el liberalismo político. Pero en todo caso el teorema de que a una modernidad casi descalabrada sólo puede sacarla ya del atolladero la orientación hacia un punto de referencia transcendente, es un teorema que hoy vuelve a encontrar resonancia. En Teherán un colega me preguntaba si desde el punto de vista de una comparación de las culturas y desde un punto de vista de sociología de la religión, no era, precisamente, la secularización europea el camino propiamente equivocado que necesitaba de una corrección de rumbo. Y esto nos recuerda el estado de ánimo que prevaleció en la República de Weimer, nos recuerda a Carl Schmitt, a Heidegger, a Leo Strauss. Pero a mí me parece que es mucho mejor o que es más productivo no exagerar en términos de una crítica de la razón la cuestión de si una modernidad que se ha vuelto ambivalente podrá estabilizarse sola a partir de las fuerzas seculares (es decir, no religiosas) de una razón comunicativa, sino tratar tal cuestión de forma no dramática como una cuestión empírica que debe considerarse abierta. Con lo cual no quiero decir que el fenómeno de la persistencia de la religión en un entorno ampliamente secularizado haya de traerse a colación solamente como un mero hecho social. La filosofía tiene que tratar también de entender ese fenómeno, por así decir, desde dentro, de tomarlo en serio como un desafío cognitivo. Pero antes de seguir esta vía de discusión, quiero por lo menos mencionar una posible ramificación del diálogo en un sentido distinto, que resulta también obvia. Me refiero a que en el curso de la reciente radicalización de la crítica de la razón, también la filosofía se ha dejado mover hacia una reflexión acerca de sus propios orígenes religioso-metafísicos, dejándose envolver en ocasiones en diálogos con la teología que, por su parte, buscaba conectar con los ensayos filosóficos de una autorreflexión posthegeliana de la razón[7][7].
(Excurso. Punto de conexión o de contacto para un discurso filosófico acerca de la razón y la revelación, lo ha constituido siempre una figura de pensamiento que retorna una y otra vez: la razón, al reflexionar sobre su fundamento más hondo, descubre que tiene su origen en otro; y el poder de eso otro, que entonces se le convierte en destino, la razón tiene que reconocerlo si es que no quiere perder su propia orientación racional en el callejón sin salida de alguno de esos híbridos intentos de darse alcance por completo a sí misma. Como modelo sirve aquí la ejercitación de la razón en una especie de conversión producida por la propia fuerza de la razón, o por lo menos provocada por la propia fuerza de la razón, es decir, como modelo sirve aquí el ejercicio de una conversión de la razón por la razón, ya sea que esa reflexión parta, como ocurre en Schleiermacher, de la autoconciencia del sujeto cognoscente y agente, o esa autorreflexión parta, como ocurre en Kierkegaard, de la historicidad del autocercioramiento existencial de sí que el sujeto busca, ya sea que esa reflexión parta, como ocurre en Hegel, Feuerbach y Marx, de la provocación que representa el desgarramiento de un mundo ético que se escinde. Aun sin verse movida inicialmente a ello por motivaciones teológicas, una razón que se vuelve consciente de sus límites se transciende a sí misma en dirección a otro: ya sea en una fusión mística con una conciencia cósmica envolvente, ya sea en la desesperada esperanza de que en la historia había irrumpido ya un mensaje definitivamente salvador, ya sea en forma de una solidaridad con los humillados y ofendidos, que trata de dar prisa a la salvación mesiánica para que ésta comparezca. Estos tres dioses anónimos de la metafísica posthegeliana (la conciencia envolvente, el acontecimiento de un mensaje salvador que se dona a sí mismo sin supuestos previos de pensamiento, y la idea de una sociedad no alienada), se convierten siempre para la teología en presa fácil. Pues se diría que son esos dioses mismos quienes se ofrecen a quedar descifrados como pseudónimos de la Trinidad de ese Dios personal que Él mismo hace donación de sí al hombre. Fin del excurso).
Debo decir que estos intentos de renovación de una teología filosófica posthegeliana me parecen, pues, pese a todo, mucho más simpáticos que ese nietzscheanismo que toma en préstamo las connotaciones cristianas del oír y el escuchar, del pensar rememorativo y de la expectativa de la gracia, de la venida y del acontecimiento salvífico, que hace suyas, digo, esas connotaciones cristianas para reducirlas a un pensamiento que, desprovisto de toda textura y tuétano proposicional, pretende pasar por detrás de Cristo y de Sócrates para perderse en la indeterminación de lo arcaico. Pero, aunque los intentos de renovación posthegeliana de la teología filosófica resulten más simpáticos que todo esto, una filosofía que permanezca consciente de su falibilidad, y de su frágil posición dentro de la diferenciada morada de una sociedad moderna, tiene que atenerse a una distinción genérica (pero que de ninguna manera tiene que tener un sentido peyorativo) entre un discurso secular que, por su propia pretensión, es un discurso de todos y accesible a todos, y un discurso religioso dependiente de las verdades religiosas reveladas. Ahora bien, a diferencia de lo que sucede en Kant y en Hegel, este trazado gramatical de límites no lleva asociada la pretensión filosófica de ser él quien decida qué es lo verdadero y lo falso en el contenido de las tradiciones religiosas que quedan allende el saber mundano socialmente institucionalizado. El respeto que va de la mano de este abstenerse cognitivamente de todo juicio en este terreno, se funda en el respeto por las personas y formas de vida que evidentemente extraen su propia integridad y su propia autenticidad de sus convicciones religiosas. Pero el respeto no es aquí todo, sino que la filosofía tiene también muy buenas razones para mostrarse dispuesta a aprender de las tradiciones religiosas.
En contraposición con la abstinencia ética de un pensamiento postmetafísico al que necesariamente tiene que escapársele todo concepto de vida buena y ejemplar que se presente como siendo universalmente obligatorio para todos, en contraposición, digo, con lo que sucede en una posición postmetafísica, resulta que en las Sagradas Escrituras y en las tradiciones religiosas han quedado articuladas intuiciones acerca de la culpa y la redención, acerca de lo que puede ser la salida salvadora de una vida que se ha experimentado como carente de salvación, intuiciones que se han venido deletreando y subrayando sutilmente durante milenios y que se han mantenido hermenéuticamente vivas. Por eso en la vida comunitaria de las comunidades religiosas, en la medida en que logran evitar el dogmatismo y la coerción sobre las conciencias, permanece intacto algo que en otros lugares se ha perdido y que tampoco puede reconstruirse con sólo el saber profesional de los expertos, me refiero a posibilidades de expresión suficientemente diferenciadas y a sensibilidades suficientemente diferenciadas en lo que respecta a la vida malograda y fracasada, a patologías sociales, al malogro de proyectos de vida individual y a las deformaciones de contextos de vida distorsionados. De la asimetría de pretensiones epistémicas (la filosofía no puede pretender saber aquello que la religión se presenta sabiendo) permite fundamentar una disponibilidad de la filosofía a aprender de la religión, y no por razones funcionales, sino por razones de contenido, es decir, precisamente recordando el éxito de sus propios procesos “hegelianos” de aprendizaje. Con esto de “procesos hegelianos de aprendizaje” quiero decir que la mutua compenetración de Cristianismo y metafísica griega no sólo dio lugar a la configuración espiritual y conceptual que cobró la dogmática teológica, y que esa mutua compenetración no solamente dio lugar en suma a una helenización del Cristianismo que no en todos los aspectos fue una bendición. Sino que por el otro lado fomentó también una apropiación de contenidos genuinamente cristianos por parte de la filosofía. Ese trabajo de apropiación cuajó en redes conceptuales de alta carga normativa como fueron las formadas por los conceptos de responsabilidad, autonomía y justificación, las formadas por los conceptos de historia, memoria, nuevo comienzo, innovación y retorno, las formadas por los conceptos de emancipación y cumplimiento, por los conceptos de extrañamiento, interiorización y encarnación, o por los conceptos de individualidad y comunidad. Ese trabajo de apropiación transformó el sentido religioso original, pero no deflacionándolo y vaciándolo, ni tampoco consumiéndolo o despilfarrándolo. La traducción de que el hombre es imagen de Dios a la idea de una igual dignidad de todos los hombres que hay que respetar incondicionalmente es una de esas traducciones salvadoras (que salvan el contenido religioso traduciéndolo a filosofía). Es una de esas traducciones que, allende los límites de una determinada comunidad religiosa, abre el contenido de los conceptos bíblicos al público universal de quienes profesan otras creencias o de quienes simplemente no son creyentes. Benjamin fue alguien que muchas veces consiguió hacer esa clase de traducciones.
Sobre la base de esta experiencia de una liberación secularizadora de potenciales de significado que, por de pronto, están encapsulados en las religiones, podemos dar al teorema de Böckenförde un sentido que ya no tiene por qué resultar capcioso. He mencionado el diagnóstico conforme al que el equilibrio que en la modernidad se produce o tiene que producirse entre los tres grandes medios de integración social (el dinero, el poder y la solidaridad), conforme al que ese equilibrio, digo, corre el riesgo de venirse abajo porque los mercados y el poder administrativo expulsan de cada vez más ámbitos sociales a la solidaridad, es decir, prescinden de una coordinación de la acción, producida a través de valores, normas y un empleo del lenguaje orientado a entenderse. Y así, resulta también en interés del propio Estado constitucional el tratar con respeto y cuidado a todas aquellas fuentes culturales de las que se alimenta la conciencia normativa de solidaridad de los ciudadanos. Es esta conciencia que se ha vuelto conservadora, lo que se refleja en la expresión “sociedad postsecular”[8][8]. Esta expresión no solamente se refiere al hecho de que la religión se afirma crecientemente en el entorno secular y de que la sociedad ha de contar indefinidamente con la persistencia de comunidades religiosas. La expresión “postsecular” tampoco pretende sólo devolver a las comunidades religiosas el reconocimiento público que se merecen por la contribución funcional que hacen a los motivos y actitudes deseadas, es decir, a motivos y actitudes que vienen bien a todos. En la conciencia pública de una sociedad postsecular se refleja más bien una intuición normativa que tiene consecuencias para el trato político entre ciudadanos creyentes y ciudadanos no creyentes. En la “sociedad postsecular” acaba imponiéndose la convicción de que “la modernización de la conciencia pública” acaba abrazando por igual a las mentalidades religiosas y a las mentalidades mundanas (pese a las diferencias de fases que pueden ofrecer entre si) y cambia a ambas reflexivamente. Pues ambas partes, con tal de que entiendan en común la secularización de la sociedad como un proceso de aprendizaje, ambas partes, digo, pueden hacer su contribución a temas controvertidos en el espacio público, y entonces también tomarse mutuamente en serio por razones cognitivas.
[Qué puede esperar el Estado liberal de creyentes y no creyentes]
Por el lado de la conciencia religiosa, ésta se ha visto obligada a hacer procesos de adaptación. Toda religión es originalmente “imagen del mundo” o, como dice Rawls, una comprehensive doctrine (una doctrina omniabarcante), y ello también en el sentido de que reclama autoridad para estructurar una forma de vida en conjunto. A esta pretensión de monopolio interpretativo o de configuración global de la existencia hubo de renunciar la religión al producirse la secularización del saber, y al imponerse la neutralidad religiosa inherente al poder estatal y la libertad generalizada de religión. Y con la diferenciación funcional de subsistemas sociales, la vida religiosa de la comunidad se separa también de su entorno social. El papel de miembro de esa comunidad religiosa se diferencia del papel de persona privada o de miembro de la sociedad, en el sentido de que ambos papeles dejan de solaparse ya exactamente. Y como el Estado liberal depende de una integración política de los ciudadanos que tiene que ir más allá de un mero modus vivendi (es decir, que tiene que contener un fuerte contenido normativo autónomo), esta diferenciación que se produce en el carácter de miembro de las distintas esferas sociales no puede agotarse y no puede reducirse a una adaptación del hecho religioso a las normas impuestas por la sociedad secular, en términos tales que el ethos religioso renunciase a toda clase de pretensión. Más bien, el orden jurídico universalista y la moral social igualitaria han de quedar conectados desde dentro al ethos de la comunidad religiosa de suerte que lo primero pueda también seguirse consistentemente de lo segundo. Para esta “inserción” John Rawls ha recurrido a la imagen de un módulo: este módulo de la justicia mundana, pese a que esté construido con ayuda de razones que son neutrales en lo tocante a cosmovisión, tiene que encajar en los contextos de fundamentación de la ortodoxia religiosa de que se trate[9][9].
Esta expectativa normativa con la que el Estado liberal confronta a las comunidades religiosas concuerda con los propios intereses de éstas en el sentido de que con ello les queda abierta a éstas la posibilidad de, a través del espacio público-político ejercer su influencia sobre la sociedad en conjunto. Ciertamente, las cargas de la tolerancia, como demuestran las regulaciones más o menos liberales acerca del aborto, no están distribuidas simétricamente entre creyentes y no creyentes; pero tampoco para la conciencia secular el gozar de la libertad negativa que representa la libertad religiosa, tampoco, digo, para la conciencia secular ese goce se produce sin costes. Pues de esa conciencia se espera que se ejercite a sí misma en un trato autorreflexivo con los límites de la Ilustración. La comprensión de la tolerancia por parte de las sociedades pluralistas articuladas por una constitución liberal, no solamente exige de los creyentes que en el trato con los no creyentes y con los que creen de otra manera se hagan a la evidencia de que razonablemente habrán de contar con la persistencia indefinida de un disenso: sino que por el otro lado, en el marco de una cultura política liberal también se exige de los no creyentes que se hagan asimismo a esa evidencia en el trato con los creyentes. Y para un ciudadano religiosamente amusical esto significa la exigencia, la exigencia, digo, nada trivial, de determinar también autocríticamente la relación entre fe y saber desde la perspectiva del propio saber mundano. Pues la expectativa de una persistencia de la no-concordancia entre fe y saber sólo merece el predicado de “racional” (es decir, sólo merece llamarse una expectativa racional) si, también desde el punto de vista del saber secular, se admite para las convicciones religiosas un estatus epistémico que no quede calificado simplemente de irracional (por ese saber secular). Así pues, en el espacio público-político las cosmovisiones naturalistas que se deben a una elaboración especulativa de informaciones científicas y que son relevantes para la autocomprensión ética de los ciudadanos[10][10], de ninguna manera gozan prima facie de ningún privilegio frente a las concepciones de tipo cosmovisional o religioso que están en competencia con ellas. La neutralidad cosmovisional del poder del Estado que garantiza iguales libertades éticas para cada ciudadano es incompatible con cualquier intento de generalizar políticamente una visión secularística del mundo. Y los ciudadanos secularizados, cuando se presentan y actúan en su papel de ciudadanos, ni pueden negar en principio a las cosmovisiones religiosas un potencial de verdad, ni tampoco pueden discutir a sus conciudadanos creyentes el derecho a hacer contribuciones en su lenguaje religioso a las discusiones públicas. Una cultura política liberal puede esperar incluso de los ciudadanos secularizados que arrimen el hombro a los esfuerzos de traducir del lenguaje religioso a un lenguaje públicamente accesible aquellas aportaciones (del lenguaje religioso) que puedan resultar relevantes.[11][11]
(Traducción de Manuel Jiménez Redondo)
«Las bases morales prepolíticas del Estado liberal», según Joseph Ratzinger
Ponencia en un diálogo con Jürgen Habermas, 19 de enero de 2004
ROMA, sábado, 30 julio 2005 (ZENIT.org).- Ponencia leída por Jürgen Habermas el 19 de enero de 2004 en la «Tarde de discusión» con Jürgen Habermas y el cardenal Joseph Ratzinger, organizada por la Academia Católica de Baviera en Munich. El tema «Las bases morales prepolíticas del Estado liberal». Abrieron la discusión los dos invitados con sendas ponencias. Primero habló Habermas, después Ratzinger. Lo que sigue fue la ponencia o «posicionamiento» de Habermas.
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En la aceleración del tempo de las evoluciones históricas en la que nos encontramos, aparecen, a mi juicio, sobre todo dos factores como elementos característicos de una evolución que antes sólo parecía producirse lentamente. Se trata, por un lado, de la formación de una sociedad mundial en la que los poderes particulares políticos, económicos y culturales se ven cada vez más remitidos recíprocamente unos a otros y se tocan y se complementan mutuamente en sus respectivos ámbitos de vida. La otra característica es el desarrollo de posibilidades del hombre, de posibilidades de hacer y de destruir, que, más allá de lo que hasta ahora era habitual, plantean la cuestión del control jurídico y ético del poder. Y así se convierte en una cuestión de gran urgencia la de cómo las culturas que se encuentran, pueden hallar fundamentos éticos que puedan conducir su convivencia por el camino correcto y permitan construir una forma de domar y ordenar ese poder, de la que puedan responsabilizarse en común.
Que el proyecto presentado por Hans Küng de un “ethos universal”, se vea alentado desde tantos lados, demuestra, en todo caso, que la pregunta está planteada. Y ello es así aunque se acepten las agudas críticas que Robert Spaemann ha hecho a ese proyecto (1). Pues a los dos factores antes señalados se añade un tercero: en el proceso de encuentro y compenetración de las culturas se han quebrado y, por cierto, bastante profundamente, certezas éticas que hasta ahora se consideraban básicas. La pregunta acerca de qué sea el bien, sobre todo en el contexto dado, y por qué hay que hacer ese bien, aun en perjuicio propio, esta cuestión básica es una cuestión para la que en buena parte se carece de respuesta. Pues bien, a mí me parece evidente que la ciencia como tal no puede producir ningún ethos, y que, por tanto, una renovada conciencia ética no puede producirse como resultado de debates científicos. Por otra parte, es también indubitable que el cambio fundamental de visión del mundo y visión del hombre que se ha producido como resultado de los crecientes conocimientos científicos, está implicado muy esencialmente en la ruptura de viejas certezas morales. Por tanto, la ciencia tiene, ciertamente, una responsabilidad en lo que se refiere al hombre, y muy en particular la filosofía tiene la responsabilidad de acompañar el desenvolvimiento de las ciencias particulares, de iluminar críticamente las conclusiones apresuradas y las certezas aparentes acerca de qué sea el hombre, de dónde viene, y para qué existe, o, dicho de otra manera, de separar el elemento no científico en los resultados científicos con los que ese elemento no científico viene a veces mezclado, y mantener así abierta la mirada al todo, es decir, mantener abierta la mirada a ulteriores dimensiones de realidad del hombre, realidad de la que en las ciencias sólo pueden mostrarse aspectos parciales.
PODER Y DERECHO
Concretamente es tarea de la política el poner el poder bajo la medida del derecho y establecer así el orden de un empleo del poder que tenga sentido y sea aceptable. Lo que ha de prevalecer no es el derecho del más fuerte sino la fuerza del derecho. El poder atenido al orden del derecho y puesto al servicio del derecho es lo contrario de la violencia, y por violencia entendemos el poder exento de derecho y contrario al derecho. Por tanto, es importante para toda sociedad superar las sospechas bajo las que en este sentido puedan estar el derecho y los órdenes jurídicos, porque sólo así puede desterrarse la arbitrariedad y sólo así puede vivirse la libertad como libertad compartida, tenida en común. La libertad exenta de derecho es anarquía, y, por tanto, destrucción de la libertad. La sospecha contra el derecho, la revuelta contra el derecho, estallarán siempre que el derecho mismo no aparezca ya como expresión de una justicia que está al servicio de todos, sino como producto de la arbitrariedad, como derecho que se arrogan aquellos que tienen el poder de hacerlo.
La tarea de poner el poder bajo la medida del derecho, remite, por tanto, a una cuestión ulterior: a la de cómo surge el derecho, y cómo tiene que estar hecho el derecho para convertirse en vehículo de la justicia y no en privilegio de aquellos que tienen el poder de dictar el derecho. Se trata, pues, por una parte, de la cuestión de cómo se ha formado el derecho, pero, por otra parte, se trata también de la cuestión de su propia medida interna. El problema de que el derecho no debe ser instrumento de poder de unos pocos, sino que tiene que ser expresión de un interés común, este problema parece haber quedado resuelto, al menos por de pronto, con el instrumento que representa la formación democrática de la voluntad, porque en esa formación democrática de la voluntad todos cooperan en la producción de ese derecho, y, por tanto, ese derecho es un derecho de todos y puede y debe ser respetado por todos como tal. Y, efectivamente, es la garantía de una cooperación común en la producción y configuración del derecho y en la administración justa del poder, es esa garantía, digo, la razón más básica que habla a favor de la democracia como la forma más adecuada de orden político.
Sin embargo, queda, a mi juicio, todavía una cuestión. Como difícilmente puede haber unanimidad entre los hombres, a la formación democrática de la voluntad sólo le queda como instrumento imprescindible la delegación, por un lado, y, por otro, la decisión mayoritaria, exigiéndose mayorías de distinto tipo según sea la importancia de la cuestión de que se trate. Pero también las mayorías pueden ser ciegas y pueden ser injustas. La historia lo demuestra de forma más que clara. Y cuando una mayoría, por grande que sea, reprime a una minoría, por ejemplo a una minoría religiosa, a una minoría racial, mediante leyes opresivas, ¿puede seguirse hablando de justicia, puede seguirse hablando de derecho? Por tanto, el principio de la mayoría deja todavía abierta la cuestión acerca de los fundamentos éticos del derecho, la cuestión de si no hay lo que nunca puede ser derecho, es decir, de si no hay lo que siempre será en sí una injusticia, o a la inversa, de si no hay también lo que por su esencia ha de ser inamoviblemente derecho, algo que precede a toda decisión mayoritaria y que tiene que ser respetado por ella.
La Edad Moderna ha expresado un conjunto de tales elementos normativos en las diversas declaraciones de derechos y los ha sustraído al juego de las mayorías. Pues bien, es posible que la conciencia actual simplemente se dé por satisfecha con la interna evidencia de esos valores. Aunque la verdad es que tal autolimitación del preguntar tiene también un carácter filosófico. Hay, pues, valores que se sostienen por sí solos, que se siguen de la esencia del ser humano y que, por tanto, resultan intangibles para todos cuantos tienen esa esencia. Sobre el alcance de esta manera de ver las cosas, habremos de volver todavía más tarde, sobre todo porque esa evidencia (que no querría hacerse más preguntas) de ninguna manera es reconocida hoy en todas las culturas. El Islam ha definido su propio catálogo de derechos del hombre, que se desliga del catálogo occidental. China viene hoy determinada, ciertamente, por una forma de cultura surgida en Occidente, por el marxismo, pero, si no estoy mal informado, en China se plantea la cuestión de si los derechos del hombre, no son más bien un invento típicamente occidental, al que habría que investigarle la trastienda.
NUEVAS FORMAS DE PODER Y NUEVAS CUESTIONES RELATIVAS A SU CONTROL
Cuando se trata de la relación entre poder y derecho y de las fuentes del derecho, hay que examinar también más detenidamente el fenómeno del poder. No voy a tratar de definir la esencia del poder como tal, sino que voy a bosquejar los desafíos que resultan de las nuevas formas de poder que se han desarrollado en el último medio siglo. En el período inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial era dominante el terror ante el nuevo medio de destrucción que el hombre había adquirido con el invento de la bomba atómica. El hombre se vio de pronto en situación de poder destruirse a sí mismo y de poder destruir la Tierra. Y entonces hubo que preguntarse: ¿qué mecanismos políticos son menester para excluir tal destrucción?, ¿podemos encontrar tales mecanismos y hacerlos efectivos?, ¿pueden movilizarse fuerzas éticas que contribuyan a dar configuración a tales mecanismos políticos y a prestarles eficacia? Y de hecho durante un largo período fue la propia competencia entre los bloques de poder contrapuestos y el miedo a poner en marcha la propia destrucción mediante la destrucción del otro, lo que nos mantuvo a resguardo del espanto de la guerra atómica. La mutua limitación del poder y el temor por la propia supervivencia resultaron ser las fuerzas salvadoras.
Mientras tanto, lo que nos angustia no es el miedo a una gran guerra, sino más bien el terror omnipresente que puede golpear en cualquier sitio y puede operar en cualquier sitio. La humanidad, es lo que vemos ahora, no necesita en absoluto de la gran guerra para convertir el mundo en un mundo invivible. Los poderes anónimos del terror que pueden hacerse presentes en todas partes, son lo suficientemente fuertes como para perseguir a todos incluso en la propia existencia cotidiana de todos y cada uno, permaneciendo en pie el fantasma de que los elementos criminales puedan lograr acceder a los grandes potenciales de destrucción y así, de forma ajena al orden de la política, entregar el mundo al caos. Y de esta forma, la pregunta por el derecho y por el ethos se nos ha desplazado y se nos ha convertido en esta otra: ¿de qué fuente se alimenta el terror?, ¿cómo se puede exorcizar desde su propio interior, esta nueva dolencia de la humanidad? Y lo tremendo es que el terror, por lo menos en parte, trata de legitimarse moralmente. Los mensajes de Ben Laden presentaban el terror como respuesta de pueblos oprimidos e impotentes al orgullo de los poderosos como justo castigo por su arrogancia, por su sacrílega soberbia y por su crueldad. Y a hombres que se encuentran en determinadas situaciones políticas y sociales, tales motivaciones les resultan evidentemente convincentes. En parte, el comportamiento terrorista se presenta como defensa de la tradición religiosa frente a la impiedad y al ateismo de la sociedad occidental.
Y en este punto se plantea una cuestión sobre la que asimismo tendremos que volver: si el terrorismo está tan bien alimentado por el fanatismo religioso –y lo está-, ¿es la religión un poder que levanta y salva, o es más bien un poder arcaico y peligroso, que construye universalismos falsos y conduce así a la intolerancia y al terror? ¿No habrá entonces que poner a la religión bajo la tutela de la razón e imponerle cuidadosos y estrictos límites? Pero entonces no se puede evitar la pregunta: ¿y quién podrá hacer tal cosa?, ¿cómo se hace tal cosa? Pero sigue en pie la pregunta general: la supresión progresiva de la religión, su superación ¿no habrá que considerarla un necesario progreso de la humanidad si es que ésta ha de emprender el camino de la libertad y de la tolerancia universal?
Mientras tanto ha pasado a primer plano otra forma de poder, otra forma de capacidad, pero que en realidad puede convertirse en una nueva forma de amenaza para el hombre. El hombre está ahora en condiciones de poder hacer hombres, de producirlos, por así decir, en el tubo de ensayo. El hombre se convierte entonces en producto, y de este modo se muda de raíz la relación del hombre consigo mismo. Pues el hombre deja de ser entonces un don de la naturaleza o del Dios creador, el hombre se convierte entonces en su propio producto. El hombre ha logrado descender así a las cisternas del poder, a los lugares fontanales de su propia existencia. La tentación de ponerse a construir entonces al hombre adecuado (al hombre que hay que construir), la tentación de experimentar con el hombre, la tentación también de considerar quizá al hombre o a hombres como basura y de dejarlos de lado como basura, ya no es ninguna quimera de moralistas hostiles al progreso.
Si antes no podíamos eludir la cuestión de si las religiones propiamente no eran una fuerza moral positiva, ahora no tiene más remedio que surgirnos la duda acerca de la fiabilidad de la razón. Pues en definitiva también la bomba atómica es un producto de la razón; y en definitiva la cría y selección del hombre es algo que también ha sido la razón quien lo ha ideado. ¿No es, pues, ahora la razón lo que, a la inversa, hay que poner bajo vigilancia? Pero, ¿por quién o por medio de qué? ¿O no deberían quizá religión y razón limitarse mutuamente y señalarse en cada caso sus propios límites y traerse de esta forma la una a la otra al camino positivo? En este lugar se plantea de nuevo la cuestión de cómo en una sociedad mundial con sus mecanismos de poder y sus fuerzas desatadas, así como con sus muy distintas visiones acerca de qué es el derecho y la moral, podrá encontrarse una evidencia ética efectiva que tenga la suficiente fuerza de motivación y la suficiente capacidad de imponerse, como para poder responder a los desafíos señalados y ayuden a esa sociedad mundial a hacerles frente.
PRESUPUESTOS DEL DERECHO: DERECHO – NATURALEZA – RAZÓN
Por de pronto lo primero que parece que tenemos que hacer es volver la mirada a situaciones históricas que son comparables a la nuestra, en cuanto que puede haber tales cosas comparables. Y así, merece la pena que empecemos recordando, aunque sea muy brevemente, que Grecia también tuvo su Ilustración, que el derecho fundado en los dioses perdió su evidencia y que, a consecuencia de ello, hubo que preguntarse por un derecho de bases más profundas. Y así surgió la idea de que, frente al derecho establecido, que puede no ser más que injusticia o falta de derecho, tiene que haber un derecho que se siga de la naturaleza, que se siga del ser mismo del hombre. Y éste es el derecho que hay que encontrar para que pueda servir de correctivo al derecho positivo.
Pero incluso más natural y obvio que esta mirada sobre Grecia es que nos fijemos en la doble ruptura que se produce en la conciencia europea en la Edad Moderna y que obligó a sentar las bases de una nueva reflexión sobre el contenido y la fuente del derecho. Se trata, en primer lugar, del rompimiento de los límites de Europa, del verse llevado el mundo cristiano mucho más allá de sus propios límites, que se produjo con el descubrimiento de América. Ello dio lugar a un encuentro con pueblos que no pertenecían a la trama que formaban el derecho y aquella fe cristiana que hasta entonces había constituido para todos la fuente del derecho y había dado al derecho su forma. Jurídicamente no hay nada común con esos pueblos, no hay ninguna comunidad jurídica con ellos. Pero, ¿quiere decir eso que entonces esos pueblos carecen de derecho, como muchos afirmaron, siendo esto además lo que prevaleció en la práctica, o no será más bien que hay un derecho que transciende a todos los sistemas de derecho, y que obliga y gobierna a los hombres como hombres en todas sus formas de convivencia? Francisco de Vitoria desarrolla en esta situación su idea de “ius gentium” (derecho de gentes) a partir de la noción que desde Roma ya pertenecía a la herencia intelectual; en el término “gentes” de dicha expresión (la de “ius gentium”) resuena el significado de paganos, de no cristianos. Se está pensando (Francisco de Vitoria está pensando), por tanto, en un derecho que antecede a la forma cristiana del derecho y que tiene por fin articular una convivencia justa de todos los pueblos.
La segunda ruptura en el mundo cristiano se produjo dentro de la cristiandad misma a causa de la escisión de la fe, escisión por la que la comunidad de los cristianos se desglosó en comunidades que quedaron hostilmente unas frente a otras. De nuevo se convertía en tarea desarrollar un derecho común que antecediese al dogma, desarrollar por lo menos un mínimo jurídico cuyas bases no podían radicar ahora en la fe sino en la naturaleza, en la razón del hombre. Hugo Grocio, Samuel Pufendorf y otros desarrollaron la idea de un derecho natural entendido como un derecho racional que, más allá de los límites de la fe, hace valer la razón como órgano capaz de una formación y configuración compartidas del derecho.
Sobre todo en la Iglesia Católica, el derecho natural ha constituido siempre la figura de pensamiento con la que la Iglesia en su diálogo con la sociedad secular y con otras comunidades de fe ha apelado a la razón común y ha buscado las bases para un entendimiento acerca de principios éticos del derecho en una sociedad secular pluralista. Pero, por desgracia, este instrumento se ha embotado y, por tanto, en la discusión de hoy no me voy a apoyar en él. La idea de derecho natural presuponía un concepto de naturaleza en que naturaleza y razón se compenetran, en el que la naturaleza misma se vuelve racional. Y tal visión de la naturaleza se fue a pique con la victoria de la teoría de la evolución. La naturaleza como tal no sería racional, aun cuando haya comportamiento racional. Éste es el diagnóstico que desde la teoría científica se nos hace, y que hoy se nos antoja casi incontrovertible (2). Y así, de las distintas dimensiones del concepto de naturaleza que antaño subyacían en el concepto de derecho natural, sólo ha quedado en pie aquélla que (a principios del siglo tercero después de Cristo) Ulpiano articulaba en su famosa frase: “Ius naturae est, quod natura omnia animalia docet” (el derecho natural es aquél que la naturaleza enseña a todos los animales) (3). Pero, precisamente, esto no basta para nuestras preguntas, en las que precisamente se trata de lo que no concierne a todos los “animalia” (a todos los animales), sino que se trata de tareas específicamente humanas que la razón del hombre ha causado y planteado al hombre, y que no pueden resolverse sin la razón.
Como último elemento del derecho natural, que en lo más profundo quiso siempre ser un derecho racional, por lo menos en la Edad Moderna, han quedado los “derechos del hombre”. Esos derechos son difíciles de entender sin el presupuesto de que el hombre como hombre, simplemente por su pertenencia a la especie hombre, es sujeto de derechos, sin el presupuesto de que el ser mismo del hombre es portador de normas y valores que hay que buscar, pero que no es menester inventar. Quizá la doctrina de los derechos del hombre deba completarse con una doctrina de los deberes del hombre y de los límites del hombre, y esto podría quizá ayudar a replantear la cuestión de si no podría haber una razón de la naturaleza, y, por tanto, un derecho racional para el hombre y para el estar del hombre en el mundo. Tal diálogo debería interpretarse y plantearse interculturalmente. Para los cristianos ello tendría que ver con la creación y con el Creador. En el mundo hindú esos conceptos cristianos se corresponderían con el concepto de “dharma”, con el concepto de la interna legiformidad del ser, y en la tradición china a ello correspondería la idea de los ordenes del cielo.
LA INTERCULTURALIDAD Y SUS CONSECUENCIAS
Antes de intentar llegar a unas conclusiones, quisiera ampliar un poco más la indicación que acabo de hacer. La interculturalidad me parece una dimensión imprescindible de la discusión en torno a los fundamentos del ser humano, una discusión que hoy ni puede efectuarse de forma enteramente interna al cristianismo, ni tampoco puede desarrollarse sólo dentro de las tradiciones de la razón occidental moderna. En su propia autocomprensión, ambos (el Cristianismo y la razón moderna) se presuponen universales, y puede que de iure (de derecho) efectivamente lo sean. Pero de facto (de hecho) tienen que reconocer que sólo han sido aceptados en partes de la humanidad. El número de culturas en competición es, ciertamente, mucho más limitado de lo que podría parecer a primera vista. Y sobre todo es importante que dentro de los distintos ámbitos culturales tampoco hay unidad, sino que los espacios culturales se caracterizan por profundas tensiones dentro de sus propias tradiciones culturales. En Occidente esto es evidente. Aunque en Occidente la cultura secular de una estricta racionalidad (y de ello nos ha dado un impresionante ejemplo el señor Habermas), resulta ampliamente dominante y se considera lo vinculante, no cabe duda de que en Occidente la comprensión cristiana de la realidad sigue teniendo igual que antes una fuerza bien eficaz. Ambos polos guardan entre sí una cambiante relación de proximidad o de tensión, están uno frente al otro, o bien en una mutua disponibilidad a aprender el uno del otro, o bien en la forma de un rechazarse más o menos decididamente el uno al otro.
También el espacio cultural islámico viene determinado por tensiones similares; desde el absolutismo fanático de un Ben Laden hasta actitudes que están abiertas a una racionalidad tolerante, se da un amplio arco de posiciones, pues. Y el tercer gran ámbito cultural, el de la cultura india, o mejor los espacios culturales del hinduismo y del budismo, están asimismo determinados por tensiones similares, aun cuando, en todo caso desde nuestro punto de vista, esas tensiones ofrecen un aspecto mucho menos dramático. Y esas culturas también se ven expuestas tanto a las pretensiones de la racionalidad occidental como a las interpelaciones de la fe cristiana, pues ambas han hecho acto de presencia en esos ámbitos. De modos diversos, esas culturas asimilan tanto la una como la otra, tratando, sin embargo, a la vez de proteger también su propia identidad. Completan el cuadro las culturas locales de África y las culturas locales de América, despertadas éstas últimas por determinadas teologías cristianas. Todas esas culturas se presentan en buena medida como un cuestionamiento de la racionalidad occidental, pero también como un cuestionamiento de la pretensión universalista de la revelación cristiana.
¿Y qué se sigue de todo esto? Pues bien, lo primero que se sigue es, a mi entender, la no universalidad fáctica de ambas grandes culturas de Occidente, tanto de la cultura de la fe cristiana como de la cultura de la racionalidad secular, por más que ambas culturas, cada una a su manera, se hayan convertido en codeterminantes en todo el mundo y en todas las culturas. Y en este sentido, la pregunta del colega de Teheran, a la que el señor Habermas ha hecho referencia, me parece que es una pregunta de peso, la pregunta desde si desde el punto de vista de la comparación cultural y de la sociología de la religión, la secularización europea no representa quizá un camino especial que necesitaría de alguna corrección. Y ésta es una cuestión que yo no reduciría sin más, o por lo menos no creo que deba reducirse necesariamente, a ese estado de ánimo que representan un Carl Schmitt, un Martin Heidegger o un Levi Strauss, es decir, al estado de ánimo de una situación europea que, por así decir, se hubiese cansado de la racionalidad. Es un hecho, en todo caso, que nuestra racionalidad secular, por más que resulte trivial y evidente al tipo de ratio que se ha formado en Occidente, no es algo que resulte evidente y convincente sin más a toda ratio, es decir, que esa racionalidad secular, en su intento de hacerse evidente como racionalidad, choca con límites. Su evidencia está ligada de hecho a determinados contextos culturales y tiene que reconocer que, como tal, no se la puede entender en toda la humanidad, es decir, no puede encontrar comprensión en toda la humanidad, y que, por tanto, no puede ser operativa en el conjunto. Con otras palabras: no existe “fórmula del mundo”, racional, o ética, o religiosa, en la que todos pudieran ponerse de acuerdo y que entonces fuese capaz de sostener el todo. O en todo caso, tal fórmula es por el momento inalcanzable. Por eso, incluso los proyectos de un “ethos universal”, a los que hemos empezado haciendo referencia, se quedan en una abstracción.
CONCLUSIONES
¿Qué hacer, pues? En lo que respecta a las consecuencias prácticas estoy en profundo acuerdo con lo que el señor Habermas ha expuesto acerca de la sociedad postsecular, acerca de la disponibilidad a aprender y acerca de la autolimitación por ambos lados. Mi propio punto de vista voy a resumirlo en dos tesis, con las que voy a concluir.
1.- Habíamos visto que hay patologías en la religión que son altamente peligrosas y que hacen necesario considerar la luz divina que representa la razón, por así decir, como un órgano de control, desde el que y por el que la religión ha de dejarse purificar y ordenar una y otra vez, cosa que era por lo demás la idea de los Padres de la Iglesia (4). Pero en nuestras consideraciones hemos obtenido también que (aunque la humanidad no sea por lo general hoy consciente de ello) hay también patologías de la razón, hay una hybris de la razón que no es menos peligrosa, sino que representa una amenaza aún mayor a causa de su potencial eficiencia: la bomba atómica, el hombre como producto. Por tanto, y a la inversa, hay también que amonestar a la razón a reducirse a sus límites y a aprender y a disponerse a prestar oídos a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad. Si la razón se emancipa por completo y se desprende de tal disponibilidad a aprender y se sacude tal correlacionalidad o se desdice de tal correlacionalidad, la razón se vuelve destructiva.
Kart Hübner planteaba no hace mucho una exigencia similar diciendo que en tal tesis no se trataba inmediatamente de un “retorno a la fe”, sino que de lo que se trataba era de que “nos liberásemos de esa obcecación de nuestra época, conforme a la que la fe no podría decir ya nada al hombre actual porque la fe contradiría a la idea humanista de razón, Ilustración y libertad que ese hombre tiene” (5). Yo hablaría, por tanto, de una necesaria correlacionalidad de razón y fe, de razón y religión, pues razón y fe están llamadas a limpiarse y purificarse mutuamente y se necesitan mutuamente, y ambas tienen que reconocerse mutuamente tal cosa.
2.- Esta regla fundamental debe hallar concreción en el contexto intercultural de nuestra actualidad. Sin duda dos importantes intervinientes en esa correlacionalidad son la fe cristiana y la cultura secular occidenal. Y esto puede decirse y debe decirse sin ninguna clase de eurocentrismo. Pues ambos (cultura secular occidental y fe cristiana) determinan la actual situación mundial en una proporción en que no la determinan ninguna de las demás fuerzas culturales. Pero esto no significa, ni mucho menos, que se pueda dejar de lado a las otras culturas como una especie de “quantité négligeable” (de magnitud despreciable). Para ambos grandes componentes de la cultura occidental es importante ponerse a escuchar a esas otras culturas, es decir, entablar una verdadera correlacionalidad con esas otras culturas. Es importante implicarlas en la tentativa de una correlación polifónica, en la que ellas se abran a sí mismas a la esencial complementariedad de razón y fe, de suerte que pueda ponerse en marcha un universal proceso de purificaciones en el que finalmente los valores y normas conocidos de alguna manera o barruntados por todos los hombres lleguen a recobrar una nueva capacidad de iluminación de modo que se conviertan en fuerza eficaz para una humanidad y de esa forma puedan contribuir a integrar el mundo.
(Traducción de Manuel Jiménez Redondo)
NOTAS
1) R. Spaemann, „Weltethos als “Projekt““, en: Merkur, Heft 570/571, 893-904.
2) La expresión más impresionante (pese a muchas correcciones de detalle) de esta filosofía de la evolución, hoy todavía dominante, la representa el libro de J. Monod, El Azar y la Necesidad, Barcelona 1989. En lo que respecta a la distinción entre lo que son los resultados efectivos de la ciencia y lo que es la filosofía que acompaña a esos resultados, cfr. R. Junker, S. Scherer (eds.), Evolution. Ein Kritischer Lehrbuch, Giessen 1998. Para algunas indicaciones concernientes a la discusión con la filosofía que acompaña a esa teoría de la evolución, véase J. Ratzinger, Glaube – Wahrheit – Toleranz , Friburgo 2003, 131-147.
3) Acerca de las tres dimensiones del derecho natural medieval (dinámica del ser en general, teleología de la naturaleza común a los hombres y a los animales [Ulpiano], y teología específica de la naturaleza racional del hombre) cfr. las referencias a ello en el artículo de Ph. Delhaye, Naturrecht, en: LThK2 VII 821-825. Digno de notarse es el concepto de derecho natural que aparece al principio del Decretum gratiani: Humanum genus duobus regitur, naturali videlicit iure, et moribus. Ius naturale est, quod in lege et Evangelio continetur, quo quisque iubetur, alii facere, quod sibi vult fieri, et prohibetur, alii inferre, quod sibi nolit fieri (el género humano se rige por dos cosas, a saber, el derecho natural y las costumbres. Derecho natural es el que se contiene en la ley y el Evangelio, por el que se manda a cada cual no hacer a otro sino lo que quiere que se le haga a él, y se le prohíbe infligir a otro aquello que no quiere que se le haga a él).
4) Es lo que he tratado de exponer en el libro mío que he mencionado en la nota 2: Glaube –Wahrheit –Toleranz; cfr. también M. Fiedrowicz, Apologie im frühen Christentum, seg. edición, Paderborn 2002.
5) K. Hübner, Das Christentum im Wettstreit der Religiones, Tubinga 2003, 148.
[1][1] E.-W. Böckenförde, Die Entstehung des Staates als Vorgang der Säkularisation (1967), en: Idem, Recht, Staat, Freiheit, Frankfurt 1991, pp. 92 ss, aquí p. 112.
[2][2] J. Habermas, Die Einbeziehung des Anderen, Frankfurt 1996.
[3][3] J. Habermas, Facticidad y validez, traducción M. Jiménez Redondo, Madrid 1998.
[4][4] H. Brunkhorst, „Der lange Schatten des Staatswillenspositivismus“, Leviathan 31, 2003, 362-381.
[5][5] Böckenförde (1991), p. 111.
[6][6] Cfr. Jurgen Habermas, Identidades nacionales y postnacionales, traducción de Manuel Jiménez Redondo, Madrid 1989.
[7][7] P. Neuner, G. Wenz (Ed.), Theologen des 20. Jahrhunderts, Darmstadt 2002.
[8][8] K. Eder, “Europäische Säkularisierung – ein Sonderweg in die postsäkulare Gesellschaft?“, Berliner Journ. f. Soziologie, vol. 3, 2002, 331-343.
[9][9] J. Rawls, Political Liberalism, New York, 1993, 12 s., 145..
[10][10] Véase por ejemplo W. Singer, “Nadie puede ser de otra manera que como es. Nuestras conexiones cerebrales nos fijan. Deberíamos dejar de hablar de libertad”, FAZ de 8 de enero 2004, 33.
[11][11] J. Habermas, Glauben und Wissen , Frankfurt, 2001.
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El tema de discusión que se nos ha propuesto, me recuerda una pregunta que, en los años sesenta, Ernst-Wolfgang Böckenförde redujo a la dramática fórmula de si un Estado liberal, secularizado, no se está nutriendo de presupuestos normativos que él mismo no puede garantizar[1][1]. En ello se expresa la duda de que el Estado constitucional democrático pueda cubrir con sus propios recursos los fundamentos normativos en los que ese Estado se basa, así como la sospecha de que ese Estado quizá dependa de tradiciones cosmovisionales o religiosas autóctonas [que no dependen de él], y en todo caso de tradiciones éticas también autóctonas, colectivamente vinculantes. Esto, ciertamente, pondría en aprietos a un Estado que, en vistas del “hecho del pluralismo” (Rawls), está obligado a mantener la neutralidad en lo que se refiere a cosmovisiones. Claro es que tal conclusión no puede emplearse como un contraargumento contra aquella sospecha.
[0.- Plan de la presente ponencia]
Lo que voy a empezar haciendo es especificar el problema en dos aspectos. En el aspecto cognitivo la duda se refiere a la cuestión de si, después de la completa positivización del derecho, la estructuración del poder político es todavía accesible a una justificación o legitimación secular, es decir, a una justificación o legitimación no religiosa, sino postmetafísica [1]. Pero aun cuando se admita tal legitimación, en el aspecto motivacional todavía sigue en pie la duda de si una comunidad que, en lo que se refiere a cosmovisión es pluralista, podrá estabilizarse normativamente (es decir, más allá de un simple modus vivendi) a través de la suposición de un consenso de fondo que, en el mejor de los casos, será un consenso formal, un consenso limitado a procedimientos y principios [2]. Pero aun cuando pudiera despejarse esa duda, quedaría en pie el que los ordenes liberales dependen (en lo que respecta a dimensión normativa) de la solidaridad de sus ciudadanos, y que esas fuentes podrían secarse a causa de una “descarrilada” secularización de la sociedad en conjunto. Este diagnóstico no puede rechazarse sin más, pero tampoco puede entenderse en el sentido de que aquellos entre los defensores de la religión, que son gente formada, es decir, que son la clase culta, quieran obtener de ello una especie de “plusvalía” para lo que ellos defienden [3]. En lugar de eso (es decir, para evitar esa obtención de plusvalía) voy a proponer entender la secularización cultural y social como un doble proceso que obliga tanto a las tradiciones de la Ilustración como a las doctrinas religiosas a reflexionar sobre sus respectivos límites [4]. Y en lo que respecta a las sociedades postseculares se plantea, finalmente, la cuestión de cuáles son las actitudes cognitivas y las expectativas normativas que un Estado liberal puede suponer y exigir tanto a sus ciudadanos creyentes como a sus ciudadanos no creyentes en su trato mutuo [5].
[1.- Justificación no religiosa, postmetafísica, del derecho]
El liberalismo político (que yo defiendo en la forma especial de un republicanismo kantiano[2][2]) se entiende como una justificación no religiosa y postmetafísica de los fundamentos normativos del Estado constitucional democrático. Esta teoría se mueve en la tradición del derecho racional, que renuncia a las fuertes presuposiciones tanto cosmológicas como relativas a la historia de la salvación, que caracterizaban a las doctrinas clásicas y religiosas del derecho natural. La historia de la teología cristiana en la Edad Media, y en especial la Escolástica española tardía, pertenecen, naturalmente, a la genealogía de los derechos del hombre. Pero los fundamentos legitimadores de un poder estatal neutral en lo concerniente a cosmovisión proceden finalmente de las fuentes profanas que representa la filosofía del siglo XVII y del siglo XVIII. Sólo mucho más tarde fueron capaces la teología y la Iglesia de digerir los desafíos espirituales que representaba el Estado constitucional revolucionario. Por el lado católico, que con la idea de “luz natural”, con la idea de lumen naturale, una relación mucho más distendida, nada se opone en principio a una fundamentación autónoma de la moral y del derecho, es decir, a una fundamentación de la moral y del derecho, independiente de las verdades reveladas.
La fundamentación postkantiana de los principios constitucionales liberales [es decir, la posición que sostiene Habermas] ha tenido que enfrentarse en el siglo XX, no tanto a la nostalgia de un derecho natural objetivo (o de una “ética material de los valores”), cuanto a formas de crítica de tipo historicista y empirista. Pues bien, a mi juicio, son suficientes presuposiciones débiles acerca del contenido normativo de la estructura comunicativa de las formas de vida socioculturales, para defender contra el contextualismo un concepto no derrotista de razón, y contra el positivismo jurídico un concepto no decisionista de validez jurídica. La tarea central consiste en este sentido en explicar [primero] por qué el proceso democrático se considera un procedimiento de establecimiento legítimo del derecho o de creación legítima del derecho; y la respuesta es que, en cuanto que cumple condiciones de una formación inclusiva y discursiva de la opinión y de la voluntad, el proceso democrático funda la sospecha de una aceptabilidad racional de los resultados; y [segundo] por qué la democracia y los derechos del hombre son las dimensiones normativas básicas que nos aparecen siempre cooriginalmente entrelazadas en lo que son nuestras constituciones, es decir, en lo que en Occidente ha venido siendo el establecimiento mismo de una constitución; y la respuesta es que la institucionalización jurídica del procedimiento de creación democrática del derecho exige que se garanticen a la vez tanto los derechos fundamentales de tipo liberal como los derechos fundamentales de tipo político-ciudadano.[3][3]
El punto de referencia de esta estrategia de fundamentación (de la estrategia de fundamentación postmetafísica que estoy considerando) es la constitución que se dan a sí mismos ciudadanos asociados, y no la domesticación de un poder estatal ya existente, pues ese poder (esto es lo que se está suponiendo en dicha estrategia de fundamentación postmetafísica), pues ese poder, digo, ha de empezar generándose por la vía del establecimiento democrático de una constitución (es decir, por la misma vía por la que llega a establecerse una constitución democrática). Un poder estatal “constituido” (y no sólo constitucionalmente domesticado) es siempre un poder juridificado hasta en su núcleo más íntimo, de suerte que el derecho penetra hasta el fin el poder político, hasta no dejar ni un residuo que no esté juridificado. Mientras que el positivismo de la voluntad estatal (muy enraizado él en el imperio alemán), que sostuvieron los teóricos alemanes del Derecho Público (desde Laband y Jellinek hasta Carl Schmitt) había dejado siempre algún hueco o algún rincón por el que podía colarse de contrabando algo así como una sustancia ética de lo “estatal” o de lo “político”, exenta de derecho, en el Estado constitucional no queda ningún sujeto del poder político, que pudiera suponerse que se nutre o se está nutriendo de una sustancia prejurídica o de algún tipo de sustancia prejurídica[4][4]. De la soberanía preconstitucional de los príncipes no queda en el Estado constitucional ningún lugar vacío que ahora – en la forma de ethos de un pueblo más o menos homogéneo – hubiera que rellenar con una soberanía popular igualmente sustancial (es decir, de base igualmente prejurídica).
A la luz de esta herencia problemática, la pregunta de Böckenförde ha podido entenderse en el sentido de si un orden constitucional totalmente positivazado necesita todavía de la religión o de algún otro “poder sustentador” para asegurar cognitivamente los fundamentos que lo legitiman. Conforme a esta lectura, la pretensión de validez del derecho positivo dependería de una fundamentación en convicciones de tipo ético-prepolítico, de las que serían portadoras las comunidades religiosas o las comunidades nacionales, porque tal orden jurídico no podría legitimarse autorreferencialmente a partir sólo de procedimientos jurídicos generados democráticamente. Si, por el contrario, el procedimiento democrático no se entiende, como hacen Kelsen o Luhmann en términos positivistas, sino que se lo concibe como un método para generar legitimidad a partir de la legalidad (es lo que he defendido en “Facticidad y validez”), no surge ningún déficit de validez que hubiera que rellenar mediante eticidad (es decir, que hubiera que rellenar recurriendo a sustancia normativa pre-jurídica). Así pues, frente a una comprensión del Estado constitucional, proveniente del hegelianismo de derechas, está esta otra concepción, procedimental, inspirada por Kant, de una fundamentación de los principios constitucionales, autónoma, que, tal como ella misma pretende, sería racionalmente aceptable para todos los ciudadanos.
[3.- La duda en el aspecto motivacional]
En lo que sigue voy a partir de que la constitución del Estado liberal puede cubrir su necesidad de legitimación en términos autosuficientes, es decir, administrando en lo que a argumentación se refiere, un capital cognitivo y unos recursos cognitivos que son independientes de las tradiciones religiosas y metafísicas. Pero incluso dando por sentada esta premisa, sigue en pie la duda en lo que respecta al aspecto motivacional. Efectivamente, los presupuestos normativos en que se asienta el Estado constitucional democrático son más exigentes en lo que respecta al papel de ciudadanos que se entienden como autores del derecho, son más exigentes en ese aspecto, digo, que en lo que se refiere al papel de personas privadas o de miembros de la sociedad, que son los destinatarios de ese derecho que se produce en el papel del ciudadano. De los destinatarios del derecho se sólo espera que en la realización de lo que son sus libertades subjetivas (y de lo que son sus aspiraciones subjetivas) no transgredan los límites que la ley les impone. Pero algo bien distinto a lo que es esta simple obediencia frente a leyes coercitivas, a las que queda sujeta la libertad, es lo que se supone en lo que respecta a las motivaciones y actitudes que se esperan de los ciudadanos precisamente en el papel de colegisladores democráticos.
Pues se supone, efectivamente, que éstos han de poner por obra sus derechos de comunicación y sus derechos de participación, y ello no sólo en función de su propio interés bien entendido, sino orientándose al bien común, es decir, al bien de todos. Y esto exige la complicada y frágil puesta en juego de una motivación, que no es posible imponer por vía legal. Una obligación legalmente coercitiva de ejercer el derecho a voto, representaría en un Estado de derecho un cuerpo tan extraño como una solidaridad que viniese dictada por ley. La disponibilidad a salir en defensa de ciudadanos extraños y que seguirán siendo anónimos y a aceptar sacrificios por el interés general es algo que no se puede mandar, sino sólo suponer, a los ciudadanos de una comunidad liberal. De ahí que las virtudes políticas, aun cuando sólo se las recoja o se las implique “en calderilla”, sean esenciales para la existencia de una democracia. Esas virtudes son un asunto de la socialización, y del acostumbrarse a las prácticas y a la forma de pensar de una cultura política traspasada por el ejercicio de la libertad política y de la ciudadanía. Y, por tanto, el estatus de ciudadano político está en cierto modo inserto en una “sociedad civil” que se nutre de fuentes espontáneas, y, si ustedes quieren, “prepolíticas”.
Pero de ello no se sigue que el Estado liberal sea incapaz de reproducir sus propios presupuestos motivacionales a partir de su propio potencial secular, no-religioso. Los motivos para una participación de los ciudadanos en la formación política de la opinión y de la voluntad colectiva se nutren, ciertamente, de proyectos éticos de vida (es decir, de ideales de existencia) y de formas culturales de vida. Pero las prácticas democráticas desarrollan su propia dinámica política. Sólo un Estado de derecho sin democracia, al que en Alemania estuvimos acostumbrados durante mucho tiempo, sugeriría una respuesta negativa a la pregunta de Böckenförde:
“¿Cómo podrían vivir pueblos estatalmente unidos, cómo podrían vivir, digo, sólo de la garantía de la libertad de los particulares, sin un vínculo unificador que anteceda a esa libertad?”[5][5] La respuesta es que el Estado de derecho articulado en términos de constitución democrática garantiza no sólo libertades negativas para los miembros de la sociedad que, como tales, de lo que se preocupan es de su propio bienestar, sino que ese Estado, al desatar las libertades comunicativas, moviliza también la participación de los ciudadanos en una disputa pública acerca de temas que conciernen a todos en común. El “lazo unificador” que Böckenförde echa en falta es el proceso democrático mismo, en el que en última instancia lo que queda a discusión (o lo que siempre está en discusión) es la comprensión correcta de la propia constitución.
Así por ejemplo, en las actuales discusiones acerca de la reforma del estado de bienestar, acerca de la política de emigración, acerca de la guerra de Irak, o acerca de la supresión del servicio militar obligatorio, no solamente se trata de esta o aquella medida política particular, sino que siempre se trata también de una controvertida interpretación de los principios constitucionales, e implícitamente se trata de cómo queremos entendernos, tanto como ciudadanos de la República Federal de Alemania, como también como europeos, a la luz de la pluralidad de nuestras formas de vida culturales, y del pluralismo de nuestras visiones del mundo y de nuestras convicciones religiosas. Ciertamente, si miramos históricamente hacia atrás, vemos que un trasfondo religioso común, una lengua común, y sobre todo la conciencia nacional recién despertada, fueron elementos importantes para el surgimiento de esa solidaridad ciudadana altamente abstracta. Pero mientras tanto, nuestras mentalidades republicanas se han disociado profundamente de ese tipo de anclajes pre-políticos. El que no se está dispuesto a morir “por Niza”, ya no es ninguna objeción contra una Constitución europea. Piensen ustedes en todas las discusiones de tipo ético-político acerca del holocausto y la criminalidad de masas: esas discusiones han vuelto conscientes a los ciudadanos de la República Federal de Alemania del logro que representa la Constitución (la Grundgesetz). Este ejemplo de una “política de la memoria” de tipo autocrítico (que mientras tanto ya no resulta excepcional, sino que se ha extendido también a otros países) demuestra cómo en el medio que representa la política pueden formarse y renovarse vinculaciones que tienen que ver con lo que vengo llamando “patriotismo constitucional”[6][6].
Pues frente a un malentendido ampliamente extendido, “patriotismo constitucional” no significa que los ciudadanos hagan suyos los principios de la Constitución, no sólo en el contenido abstracto de éstos, sino que hagan propios esos principios en el contenido concreto que esos principios tienen cuando se parte del contexto histórico de su propia historia nacional. Si los contenidos morales de los derechos fundamentales han de hacer pie en las mentalidades, no basta con un proceso cognitivo. Sólo para la integración de una sociedad mundial de ciudadanos, constitucionalmente articulada, (si es que alguna vez llegara a haberla), habrían de ser suficientes la adecuada intelección moral de las cosas y una concordancia mundial en lo tocante a indignación moral acerca de las violaciones masivas de los derechos del hombre. Pero entre los miembros de una comunidad política sólo se produce una solidaridad (por abstracta que ésta sea y por jurídicamente mediada que esa solidaridad venga), sólo se produce una solidaridad, digo, si los principios de justicia logran penetrar en la trama más densa de orientaciones culturales concretas y logran impregnarla.
[4.- Del agotamiento de las fuentes de la solidaridad. De cómo ello no puede convertirse en una especie de plusvalía para el elemento religioso]
Conforme a las consideraciones que hemos hecho hasta aquí, la naturaleza secular del Estado constitucional democrático no presenta, pues, ninguna debilidad interna, inmanente al proceso político como tal, que en sentido cognitivo o en sentido motivacional pusiese en peligro su autoestabilización. Pero con ello no están excluidas todavía las razones no internas e inmanentes, sino externas. Una modernización “descarrilada” de la sociedad en conjunto podría aflojar el lazo democrático y consumir aquella solidaridad de la que depende el Estado democrático sin que él pueda imponerla jurídicamente. Y entonces se produciría precisamente aquella constelación que Böckenförde tiene a la vista: la transformación de los miembros de las prósperas y pacíficas sociedades liberales en mónadas aisladas, que actúan interesadamente, que no hacen sino lanzar sus derechos subjetivos como armas los unos contra los otros. Evidencias de tal desmoronamiento de la solidaridad ciudadana se hacen sobre todo visibles en esos contextos más amplios que representan la dinámica de una economía mundial y de una sociedad mundial, que aún carecen de un marco político adecuado desde el que pudieran ser controladas. Los mercados, que, ciertamente, no pueden democratizarse como se democratiza a las administraciones estatales, asumen crecientemente funciones de regulación en ámbitos de la existencia, cuya integración se mantenía hasta ahora normativamente, es decir, cuya integración, o era de tipo político, o se producía a través de formas prepolíticas de comunicación. Y con ello, no solamente esferas de la existencia privada pasan a asentarse en creciente medida sobre los mecanismos de la acción orientada al propio éxito particular, es decir, de la acción orientada a las propias preferencias particulares de uno; sino que también se contrae el ámbito de lo que queda sometido a la necesidad de legitimarse públicamente. Se produce un reforzamiento del privatismo ciudadano a causa de la desmoralizadora pérdida de función de una formación democrática de la opinión y de la voluntad colectivas que si acaso sólo funciona ya (y ello sólo a medias) en los ámbitos nacionales, y que, por tanto, no alcanza ya a los procesos de decisión desplazados a nivel supranacional. Por tanto, también la desaparición de la esperanza de que la comunidad internacional pueda llegar a tener alguna fuerza de configuración política fomenta la tendencia a una despolitización de los ciudadanos. En vista de los conflictos y de las sangrantes injusticias sociales de una sociedad mundial, fragmentada en alta medida, crece el desengaño con cada fracaso que se produce en el camino (emprendido desde 1945) de una constitucionalización del “derecho de gentes”.
[Necesidad de reflexión de las tradiciones religiosas y de las tradiciones de la Ilustración]
Las teorías postmodernas, situándose en el plano de una crítica de la razón, entienden estas crisis no como consecuencia de una utilización selectiva de los potenciales de razón inherentes a la modernidad occidental, sino que entienden estas crisis como el resultado lógico del programa de una racionalización cultural y social, que no tiene más remedio que resultar autodestructiva. Ese escepticismo radical en lo que toca a la razón, le es, ciertamente, ajeno a la tradición católica por las propias raíces de ésta. Pero el catolicismo, por lo menos hasta los años 60 del siglo pasado, se hizo él solo las cosas muy difíciles en lo tocante a sus relaciones con el pensamiento secular del humanismo, la Ilustración y el liberalismo político. Pero en todo caso el teorema de que a una modernidad casi descalabrada sólo puede sacarla ya del atolladero la orientación hacia un punto de referencia transcendente, es un teorema que hoy vuelve a encontrar resonancia. En Teherán un colega me preguntaba si desde el punto de vista de una comparación de las culturas y desde un punto de vista de sociología de la religión, no era, precisamente, la secularización europea el camino propiamente equivocado que necesitaba de una corrección de rumbo. Y esto nos recuerda el estado de ánimo que prevaleció en la República de Weimer, nos recuerda a Carl Schmitt, a Heidegger, a Leo Strauss. Pero a mí me parece que es mucho mejor o que es más productivo no exagerar en términos de una crítica de la razón la cuestión de si una modernidad que se ha vuelto ambivalente podrá estabilizarse sola a partir de las fuerzas seculares (es decir, no religiosas) de una razón comunicativa, sino tratar tal cuestión de forma no dramática como una cuestión empírica que debe considerarse abierta. Con lo cual no quiero decir que el fenómeno de la persistencia de la religión en un entorno ampliamente secularizado haya de traerse a colación solamente como un mero hecho social. La filosofía tiene que tratar también de entender ese fenómeno, por así decir, desde dentro, de tomarlo en serio como un desafío cognitivo. Pero antes de seguir esta vía de discusión, quiero por lo menos mencionar una posible ramificación del diálogo en un sentido distinto, que resulta también obvia. Me refiero a que en el curso de la reciente radicalización de la crítica de la razón, también la filosofía se ha dejado mover hacia una reflexión acerca de sus propios orígenes religioso-metafísicos, dejándose envolver en ocasiones en diálogos con la teología que, por su parte, buscaba conectar con los ensayos filosóficos de una autorreflexión posthegeliana de la razón[7][7].
(Excurso. Punto de conexión o de contacto para un discurso filosófico acerca de la razón y la revelación, lo ha constituido siempre una figura de pensamiento que retorna una y otra vez: la razón, al reflexionar sobre su fundamento más hondo, descubre que tiene su origen en otro; y el poder de eso otro, que entonces se le convierte en destino, la razón tiene que reconocerlo si es que no quiere perder su propia orientación racional en el callejón sin salida de alguno de esos híbridos intentos de darse alcance por completo a sí misma. Como modelo sirve aquí la ejercitación de la razón en una especie de conversión producida por la propia fuerza de la razón, o por lo menos provocada por la propia fuerza de la razón, es decir, como modelo sirve aquí el ejercicio de una conversión de la razón por la razón, ya sea que esa reflexión parta, como ocurre en Schleiermacher, de la autoconciencia del sujeto cognoscente y agente, o esa autorreflexión parta, como ocurre en Kierkegaard, de la historicidad del autocercioramiento existencial de sí que el sujeto busca, ya sea que esa reflexión parta, como ocurre en Hegel, Feuerbach y Marx, de la provocación que representa el desgarramiento de un mundo ético que se escinde. Aun sin verse movida inicialmente a ello por motivaciones teológicas, una razón que se vuelve consciente de sus límites se transciende a sí misma en dirección a otro: ya sea en una fusión mística con una conciencia cósmica envolvente, ya sea en la desesperada esperanza de que en la historia había irrumpido ya un mensaje definitivamente salvador, ya sea en forma de una solidaridad con los humillados y ofendidos, que trata de dar prisa a la salvación mesiánica para que ésta comparezca. Estos tres dioses anónimos de la metafísica posthegeliana (la conciencia envolvente, el acontecimiento de un mensaje salvador que se dona a sí mismo sin supuestos previos de pensamiento, y la idea de una sociedad no alienada), se convierten siempre para la teología en presa fácil. Pues se diría que son esos dioses mismos quienes se ofrecen a quedar descifrados como pseudónimos de la Trinidad de ese Dios personal que Él mismo hace donación de sí al hombre. Fin del excurso).
Debo decir que estos intentos de renovación de una teología filosófica posthegeliana me parecen, pues, pese a todo, mucho más simpáticos que ese nietzscheanismo que toma en préstamo las connotaciones cristianas del oír y el escuchar, del pensar rememorativo y de la expectativa de la gracia, de la venida y del acontecimiento salvífico, que hace suyas, digo, esas connotaciones cristianas para reducirlas a un pensamiento que, desprovisto de toda textura y tuétano proposicional, pretende pasar por detrás de Cristo y de Sócrates para perderse en la indeterminación de lo arcaico. Pero, aunque los intentos de renovación posthegeliana de la teología filosófica resulten más simpáticos que todo esto, una filosofía que permanezca consciente de su falibilidad, y de su frágil posición dentro de la diferenciada morada de una sociedad moderna, tiene que atenerse a una distinción genérica (pero que de ninguna manera tiene que tener un sentido peyorativo) entre un discurso secular que, por su propia pretensión, es un discurso de todos y accesible a todos, y un discurso religioso dependiente de las verdades religiosas reveladas. Ahora bien, a diferencia de lo que sucede en Kant y en Hegel, este trazado gramatical de límites no lleva asociada la pretensión filosófica de ser él quien decida qué es lo verdadero y lo falso en el contenido de las tradiciones religiosas que quedan allende el saber mundano socialmente institucionalizado. El respeto que va de la mano de este abstenerse cognitivamente de todo juicio en este terreno, se funda en el respeto por las personas y formas de vida que evidentemente extraen su propia integridad y su propia autenticidad de sus convicciones religiosas. Pero el respeto no es aquí todo, sino que la filosofía tiene también muy buenas razones para mostrarse dispuesta a aprender de las tradiciones religiosas.
En contraposición con la abstinencia ética de un pensamiento postmetafísico al que necesariamente tiene que escapársele todo concepto de vida buena y ejemplar que se presente como siendo universalmente obligatorio para todos, en contraposición, digo, con lo que sucede en una posición postmetafísica, resulta que en las Sagradas Escrituras y en las tradiciones religiosas han quedado articuladas intuiciones acerca de la culpa y la redención, acerca de lo que puede ser la salida salvadora de una vida que se ha experimentado como carente de salvación, intuiciones que se han venido deletreando y subrayando sutilmente durante milenios y que se han mantenido hermenéuticamente vivas. Por eso en la vida comunitaria de las comunidades religiosas, en la medida en que logran evitar el dogmatismo y la coerción sobre las conciencias, permanece intacto algo que en otros lugares se ha perdido y que tampoco puede reconstruirse con sólo el saber profesional de los expertos, me refiero a posibilidades de expresión suficientemente diferenciadas y a sensibilidades suficientemente diferenciadas en lo que respecta a la vida malograda y fracasada, a patologías sociales, al malogro de proyectos de vida individual y a las deformaciones de contextos de vida distorsionados. De la asimetría de pretensiones epistémicas (la filosofía no puede pretender saber aquello que la religión se presenta sabiendo) permite fundamentar una disponibilidad de la filosofía a aprender de la religión, y no por razones funcionales, sino por razones de contenido, es decir, precisamente recordando el éxito de sus propios procesos “hegelianos” de aprendizaje. Con esto de “procesos hegelianos de aprendizaje” quiero decir que la mutua compenetración de Cristianismo y metafísica griega no sólo dio lugar a la configuración espiritual y conceptual que cobró la dogmática teológica, y que esa mutua compenetración no solamente dio lugar en suma a una helenización del Cristianismo que no en todos los aspectos fue una bendición. Sino que por el otro lado fomentó también una apropiación de contenidos genuinamente cristianos por parte de la filosofía. Ese trabajo de apropiación cuajó en redes conceptuales de alta carga normativa como fueron las formadas por los conceptos de responsabilidad, autonomía y justificación, las formadas por los conceptos de historia, memoria, nuevo comienzo, innovación y retorno, las formadas por los conceptos de emancipación y cumplimiento, por los conceptos de extrañamiento, interiorización y encarnación, o por los conceptos de individualidad y comunidad. Ese trabajo de apropiación transformó el sentido religioso original, pero no deflacionándolo y vaciándolo, ni tampoco consumiéndolo o despilfarrándolo. La traducción de que el hombre es imagen de Dios a la idea de una igual dignidad de todos los hombres que hay que respetar incondicionalmente es una de esas traducciones salvadoras (que salvan el contenido religioso traduciéndolo a filosofía). Es una de esas traducciones que, allende los límites de una determinada comunidad religiosa, abre el contenido de los conceptos bíblicos al público universal de quienes profesan otras creencias o de quienes simplemente no son creyentes. Benjamin fue alguien que muchas veces consiguió hacer esa clase de traducciones.
Sobre la base de esta experiencia de una liberación secularizadora de potenciales de significado que, por de pronto, están encapsulados en las religiones, podemos dar al teorema de Böckenförde un sentido que ya no tiene por qué resultar capcioso. He mencionado el diagnóstico conforme al que el equilibrio que en la modernidad se produce o tiene que producirse entre los tres grandes medios de integración social (el dinero, el poder y la solidaridad), conforme al que ese equilibrio, digo, corre el riesgo de venirse abajo porque los mercados y el poder administrativo expulsan de cada vez más ámbitos sociales a la solidaridad, es decir, prescinden de una coordinación de la acción, producida a través de valores, normas y un empleo del lenguaje orientado a entenderse. Y así, resulta también en interés del propio Estado constitucional el tratar con respeto y cuidado a todas aquellas fuentes culturales de las que se alimenta la conciencia normativa de solidaridad de los ciudadanos. Es esta conciencia que se ha vuelto conservadora, lo que se refleja en la expresión “sociedad postsecular”[8][8]. Esta expresión no solamente se refiere al hecho de que la religión se afirma crecientemente en el entorno secular y de que la sociedad ha de contar indefinidamente con la persistencia de comunidades religiosas. La expresión “postsecular” tampoco pretende sólo devolver a las comunidades religiosas el reconocimiento público que se merecen por la contribución funcional que hacen a los motivos y actitudes deseadas, es decir, a motivos y actitudes que vienen bien a todos. En la conciencia pública de una sociedad postsecular se refleja más bien una intuición normativa que tiene consecuencias para el trato político entre ciudadanos creyentes y ciudadanos no creyentes. En la “sociedad postsecular” acaba imponiéndose la convicción de que “la modernización de la conciencia pública” acaba abrazando por igual a las mentalidades religiosas y a las mentalidades mundanas (pese a las diferencias de fases que pueden ofrecer entre si) y cambia a ambas reflexivamente. Pues ambas partes, con tal de que entiendan en común la secularización de la sociedad como un proceso de aprendizaje, ambas partes, digo, pueden hacer su contribución a temas controvertidos en el espacio público, y entonces también tomarse mutuamente en serio por razones cognitivas.
[Qué puede esperar el Estado liberal de creyentes y no creyentes]
Por el lado de la conciencia religiosa, ésta se ha visto obligada a hacer procesos de adaptación. Toda religión es originalmente “imagen del mundo” o, como dice Rawls, una comprehensive doctrine (una doctrina omniabarcante), y ello también en el sentido de que reclama autoridad para estructurar una forma de vida en conjunto. A esta pretensión de monopolio interpretativo o de configuración global de la existencia hubo de renunciar la religión al producirse la secularización del saber, y al imponerse la neutralidad religiosa inherente al poder estatal y la libertad generalizada de religión. Y con la diferenciación funcional de subsistemas sociales, la vida religiosa de la comunidad se separa también de su entorno social. El papel de miembro de esa comunidad religiosa se diferencia del papel de persona privada o de miembro de la sociedad, en el sentido de que ambos papeles dejan de solaparse ya exactamente. Y como el Estado liberal depende de una integración política de los ciudadanos que tiene que ir más allá de un mero modus vivendi (es decir, que tiene que contener un fuerte contenido normativo autónomo), esta diferenciación que se produce en el carácter de miembro de las distintas esferas sociales no puede agotarse y no puede reducirse a una adaptación del hecho religioso a las normas impuestas por la sociedad secular, en términos tales que el ethos religioso renunciase a toda clase de pretensión. Más bien, el orden jurídico universalista y la moral social igualitaria han de quedar conectados desde dentro al ethos de la comunidad religiosa de suerte que lo primero pueda también seguirse consistentemente de lo segundo. Para esta “inserción” John Rawls ha recurrido a la imagen de un módulo: este módulo de la justicia mundana, pese a que esté construido con ayuda de razones que son neutrales en lo tocante a cosmovisión, tiene que encajar en los contextos de fundamentación de la ortodoxia religiosa de que se trate[9][9].
Esta expectativa normativa con la que el Estado liberal confronta a las comunidades religiosas concuerda con los propios intereses de éstas en el sentido de que con ello les queda abierta a éstas la posibilidad de, a través del espacio público-político ejercer su influencia sobre la sociedad en conjunto. Ciertamente, las cargas de la tolerancia, como demuestran las regulaciones más o menos liberales acerca del aborto, no están distribuidas simétricamente entre creyentes y no creyentes; pero tampoco para la conciencia secular el gozar de la libertad negativa que representa la libertad religiosa, tampoco, digo, para la conciencia secular ese goce se produce sin costes. Pues de esa conciencia se espera que se ejercite a sí misma en un trato autorreflexivo con los límites de la Ilustración. La comprensión de la tolerancia por parte de las sociedades pluralistas articuladas por una constitución liberal, no solamente exige de los creyentes que en el trato con los no creyentes y con los que creen de otra manera se hagan a la evidencia de que razonablemente habrán de contar con la persistencia indefinida de un disenso: sino que por el otro lado, en el marco de una cultura política liberal también se exige de los no creyentes que se hagan asimismo a esa evidencia en el trato con los creyentes. Y para un ciudadano religiosamente amusical esto significa la exigencia, la exigencia, digo, nada trivial, de determinar también autocríticamente la relación entre fe y saber desde la perspectiva del propio saber mundano. Pues la expectativa de una persistencia de la no-concordancia entre fe y saber sólo merece el predicado de “racional” (es decir, sólo merece llamarse una expectativa racional) si, también desde el punto de vista del saber secular, se admite para las convicciones religiosas un estatus epistémico que no quede calificado simplemente de irracional (por ese saber secular). Así pues, en el espacio público-político las cosmovisiones naturalistas que se deben a una elaboración especulativa de informaciones científicas y que son relevantes para la autocomprensión ética de los ciudadanos[10][10], de ninguna manera gozan prima facie de ningún privilegio frente a las concepciones de tipo cosmovisional o religioso que están en competencia con ellas. La neutralidad cosmovisional del poder del Estado que garantiza iguales libertades éticas para cada ciudadano es incompatible con cualquier intento de generalizar políticamente una visión secularística del mundo. Y los ciudadanos secularizados, cuando se presentan y actúan en su papel de ciudadanos, ni pueden negar en principio a las cosmovisiones religiosas un potencial de verdad, ni tampoco pueden discutir a sus conciudadanos creyentes el derecho a hacer contribuciones en su lenguaje religioso a las discusiones públicas. Una cultura política liberal puede esperar incluso de los ciudadanos secularizados que arrimen el hombro a los esfuerzos de traducir del lenguaje religioso a un lenguaje públicamente accesible aquellas aportaciones (del lenguaje religioso) que puedan resultar relevantes.[11][11]
(Traducción de Manuel Jiménez Redondo)
«Las bases morales prepolíticas del Estado liberal», según Joseph Ratzinger
Ponencia en un diálogo con Jürgen Habermas, 19 de enero de 2004
ROMA, sábado, 30 julio 2005 (ZENIT.org).- Ponencia leída por Jürgen Habermas el 19 de enero de 2004 en la «Tarde de discusión» con Jürgen Habermas y el cardenal Joseph Ratzinger, organizada por la Academia Católica de Baviera en Munich. El tema «Las bases morales prepolíticas del Estado liberal». Abrieron la discusión los dos invitados con sendas ponencias. Primero habló Habermas, después Ratzinger. Lo que sigue fue la ponencia o «posicionamiento» de Habermas.
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En la aceleración del tempo de las evoluciones históricas en la que nos encontramos, aparecen, a mi juicio, sobre todo dos factores como elementos característicos de una evolución que antes sólo parecía producirse lentamente. Se trata, por un lado, de la formación de una sociedad mundial en la que los poderes particulares políticos, económicos y culturales se ven cada vez más remitidos recíprocamente unos a otros y se tocan y se complementan mutuamente en sus respectivos ámbitos de vida. La otra característica es el desarrollo de posibilidades del hombre, de posibilidades de hacer y de destruir, que, más allá de lo que hasta ahora era habitual, plantean la cuestión del control jurídico y ético del poder. Y así se convierte en una cuestión de gran urgencia la de cómo las culturas que se encuentran, pueden hallar fundamentos éticos que puedan conducir su convivencia por el camino correcto y permitan construir una forma de domar y ordenar ese poder, de la que puedan responsabilizarse en común.
Que el proyecto presentado por Hans Küng de un “ethos universal”, se vea alentado desde tantos lados, demuestra, en todo caso, que la pregunta está planteada. Y ello es así aunque se acepten las agudas críticas que Robert Spaemann ha hecho a ese proyecto (1). Pues a los dos factores antes señalados se añade un tercero: en el proceso de encuentro y compenetración de las culturas se han quebrado y, por cierto, bastante profundamente, certezas éticas que hasta ahora se consideraban básicas. La pregunta acerca de qué sea el bien, sobre todo en el contexto dado, y por qué hay que hacer ese bien, aun en perjuicio propio, esta cuestión básica es una cuestión para la que en buena parte se carece de respuesta. Pues bien, a mí me parece evidente que la ciencia como tal no puede producir ningún ethos, y que, por tanto, una renovada conciencia ética no puede producirse como resultado de debates científicos. Por otra parte, es también indubitable que el cambio fundamental de visión del mundo y visión del hombre que se ha producido como resultado de los crecientes conocimientos científicos, está implicado muy esencialmente en la ruptura de viejas certezas morales. Por tanto, la ciencia tiene, ciertamente, una responsabilidad en lo que se refiere al hombre, y muy en particular la filosofía tiene la responsabilidad de acompañar el desenvolvimiento de las ciencias particulares, de iluminar críticamente las conclusiones apresuradas y las certezas aparentes acerca de qué sea el hombre, de dónde viene, y para qué existe, o, dicho de otra manera, de separar el elemento no científico en los resultados científicos con los que ese elemento no científico viene a veces mezclado, y mantener así abierta la mirada al todo, es decir, mantener abierta la mirada a ulteriores dimensiones de realidad del hombre, realidad de la que en las ciencias sólo pueden mostrarse aspectos parciales.
PODER Y DERECHO
Concretamente es tarea de la política el poner el poder bajo la medida del derecho y establecer así el orden de un empleo del poder que tenga sentido y sea aceptable. Lo que ha de prevalecer no es el derecho del más fuerte sino la fuerza del derecho. El poder atenido al orden del derecho y puesto al servicio del derecho es lo contrario de la violencia, y por violencia entendemos el poder exento de derecho y contrario al derecho. Por tanto, es importante para toda sociedad superar las sospechas bajo las que en este sentido puedan estar el derecho y los órdenes jurídicos, porque sólo así puede desterrarse la arbitrariedad y sólo así puede vivirse la libertad como libertad compartida, tenida en común. La libertad exenta de derecho es anarquía, y, por tanto, destrucción de la libertad. La sospecha contra el derecho, la revuelta contra el derecho, estallarán siempre que el derecho mismo no aparezca ya como expresión de una justicia que está al servicio de todos, sino como producto de la arbitrariedad, como derecho que se arrogan aquellos que tienen el poder de hacerlo.
La tarea de poner el poder bajo la medida del derecho, remite, por tanto, a una cuestión ulterior: a la de cómo surge el derecho, y cómo tiene que estar hecho el derecho para convertirse en vehículo de la justicia y no en privilegio de aquellos que tienen el poder de dictar el derecho. Se trata, pues, por una parte, de la cuestión de cómo se ha formado el derecho, pero, por otra parte, se trata también de la cuestión de su propia medida interna. El problema de que el derecho no debe ser instrumento de poder de unos pocos, sino que tiene que ser expresión de un interés común, este problema parece haber quedado resuelto, al menos por de pronto, con el instrumento que representa la formación democrática de la voluntad, porque en esa formación democrática de la voluntad todos cooperan en la producción de ese derecho, y, por tanto, ese derecho es un derecho de todos y puede y debe ser respetado por todos como tal. Y, efectivamente, es la garantía de una cooperación común en la producción y configuración del derecho y en la administración justa del poder, es esa garantía, digo, la razón más básica que habla a favor de la democracia como la forma más adecuada de orden político.
Sin embargo, queda, a mi juicio, todavía una cuestión. Como difícilmente puede haber unanimidad entre los hombres, a la formación democrática de la voluntad sólo le queda como instrumento imprescindible la delegación, por un lado, y, por otro, la decisión mayoritaria, exigiéndose mayorías de distinto tipo según sea la importancia de la cuestión de que se trate. Pero también las mayorías pueden ser ciegas y pueden ser injustas. La historia lo demuestra de forma más que clara. Y cuando una mayoría, por grande que sea, reprime a una minoría, por ejemplo a una minoría religiosa, a una minoría racial, mediante leyes opresivas, ¿puede seguirse hablando de justicia, puede seguirse hablando de derecho? Por tanto, el principio de la mayoría deja todavía abierta la cuestión acerca de los fundamentos éticos del derecho, la cuestión de si no hay lo que nunca puede ser derecho, es decir, de si no hay lo que siempre será en sí una injusticia, o a la inversa, de si no hay también lo que por su esencia ha de ser inamoviblemente derecho, algo que precede a toda decisión mayoritaria y que tiene que ser respetado por ella.
La Edad Moderna ha expresado un conjunto de tales elementos normativos en las diversas declaraciones de derechos y los ha sustraído al juego de las mayorías. Pues bien, es posible que la conciencia actual simplemente se dé por satisfecha con la interna evidencia de esos valores. Aunque la verdad es que tal autolimitación del preguntar tiene también un carácter filosófico. Hay, pues, valores que se sostienen por sí solos, que se siguen de la esencia del ser humano y que, por tanto, resultan intangibles para todos cuantos tienen esa esencia. Sobre el alcance de esta manera de ver las cosas, habremos de volver todavía más tarde, sobre todo porque esa evidencia (que no querría hacerse más preguntas) de ninguna manera es reconocida hoy en todas las culturas. El Islam ha definido su propio catálogo de derechos del hombre, que se desliga del catálogo occidental. China viene hoy determinada, ciertamente, por una forma de cultura surgida en Occidente, por el marxismo, pero, si no estoy mal informado, en China se plantea la cuestión de si los derechos del hombre, no son más bien un invento típicamente occidental, al que habría que investigarle la trastienda.
NUEVAS FORMAS DE PODER Y NUEVAS CUESTIONES RELATIVAS A SU CONTROL
Cuando se trata de la relación entre poder y derecho y de las fuentes del derecho, hay que examinar también más detenidamente el fenómeno del poder. No voy a tratar de definir la esencia del poder como tal, sino que voy a bosquejar los desafíos que resultan de las nuevas formas de poder que se han desarrollado en el último medio siglo. En el período inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial era dominante el terror ante el nuevo medio de destrucción que el hombre había adquirido con el invento de la bomba atómica. El hombre se vio de pronto en situación de poder destruirse a sí mismo y de poder destruir la Tierra. Y entonces hubo que preguntarse: ¿qué mecanismos políticos son menester para excluir tal destrucción?, ¿podemos encontrar tales mecanismos y hacerlos efectivos?, ¿pueden movilizarse fuerzas éticas que contribuyan a dar configuración a tales mecanismos políticos y a prestarles eficacia? Y de hecho durante un largo período fue la propia competencia entre los bloques de poder contrapuestos y el miedo a poner en marcha la propia destrucción mediante la destrucción del otro, lo que nos mantuvo a resguardo del espanto de la guerra atómica. La mutua limitación del poder y el temor por la propia supervivencia resultaron ser las fuerzas salvadoras.
Mientras tanto, lo que nos angustia no es el miedo a una gran guerra, sino más bien el terror omnipresente que puede golpear en cualquier sitio y puede operar en cualquier sitio. La humanidad, es lo que vemos ahora, no necesita en absoluto de la gran guerra para convertir el mundo en un mundo invivible. Los poderes anónimos del terror que pueden hacerse presentes en todas partes, son lo suficientemente fuertes como para perseguir a todos incluso en la propia existencia cotidiana de todos y cada uno, permaneciendo en pie el fantasma de que los elementos criminales puedan lograr acceder a los grandes potenciales de destrucción y así, de forma ajena al orden de la política, entregar el mundo al caos. Y de esta forma, la pregunta por el derecho y por el ethos se nos ha desplazado y se nos ha convertido en esta otra: ¿de qué fuente se alimenta el terror?, ¿cómo se puede exorcizar desde su propio interior, esta nueva dolencia de la humanidad? Y lo tremendo es que el terror, por lo menos en parte, trata de legitimarse moralmente. Los mensajes de Ben Laden presentaban el terror como respuesta de pueblos oprimidos e impotentes al orgullo de los poderosos como justo castigo por su arrogancia, por su sacrílega soberbia y por su crueldad. Y a hombres que se encuentran en determinadas situaciones políticas y sociales, tales motivaciones les resultan evidentemente convincentes. En parte, el comportamiento terrorista se presenta como defensa de la tradición religiosa frente a la impiedad y al ateismo de la sociedad occidental.
Y en este punto se plantea una cuestión sobre la que asimismo tendremos que volver: si el terrorismo está tan bien alimentado por el fanatismo religioso –y lo está-, ¿es la religión un poder que levanta y salva, o es más bien un poder arcaico y peligroso, que construye universalismos falsos y conduce así a la intolerancia y al terror? ¿No habrá entonces que poner a la religión bajo la tutela de la razón e imponerle cuidadosos y estrictos límites? Pero entonces no se puede evitar la pregunta: ¿y quién podrá hacer tal cosa?, ¿cómo se hace tal cosa? Pero sigue en pie la pregunta general: la supresión progresiva de la religión, su superación ¿no habrá que considerarla un necesario progreso de la humanidad si es que ésta ha de emprender el camino de la libertad y de la tolerancia universal?
Mientras tanto ha pasado a primer plano otra forma de poder, otra forma de capacidad, pero que en realidad puede convertirse en una nueva forma de amenaza para el hombre. El hombre está ahora en condiciones de poder hacer hombres, de producirlos, por así decir, en el tubo de ensayo. El hombre se convierte entonces en producto, y de este modo se muda de raíz la relación del hombre consigo mismo. Pues el hombre deja de ser entonces un don de la naturaleza o del Dios creador, el hombre se convierte entonces en su propio producto. El hombre ha logrado descender así a las cisternas del poder, a los lugares fontanales de su propia existencia. La tentación de ponerse a construir entonces al hombre adecuado (al hombre que hay que construir), la tentación de experimentar con el hombre, la tentación también de considerar quizá al hombre o a hombres como basura y de dejarlos de lado como basura, ya no es ninguna quimera de moralistas hostiles al progreso.
Si antes no podíamos eludir la cuestión de si las religiones propiamente no eran una fuerza moral positiva, ahora no tiene más remedio que surgirnos la duda acerca de la fiabilidad de la razón. Pues en definitiva también la bomba atómica es un producto de la razón; y en definitiva la cría y selección del hombre es algo que también ha sido la razón quien lo ha ideado. ¿No es, pues, ahora la razón lo que, a la inversa, hay que poner bajo vigilancia? Pero, ¿por quién o por medio de qué? ¿O no deberían quizá religión y razón limitarse mutuamente y señalarse en cada caso sus propios límites y traerse de esta forma la una a la otra al camino positivo? En este lugar se plantea de nuevo la cuestión de cómo en una sociedad mundial con sus mecanismos de poder y sus fuerzas desatadas, así como con sus muy distintas visiones acerca de qué es el derecho y la moral, podrá encontrarse una evidencia ética efectiva que tenga la suficiente fuerza de motivación y la suficiente capacidad de imponerse, como para poder responder a los desafíos señalados y ayuden a esa sociedad mundial a hacerles frente.
PRESUPUESTOS DEL DERECHO: DERECHO – NATURALEZA – RAZÓN
Por de pronto lo primero que parece que tenemos que hacer es volver la mirada a situaciones históricas que son comparables a la nuestra, en cuanto que puede haber tales cosas comparables. Y así, merece la pena que empecemos recordando, aunque sea muy brevemente, que Grecia también tuvo su Ilustración, que el derecho fundado en los dioses perdió su evidencia y que, a consecuencia de ello, hubo que preguntarse por un derecho de bases más profundas. Y así surgió la idea de que, frente al derecho establecido, que puede no ser más que injusticia o falta de derecho, tiene que haber un derecho que se siga de la naturaleza, que se siga del ser mismo del hombre. Y éste es el derecho que hay que encontrar para que pueda servir de correctivo al derecho positivo.
Pero incluso más natural y obvio que esta mirada sobre Grecia es que nos fijemos en la doble ruptura que se produce en la conciencia europea en la Edad Moderna y que obligó a sentar las bases de una nueva reflexión sobre el contenido y la fuente del derecho. Se trata, en primer lugar, del rompimiento de los límites de Europa, del verse llevado el mundo cristiano mucho más allá de sus propios límites, que se produjo con el descubrimiento de América. Ello dio lugar a un encuentro con pueblos que no pertenecían a la trama que formaban el derecho y aquella fe cristiana que hasta entonces había constituido para todos la fuente del derecho y había dado al derecho su forma. Jurídicamente no hay nada común con esos pueblos, no hay ninguna comunidad jurídica con ellos. Pero, ¿quiere decir eso que entonces esos pueblos carecen de derecho, como muchos afirmaron, siendo esto además lo que prevaleció en la práctica, o no será más bien que hay un derecho que transciende a todos los sistemas de derecho, y que obliga y gobierna a los hombres como hombres en todas sus formas de convivencia? Francisco de Vitoria desarrolla en esta situación su idea de “ius gentium” (derecho de gentes) a partir de la noción que desde Roma ya pertenecía a la herencia intelectual; en el término “gentes” de dicha expresión (la de “ius gentium”) resuena el significado de paganos, de no cristianos. Se está pensando (Francisco de Vitoria está pensando), por tanto, en un derecho que antecede a la forma cristiana del derecho y que tiene por fin articular una convivencia justa de todos los pueblos.
La segunda ruptura en el mundo cristiano se produjo dentro de la cristiandad misma a causa de la escisión de la fe, escisión por la que la comunidad de los cristianos se desglosó en comunidades que quedaron hostilmente unas frente a otras. De nuevo se convertía en tarea desarrollar un derecho común que antecediese al dogma, desarrollar por lo menos un mínimo jurídico cuyas bases no podían radicar ahora en la fe sino en la naturaleza, en la razón del hombre. Hugo Grocio, Samuel Pufendorf y otros desarrollaron la idea de un derecho natural entendido como un derecho racional que, más allá de los límites de la fe, hace valer la razón como órgano capaz de una formación y configuración compartidas del derecho.
Sobre todo en la Iglesia Católica, el derecho natural ha constituido siempre la figura de pensamiento con la que la Iglesia en su diálogo con la sociedad secular y con otras comunidades de fe ha apelado a la razón común y ha buscado las bases para un entendimiento acerca de principios éticos del derecho en una sociedad secular pluralista. Pero, por desgracia, este instrumento se ha embotado y, por tanto, en la discusión de hoy no me voy a apoyar en él. La idea de derecho natural presuponía un concepto de naturaleza en que naturaleza y razón se compenetran, en el que la naturaleza misma se vuelve racional. Y tal visión de la naturaleza se fue a pique con la victoria de la teoría de la evolución. La naturaleza como tal no sería racional, aun cuando haya comportamiento racional. Éste es el diagnóstico que desde la teoría científica se nos hace, y que hoy se nos antoja casi incontrovertible (2). Y así, de las distintas dimensiones del concepto de naturaleza que antaño subyacían en el concepto de derecho natural, sólo ha quedado en pie aquélla que (a principios del siglo tercero después de Cristo) Ulpiano articulaba en su famosa frase: “Ius naturae est, quod natura omnia animalia docet” (el derecho natural es aquél que la naturaleza enseña a todos los animales) (3). Pero, precisamente, esto no basta para nuestras preguntas, en las que precisamente se trata de lo que no concierne a todos los “animalia” (a todos los animales), sino que se trata de tareas específicamente humanas que la razón del hombre ha causado y planteado al hombre, y que no pueden resolverse sin la razón.
Como último elemento del derecho natural, que en lo más profundo quiso siempre ser un derecho racional, por lo menos en la Edad Moderna, han quedado los “derechos del hombre”. Esos derechos son difíciles de entender sin el presupuesto de que el hombre como hombre, simplemente por su pertenencia a la especie hombre, es sujeto de derechos, sin el presupuesto de que el ser mismo del hombre es portador de normas y valores que hay que buscar, pero que no es menester inventar. Quizá la doctrina de los derechos del hombre deba completarse con una doctrina de los deberes del hombre y de los límites del hombre, y esto podría quizá ayudar a replantear la cuestión de si no podría haber una razón de la naturaleza, y, por tanto, un derecho racional para el hombre y para el estar del hombre en el mundo. Tal diálogo debería interpretarse y plantearse interculturalmente. Para los cristianos ello tendría que ver con la creación y con el Creador. En el mundo hindú esos conceptos cristianos se corresponderían con el concepto de “dharma”, con el concepto de la interna legiformidad del ser, y en la tradición china a ello correspondería la idea de los ordenes del cielo.
LA INTERCULTURALIDAD Y SUS CONSECUENCIAS
Antes de intentar llegar a unas conclusiones, quisiera ampliar un poco más la indicación que acabo de hacer. La interculturalidad me parece una dimensión imprescindible de la discusión en torno a los fundamentos del ser humano, una discusión que hoy ni puede efectuarse de forma enteramente interna al cristianismo, ni tampoco puede desarrollarse sólo dentro de las tradiciones de la razón occidental moderna. En su propia autocomprensión, ambos (el Cristianismo y la razón moderna) se presuponen universales, y puede que de iure (de derecho) efectivamente lo sean. Pero de facto (de hecho) tienen que reconocer que sólo han sido aceptados en partes de la humanidad. El número de culturas en competición es, ciertamente, mucho más limitado de lo que podría parecer a primera vista. Y sobre todo es importante que dentro de los distintos ámbitos culturales tampoco hay unidad, sino que los espacios culturales se caracterizan por profundas tensiones dentro de sus propias tradiciones culturales. En Occidente esto es evidente. Aunque en Occidente la cultura secular de una estricta racionalidad (y de ello nos ha dado un impresionante ejemplo el señor Habermas), resulta ampliamente dominante y se considera lo vinculante, no cabe duda de que en Occidente la comprensión cristiana de la realidad sigue teniendo igual que antes una fuerza bien eficaz. Ambos polos guardan entre sí una cambiante relación de proximidad o de tensión, están uno frente al otro, o bien en una mutua disponibilidad a aprender el uno del otro, o bien en la forma de un rechazarse más o menos decididamente el uno al otro.
También el espacio cultural islámico viene determinado por tensiones similares; desde el absolutismo fanático de un Ben Laden hasta actitudes que están abiertas a una racionalidad tolerante, se da un amplio arco de posiciones, pues. Y el tercer gran ámbito cultural, el de la cultura india, o mejor los espacios culturales del hinduismo y del budismo, están asimismo determinados por tensiones similares, aun cuando, en todo caso desde nuestro punto de vista, esas tensiones ofrecen un aspecto mucho menos dramático. Y esas culturas también se ven expuestas tanto a las pretensiones de la racionalidad occidental como a las interpelaciones de la fe cristiana, pues ambas han hecho acto de presencia en esos ámbitos. De modos diversos, esas culturas asimilan tanto la una como la otra, tratando, sin embargo, a la vez de proteger también su propia identidad. Completan el cuadro las culturas locales de África y las culturas locales de América, despertadas éstas últimas por determinadas teologías cristianas. Todas esas culturas se presentan en buena medida como un cuestionamiento de la racionalidad occidental, pero también como un cuestionamiento de la pretensión universalista de la revelación cristiana.
¿Y qué se sigue de todo esto? Pues bien, lo primero que se sigue es, a mi entender, la no universalidad fáctica de ambas grandes culturas de Occidente, tanto de la cultura de la fe cristiana como de la cultura de la racionalidad secular, por más que ambas culturas, cada una a su manera, se hayan convertido en codeterminantes en todo el mundo y en todas las culturas. Y en este sentido, la pregunta del colega de Teheran, a la que el señor Habermas ha hecho referencia, me parece que es una pregunta de peso, la pregunta desde si desde el punto de vista de la comparación cultural y de la sociología de la religión, la secularización europea no representa quizá un camino especial que necesitaría de alguna corrección. Y ésta es una cuestión que yo no reduciría sin más, o por lo menos no creo que deba reducirse necesariamente, a ese estado de ánimo que representan un Carl Schmitt, un Martin Heidegger o un Levi Strauss, es decir, al estado de ánimo de una situación europea que, por así decir, se hubiese cansado de la racionalidad. Es un hecho, en todo caso, que nuestra racionalidad secular, por más que resulte trivial y evidente al tipo de ratio que se ha formado en Occidente, no es algo que resulte evidente y convincente sin más a toda ratio, es decir, que esa racionalidad secular, en su intento de hacerse evidente como racionalidad, choca con límites. Su evidencia está ligada de hecho a determinados contextos culturales y tiene que reconocer que, como tal, no se la puede entender en toda la humanidad, es decir, no puede encontrar comprensión en toda la humanidad, y que, por tanto, no puede ser operativa en el conjunto. Con otras palabras: no existe “fórmula del mundo”, racional, o ética, o religiosa, en la que todos pudieran ponerse de acuerdo y que entonces fuese capaz de sostener el todo. O en todo caso, tal fórmula es por el momento inalcanzable. Por eso, incluso los proyectos de un “ethos universal”, a los que hemos empezado haciendo referencia, se quedan en una abstracción.
CONCLUSIONES
¿Qué hacer, pues? En lo que respecta a las consecuencias prácticas estoy en profundo acuerdo con lo que el señor Habermas ha expuesto acerca de la sociedad postsecular, acerca de la disponibilidad a aprender y acerca de la autolimitación por ambos lados. Mi propio punto de vista voy a resumirlo en dos tesis, con las que voy a concluir.
1.- Habíamos visto que hay patologías en la religión que son altamente peligrosas y que hacen necesario considerar la luz divina que representa la razón, por así decir, como un órgano de control, desde el que y por el que la religión ha de dejarse purificar y ordenar una y otra vez, cosa que era por lo demás la idea de los Padres de la Iglesia (4). Pero en nuestras consideraciones hemos obtenido también que (aunque la humanidad no sea por lo general hoy consciente de ello) hay también patologías de la razón, hay una hybris de la razón que no es menos peligrosa, sino que representa una amenaza aún mayor a causa de su potencial eficiencia: la bomba atómica, el hombre como producto. Por tanto, y a la inversa, hay también que amonestar a la razón a reducirse a sus límites y a aprender y a disponerse a prestar oídos a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad. Si la razón se emancipa por completo y se desprende de tal disponibilidad a aprender y se sacude tal correlacionalidad o se desdice de tal correlacionalidad, la razón se vuelve destructiva.
Kart Hübner planteaba no hace mucho una exigencia similar diciendo que en tal tesis no se trataba inmediatamente de un “retorno a la fe”, sino que de lo que se trataba era de que “nos liberásemos de esa obcecación de nuestra época, conforme a la que la fe no podría decir ya nada al hombre actual porque la fe contradiría a la idea humanista de razón, Ilustración y libertad que ese hombre tiene” (5). Yo hablaría, por tanto, de una necesaria correlacionalidad de razón y fe, de razón y religión, pues razón y fe están llamadas a limpiarse y purificarse mutuamente y se necesitan mutuamente, y ambas tienen que reconocerse mutuamente tal cosa.
2.- Esta regla fundamental debe hallar concreción en el contexto intercultural de nuestra actualidad. Sin duda dos importantes intervinientes en esa correlacionalidad son la fe cristiana y la cultura secular occidenal. Y esto puede decirse y debe decirse sin ninguna clase de eurocentrismo. Pues ambos (cultura secular occidental y fe cristiana) determinan la actual situación mundial en una proporción en que no la determinan ninguna de las demás fuerzas culturales. Pero esto no significa, ni mucho menos, que se pueda dejar de lado a las otras culturas como una especie de “quantité négligeable” (de magnitud despreciable). Para ambos grandes componentes de la cultura occidental es importante ponerse a escuchar a esas otras culturas, es decir, entablar una verdadera correlacionalidad con esas otras culturas. Es importante implicarlas en la tentativa de una correlación polifónica, en la que ellas se abran a sí mismas a la esencial complementariedad de razón y fe, de suerte que pueda ponerse en marcha un universal proceso de purificaciones en el que finalmente los valores y normas conocidos de alguna manera o barruntados por todos los hombres lleguen a recobrar una nueva capacidad de iluminación de modo que se conviertan en fuerza eficaz para una humanidad y de esa forma puedan contribuir a integrar el mundo.
(Traducción de Manuel Jiménez Redondo)
NOTAS
1) R. Spaemann, „Weltethos als “Projekt““, en: Merkur, Heft 570/571, 893-904.
2) La expresión más impresionante (pese a muchas correcciones de detalle) de esta filosofía de la evolución, hoy todavía dominante, la representa el libro de J. Monod, El Azar y la Necesidad, Barcelona 1989. En lo que respecta a la distinción entre lo que son los resultados efectivos de la ciencia y lo que es la filosofía que acompaña a esos resultados, cfr. R. Junker, S. Scherer (eds.), Evolution. Ein Kritischer Lehrbuch, Giessen 1998. Para algunas indicaciones concernientes a la discusión con la filosofía que acompaña a esa teoría de la evolución, véase J. Ratzinger, Glaube – Wahrheit – Toleranz , Friburgo 2003, 131-147.
3) Acerca de las tres dimensiones del derecho natural medieval (dinámica del ser en general, teleología de la naturaleza común a los hombres y a los animales [Ulpiano], y teología específica de la naturaleza racional del hombre) cfr. las referencias a ello en el artículo de Ph. Delhaye, Naturrecht, en: LThK2 VII 821-825. Digno de notarse es el concepto de derecho natural que aparece al principio del Decretum gratiani: Humanum genus duobus regitur, naturali videlicit iure, et moribus. Ius naturale est, quod in lege et Evangelio continetur, quo quisque iubetur, alii facere, quod sibi vult fieri, et prohibetur, alii inferre, quod sibi nolit fieri (el género humano se rige por dos cosas, a saber, el derecho natural y las costumbres. Derecho natural es el que se contiene en la ley y el Evangelio, por el que se manda a cada cual no hacer a otro sino lo que quiere que se le haga a él, y se le prohíbe infligir a otro aquello que no quiere que se le haga a él).
4) Es lo que he tratado de exponer en el libro mío que he mencionado en la nota 2: Glaube –Wahrheit –Toleranz; cfr. también M. Fiedrowicz, Apologie im frühen Christentum, seg. edición, Paderborn 2002.
5) K. Hübner, Das Christentum im Wettstreit der Religiones, Tubinga 2003, 148.
[1][1] E.-W. Böckenförde, Die Entstehung des Staates als Vorgang der Säkularisation (1967), en: Idem, Recht, Staat, Freiheit, Frankfurt 1991, pp. 92 ss, aquí p. 112.
[2][2] J. Habermas, Die Einbeziehung des Anderen, Frankfurt 1996.
[3][3] J. Habermas, Facticidad y validez, traducción M. Jiménez Redondo, Madrid 1998.
[4][4] H. Brunkhorst, „Der lange Schatten des Staatswillenspositivismus“, Leviathan 31, 2003, 362-381.
[5][5] Böckenförde (1991), p. 111.
[6][6] Cfr. Jurgen Habermas, Identidades nacionales y postnacionales, traducción de Manuel Jiménez Redondo, Madrid 1989.
[7][7] P. Neuner, G. Wenz (Ed.), Theologen des 20. Jahrhunderts, Darmstadt 2002.
[8][8] K. Eder, “Europäische Säkularisierung – ein Sonderweg in die postsäkulare Gesellschaft?“, Berliner Journ. f. Soziologie, vol. 3, 2002, 331-343.
[9][9] J. Rawls, Political Liberalism, New York, 1993, 12 s., 145..
[10][10] Véase por ejemplo W. Singer, “Nadie puede ser de otra manera que como es. Nuestras conexiones cerebrales nos fijan. Deberíamos dejar de hablar de libertad”, FAZ de 8 de enero 2004, 33.
[11][11] J. Habermas, Glauben und Wissen , Frankfurt, 2001.
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