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jueves, 22 de noviembre de 2007

393/Cuentos y poemas - A propósito de nada - Isaac Asimov


La Tierra entera aguardaba que el diminuto agujero negro la condujera a su fin. Lo había descubierto el profesor Jerome Hieronymus por el telescopio lunar, en el año 2125, y estaba claro que iba a acercarse lo suficiente como para provocar una destrucción completa mediante grandes marejadas.
Todo el mundo hizo testamento, lloró y se despidió con amargura de sus parientes y amigos:
-Adiós, adiós, adiós...
Los esposos dijeron adiós a sus esposas, los hermanos dijeron adiós a sus hermanas, los padres dijeron adiós a sus hijos, las solteronas dijeron adiós a sus animalitos domésticos y los enamorados se susurraron despedidas al oído.
Pero a medida que el agujero negro se aproximaba, Hieronymus observó que no había efecto gravitacional. Lo estudió con más atención y anunció, riendo, que en realidad no se trataba de ningún agujero negro.
-No es nada -explicó-. Sólo es un asteroide corriente que alguien ha pintado de negro.
La multitud enfurecida lo mató, aunque no por el error. Lo mataron después de que anunciase que escribiría una comedia conmovedora sobre todo el episodio.
-Se titulará -añadió- Muchos adioses para nada.
Toda la humanidad aplaudió su muerte.

lunes, 22 de octubre de 2007

348/Cuentos y Poemas - El telele de la tele -Bob Dylan

Cierta vez en Londres salí a dar un paseopor el Parque Hyde, donde la gente hablade toda clase de dioses: va con su punto de vistay lo imparte a quienquiera que vaya pasando.
Uno en una plataforma les hablaba a las personasdel dios de la tv y del dolor que ocasiona.“Esa luz tan fuerte, decía, perjudica la pupila;Si nunca la has mirado, considérate bendito.”
Yo me fui acercando, me puse de puntillas;dos sujetos frente a mí llegaban a los golpes.El hombre algo decía sobre los niños de pechoinmolados a la tele al son de cantos de cuna.
“Las últimas noticias se transmiten todo el día,todos los últimos chismes, las últimas melodías.tu mente es tu templo, manténla bella y libre,evita que ponga ahí un huevo algo que no puedes ver.”
“¡Reza por la paz!”, decía; lo sentías en el gentío.Mi atención se distraía, pero su voz resonaba:“Destruirá tu familia, se acabó tu hogar feliz;una vez que la prendiste, ya no tienes protección.”
“Te llevará a embarcarte en empresas extrañas,te llevará a la tierra de los frutos prohibidos,revolverá tu cabeza y arrastrará tu cerebro.A veces, igual que Elvis, hay que apagarla de un tiro.”
“Todo está planeado, decía, para que pierdas la razóny cuando en su busca vayas, ni su rastro encuentres ya.Cada vez que la miras, se agrava tu situación;si te sientes poseído, manda por la enfermera.”
El gentío se amotinó y agarraron a ese hombre,hubo tumulto, empujones, y todo el mundo corría.Las cámaras vinieron, me pasaron por encima;esa misma noche, yo en la tele lo veía.
“TV Talkin' Song”, en Under the Red Sky (Columbia, 1990). Versión de Juan Tovar

miércoles, 3 de octubre de 2007

307/Cuentos y poemas - Un corazón tendido al sol - Por Joaquín Sabina

Porque su guitarra tiene cuerdas para rato,porque nos empuja a preferir el con al sin,porque se columpia entre cordura y arrebato,porque funda un parque donde el muro de Berlín.
Porque ante el baranda nunca se quitó el sombrero,porque me adoptó cuando me vio huerfanear,porque están en deuda Lucio Dalla y Blas de Otero,porque anda soñando otra canción para Pilar.
Porque no se cansa de vivir para cantarlo,porque en su equipaje cabe el güaje y la muyer,porque mucho más que dos, gozo da recordarlo,porque mi mañana se lo debo a nuestro ayer.
Porque el juglar es una torre que no se enroca,porque entre el cuélebre y el páliru echó a volar,porque el olvido es un Cupido que se equivoca,porque la calle es nuestra, amor, como inmenso el mar.
Porque no dimite de la duda ante el espejo,porque ni a su Sporting el Madrid le marca un gol,porque el disparate de crecer no lo hace viejo,porque sigue siendo un corazón tendido al sol.
Porque sobremesa abriga más que despedida,porque no derrama ni una lágrima de pus,porque Pasionaria era una planta malquerida,porque me subió la fiebre el blues del autobús.
Porque nada sabe tan dulce como otra boca,porque cuando toca blasfemar me escudo en él,porque se derriten las musas cuando las toca,porque borda el quite al alimón Víctor Manuel.

domingo, 30 de septiembre de 2007

289/Cuentos y poemas -Hace falta estar ciego - Rafael Alberti

Hace falta estar ciego,
tener como metidas en los ojos raspaduras de vidrio,
cal viva, arena hirviendo, para no ver la luz que salta en nuestros actos,
que ilumina por dentro nuestra lengua, nuestra diaria palabra.
Hace falta querer morir sin estela de gloria y alegría,
sin participación de los himnos futuros,
sin recuerdo en los hombres que juzguen el pasado sombrío de la tierra. Hace falta querer ya en vida ser pasado,
obstáculo sangriento, cosa muerta, seco olvido.

288/Cuentos y poemas - La aventura de un poeta - Por Italo Calvino

Las orillas del islote eran altas, rocosas. Encima crecía la mancha baja y tupida de la vegetación que resiste la cercanía del mar. En el cielo volaban las gaviotas. Era una isla pequeña próxima a la costa, desierta, sin cultivar: en media hora se le podía dar la vuelta en barca y hasta en bote de goma, como el de los dos que se acercaban, el hombre que remaba tranquilo, la mujer acostada tomando el sol. Al aproximarse en hombre aguzó la oreja.
-¿Has oído algo? -preguntó ella.
-Silencio -dijo-. Las islas tienen un silencio que se oye.

En realidad todo silencio consiste en la red de menudos ruidos que lo envuelve: el silencio de la isla se diferenciaba del silencio del tranquilo mar circundante porque estaba recorrido por murmullos vegetales, cantos de pájaros o un brusco rumor de alas. Abajo, al pie de las rocas, el agua, aquel día sin una ola, era de un azul intenso, límpido, atravesada hasta el fondo por los rayos del sol. En la escollera se abrían bocas de cavernas, y los dos del bote se acercaban perezosamente a explorarlas.

Era una costa del sur, poco afectada todavía por el turismo, y los dos bañistas venían de fuera. Él era un tal Usnelli, poeta bastante conocido; élla, Delia H., una mujer muy bella. Delia era una admiradora del sur, apasionada, francamente fanática, y tendida en el bote hablaba con continuo transporte de todo lo que veía, y quizá también en cierto tono de polémica porque le parecía que Usnelli, recién llegado a aquellos lugares, participaba de su entusiasmo menos de lo debido.
-Espera -decía Usnelli-. Espera.
-¿Espera qué? ¿Quieres algo más hermoso que esto? -decía ella.
Él, desconfiado -por naturaleza y por educación literaria-de las emociones y las palabras que otros ya habían hecho suyas, habituado más a descubrir las bellezas escondidas y espúreas que las manifiestas e indiscutibles, estaba sin embargo con los nervios de punta. La felicidad era para Usnelli un estado de suspensión, de esos que se han de vivir conteniendo la respiración. Desde que se había enamorado de Delia veía en peligro su cautelosa, avara relación con el mundo, pero no quería renunciar a nada ni de sí mismo ni de la felicidad que se le ofrecía. Ahora estaba alerta, como si cada grado de perfección que la naturaleza circundante alcanzaba -un decantarse del azul del agua, una transformación del verde de la costa en ceniciento, la alerta de un pez que asomaba justo allí donde era más lisa la superficie del mar-, sólo sirviera para preceder otro grado más alto, y así sucesivamente, hasta el punto en que la línea invisible del horizonte se abriera como una ostra revelando de pronto un planeta distinto o una palabra nueva.
Entraron en una gruta. Al principio era espaciosa, casi un lago interior de un verde claro, bajo una alta bóveda rocosa. Más adelante se estrechaba en na oscura galería. Con el remo el hombre hacía girar el bote sobre sí mismo para gozar de los diversos efectos de la luz. La de afuera, que se metía pr la grieta irregular de la entrada, deslumbraba con sus colores avivados por el contraste. Allí el agua irradiaba, y las láminas de luz rebotaban hacia arriba, contrastando con las blandas sombras que se alargaban desde el fondo. Reflejos y manchas de luz comunicaban a la roca de las paredes y de la bóveda la inestabilidad del agua.
-Aquí comprendes a los dioses -dijo la mujer.
-Hum -dijo Usnelli. Estba nervioso. Su mente, habituada a traducir las sensaciones en palabras, ahora nada, no conseguía formular ni una sola.
Se internaron. El bote dejó atrás un bajío: el dorso de una roca al ras del agua; ahora flotaba entre los escasos fulgores que aparecían y desaparecían a cada golpe de remo: el resto era sombra espesa; las palas tocaban de vez en cuando una pared. Mirando hacia atrás Delia veía el ojo azul del cielo abierto cuyos contornos cambiaban continuamente.
-¡Un cangrejo! ¡Grande! ¡Allí! -gritó, levantándose.
-"¡...grejo! ¡...iii!" -retumbó el eco.
-¡El eco! -exclamó contenta, y se puso a gritar palabras en las tenebrosas bóvedas: invocaciones, versos-. ¡Tú también! ¡Grita tu nombre! ¡Pide un deseo! -le dijo a Usnelli.
-Ooo.. -hizo Usnelli-. Ehiii... Ecooo...
De vez en cuando la barca se arrastraba por el fondo. La oscuridad era más espesa.
-Tengo miedo. ¡Dios sabe cuántos bichos habrá!
-Todavía se puede pasar.
Usnelli se dio cuenta que avanzaba hacia la oscuridad como un pez de los abismos que huye de las aguas iluminadas.
-Tengo miedo, volvamos -insistió ella.
También a él, en el fondo, el gusto por lo horrible le era ajeno. Remó hacia atrás. Al volver al lugar donde la gruta se ensanchaba, el mar se volvió de cobalto.
-¿Habrá pulpos? -dijo Delia.
-Se verían. Está límpido.
-Entonces voy a nadar.
Se dejó caer desde el bote, se apartó, nadaba en el lago subterráneo, y su cuerpo parecía unas veces blanco (como si la luz lo despojara de todo color propio), otras del azul de aquella pantalla de agua.
Usnelli había dejado de remar: seguía conteniendo la respiración. Pare él, estar enamorado de Delia había sido siempre así, como en el espejo de esa gruta: haber entrado a un mundo más allá de la palabra. Por lo demás, en todos sus poemas, jamás había escrito un verso de amor; ni uno.
-Acércate -dijo Delia. Mientras nadaba se había quitado el trapito que le cubría el pecho; lo arrojó por encima de la borda del bote-. Un momento. -Se quitó también el otro pedazo de tela sujeto a las caderas y lo pasó a Usnelli.
Ahora estaba desnuda. La piel más blanca en el pecho y en las caderas casi no se distinguía, porque todo su cuerpo difundía una claridad azulada, de medusa. Nadaba de costado, con un movimiento indolente, la cabeza (una expresión fija y casi irónica de estatua) apenas al ras del agua, y a veces la curva de un hombro y la línea suave del brazo extendido. El otro brazo, con movimientos acariciadores, cubría y descubría los pechos altos, tendidos hacia el vértice. Las piernas apenas batían el agua, sosteniendo el vientre liso, marcado por el ombligo como una huella leve en la arena, y la estrella como de un fruto de mar. Los rayos del sol que reverberaban bajo el agua la rozaban, ya vistiéndola, ya desnudándola del todo.
De la natación pasó a un movimiento que parecía de danza; suspendida en el agua a media profundidad, sonriéndole, extendía los brazos en una blanda rotación de los hombros y las muñecas; o bien, con un empujón de la rodilla hacía asomarse un pie arqueado como un pequeño pez.
Usnelli, en el bote, era todo ojos. Comprendía que lo que ese momento le ofrecía la vida era algo que no a todos les es dado mirar con los ojos abiertos, como el corazón más deslumbrador del sol. Y en corazón de ese sol había silencio. Todo lo que allí había en ese momento no podía traducirse en ninguna otra cosa, quizá ni siquiera en un recuerdo.
Ahora Delia nadaba de espaldas, emergiendo hacia el sol, en la boca de la gruta. Avanzaba con un ligero movimiento de brazos hacia el mar abierto y debajo el agua iba cambiando gradualmente de azul, cada vez más clara y luminosa.
-¡Cuidado, cúbrete! ¡Se acercan unas barcas, allá fuera!
Delia ya estaba en los escollos, bajo el cielo. Se metió debajo del agua, extendió el brazo, Usnelli le tendió las exiguas prensas, ella se las sujetó nadando, volvió a subir al bote. Las barcas que llegaban eran de pescadores. Usnelli reconoció a algunos del grupo de gente pobre que pasaban la estación de la pesca en aquella playa, durmiendo al abrigo de unos escollos. Les salió al encuentro. El hombre que remaba era el joven, taciturno en su dolor de muelas, la gorra blanca de marinero encajada sobre los ojos estrechos, remando a tirones como si cada esfuerzo que hacía le sirviera para sentir menos el dolor; padre de cinco hijos; desesperado. El viejo iba en la popa; un sombrero mexicano de paja coronaba con una aureola toda deshilachada la figura flaca, los ojos redondos y muy abiertos, en otro tiempo quizá por soberbia fanfarrona, ahora por comedia de borrachín, la boca abierta bajo los bigotes caídos, todavía negros; limpiaba con cuchillo los mújoles que habían pescado.
-¿Buena pesca? -gritó Delia.
-Lo poco que hay -contestaron-. Es el año.
A Delia le gustaba hablar con los lugareños. A Usnelli, no ("frente a ellos", decía, "no me siento con la consciencia tranquila", se encogía de hombros y todo terminaba ahí). Ahora el bote se acostaba a la barca, cuyo barniz descolorido y surcado de grietas se levantaba en pequeñas escamas, y el remo atado con una anilla de cáñamo al escalmo gemía cada vez que frotaba la madera astillada de la borda, y una pequeña y herrumbada ancla de cuatro puntas se había enganchado bajo la tabla estrecha del asiento en una de las nasas de mimbre erizadas de algas rojizas, secas quien sabe hacía cuanto tiempo, y sobre el montón de redes teñidas de tanino y bordeadas de redondas tajadas de corcho, centelleaban en sus filosas envolturas de escamas, ya de un gris mortecino, ya de un turquesa resplandeciente, los peces boqueantes; las branquias todavía palpitaban mostrando, debajo, un rojo triángulo de sangre.
Usnelli seguía callado, pero esta angustia del mundo humano era lo contrario de la que le comunicaba poco antes la belleza de la naturaleza: así como allá le faltaban las palabras, aquí una avalancha de palabras se precipitaba en su cabeza: palabras para describir cada verruga, cada pelo de la flaca cara mal afeitada del pescador viejo, cada plateada escama de mújol.
En la orilla había otra barca en seco, volcada, sostenida por caballetes, y de la sombra salían las plantas de los pies descalzos de unos hombres dormidos, los que habían estado pescando durante toda la noche; cerca, una mujer toda vestida de negro, sin cara, ponía una olla sobre un fuego de algas, del que subía una larga humareda. La orilla en aquella cala era de guijarros grises; las manchas de colores desteñidos eran los delantales de los niños que jugaban, los más pequeños vigilados por las hermanas mayorcitas y regañonas, y los mayores y más despabilados, con cortos calzones hechos de viejos pantalones de adulto, corrían arriba y abajo entre los escollos y el agua. Más lejos empezaba a extenderse una orilla de arena recta, blanca y desierta, que de un lado se perdía en un cañaveral ralo y en terrenos baldíos. Un joven vestido de fiesta, todo de negro, incluso el sombrero, con el bastón al hombro y un ato colgando, caminaba junto al mar a lo largo de la playa, marcando con los clavos de los zapatos la friable costa de arena: seguramente un campesino o un pastor de un pueblo del interior que había bajado a la costa para ir a algún mercado y que seguía el camino pegado al mar buscando el alivio de la brisa. El ferrocarril mostraba los hilos, el terraplén, los postes, la cerca, después desaparecía en un túnel y volvía a empezar más adelante, desaparecía, salís nuevamente, como las puntadas de una costura irregular. Por encima de los guardacantones blancos y negros de la carretera, asomaban unos olivos bajos; más arriba las colinas se cubrían de brezo, pastos y matorrales o solamente de piedras. Un pueblo encastrado en una grieta entre aquellas alturas se alargaba hacia arriba, las casas una sobre otra, separadas por calles en escalera, empedradas, hundidas en el medio para que corriera el arroyuelo de deyecciones de mulo, y en los umbrales de todas las casas había cantidad de mujeres, viejas o envejecidas, y en los pretiles, sentados en fila, cantidad de hombres, viejos y jóvenes, todos en camisa blanca, y en medio de las calles en escalera los niños jugando en el suelo y algún muchachito mayor tendido a través con la mejilla apoyada en un peldaño, durmiendo allí porque estaba un poco más fresco que dentro de la casa y olía menos, y posadas en todas partes y volando nubes de moscas, y en cada muro y en la orla de papel de periódico que cubría el manto de cada chimenea, el infinito punteado de excremento de mosca, y a Usnelli le venían a la mente palabras y más palabras, apretadas, entrelazadas las unas sobre las otras, sin espacio entre las líneas, hasta que poco a poco era imposible distinguirlas, eran una maraña de la que iban desapareciendo incluso los menudos ojales blancos y sólo quedaba el negro, el negro más total, impenetrable, desesperado como un grito.

viernes, 24 de agosto de 2007

163/Poema - No todas las putas van al cielo - Rafael Gutiérrez

Guatemala, julio del 2007.

1
Pájara que abre sus alas piojosas o deseadasla puta habita el hoyo de la noche. Bajo la pública luz del farol o soterrada entre los escondrijos del deseoes a un tiempo pulpa derramada o llaga proscrita. Allí ha estado siempre/ desde el origen del mundo acasoejecutando su acto de hábil circense traga-hombresabriéndose y cerrándose como una necesaria flor carnívora. Guatemaltecanórdica o senegalesaenana peludasilueta al mejor estilo Pompeya o Roma imperialsu único y gran amor es el billete.

2
Roñosa diosa de los acantilados del Mezquitalcircúlame en tu cola de escorpión sagrado. El veneno díscolo de tu carne trémula atízame. Fabulosa hembra que habitas los pudrideros del mundorevuélcame en tu vulva que bien bailaal son del burro y la mariguana. Con tus ubres ubérrimas y amantesdel gorrión y la salamandra calcíname. Échate pues a mi lado. No digas nada y tan sólo róeme despacito el hueso púrpura del alma. Nonoasí no. Sísíasí sí. Canta primerollora despuéso haz lo que putas quieraspero ven pronto a hervirte sobre mi olla de esperma. Nonoasí no. Sísíasí sí. Animala entre todas las animalas de la nochepon tu mano en mi frentey ayúdame a vivir en el desamparo de la carne con sida. (Te veo luego en la sopa del infierno).

3
Acaso ser puta sea algo así como la festividad del desconsuelo, éxtasis agazapado que no cesa de manar una lágrima seminal. (Rosa negra y vúlvica que florece en los páramos de la muerte, mariposa de la carne que anida y revolotea en los coágulos de la sangre). Más que fiesta, borrachera de los sentidos. Turbia, viscosa y acaso sombría borrachera. O más que borrachera, perenne resaca a secas. Ingreso, de tajo y al borde de alguna madrugada arenosa y afónica, a un mundo donde idéntico aroma posee el rocío y el reptil, el pétalo y la menstruación. Es como si de pronto, por razones impuestas, se te obligara a ver el mundo horizontalmente. Horizontalidad crasa y cruda y además con un peso extra encima. Eso es el oficio. Te bañás, te arreglás, salís y, plaz, un bulto callejero que cae, hurga, te penetra y te obliga a alterar la ruta de los ojos en cualquier colchón mullido o mugroso. Arriba, abajo, a los lados, girando, inmóviles, entrecerrados, leyendo la Extra, hojeando Vanidades, en fin, según el ritmo, la dirección, la velocidad que disponga el instinto. Es decir, el instinto del precio, siempre el precio, claro está. Pero he ahí que también llega la muerte deslizándose en el filo de un cuchillo delirante, en la ajada máscara de algún demente nocturno e impune. Porque he aquí que de pronto, por el sortilegio del cine, la industria en serie o la globalización, Guatemala, esa cagada de mosca casi invisible en la vitrina del mundo, aporta por estos días su cuota de animalidad universal, su racimo de odio al concierto mundial del crimen. Ha ocurrido así cualquier noche de cualquier día: aparente encuentro fortuito entre un hombre y una puta, preguntas y respuestas, rápidas pero profesionalmente lascivas, cruce de alientos como humaredas, siseo instintivo como de serpientes en celo. Luego el precio, siempre el precio, el portero, la habitación, el papel higiénico, la palangana. No se sabe después qué ocurre adentro. De la cuchillada, sí, que acaba certeramente con la vida de ella, del líquido hirviente escurriendo por entre los dedos de él, sólo cabe imaginarlo. "Así morirán todas las putas. Ya va una", escribirá a golpes de sangre y sobre la espalda de la mujer el asesino. Dicha inscripción siniestra se repetirá una y otra vez hasta llegar a cinco. Curiosamente tristes y desnudos, los cadáveres serán expuestos escénica y públicamente por la autoridad como piezas de carnicería. Ciertamente del hombre, ni señas. De modo que en los apacibles primeros meses del 2001 hay zozobra, desbandada, miradas de recelo, merma de ingresos en la, digamos, alegre ciudadela de las putas. ¿Alegre? Bueno, es un decir. (Rosa negra y vúlvica que florece en los páramos de la muerte, mariposa de la carne que anida y revolotea en los coágulos de la sangre).

4
Vi tanga de la YeseniaUna noche de plenilunio recién venido de México
Buscaba yo la ruta del rock undergroundQue desde Boca del Monte llevaba a los ÁlamosEn efecto allí estaba no la Yesenia sino el musicónRadio Juventud se llamaba Como Radio Rebelde emitía desde la clandestinidadTodo en verdad por esos días (1978) buscaba ya su reducto su sálvese quien pueda El canto los escarabajos el amor las piedras los hombres los amaneceresPues de pronto los gruesos goterones de sangre y demásPues de pronto los decapitados pájaros negros y demásLa utopía en fin pero el horror también
Salí de la radio moteado más bien babélico o babilónicoCon brebajes aptos para criaturas del medievo en la mochila A mitad del camino el putero Noches de San FranciscoComo la rola de Eric Burdon y los Animales me esperaba A pocos metros de mi bragueta El Edén de la carne El Dorado de los espejos el perfume los agujeros
Matrix recargada vampira de tarantino La Yesenia y su tanga ondulaban vulvantemente a mitad de la noche fría¿A cómo la carne? - pregunté¿Para llevar o para comer en casa?- contestóPara naufragar en el más unigénito cartílago-poeticéBienvenido al Club de los Estertores Insatisfechos -susurró
Sumergíme en la mar rameraDe aquella tanga lépera caliente y desvergonzada
Durante varias lunas y varios solesComí tanga dormí tanga sudé tanga bailé tanga
No canto Señores la hoz para soñar antañoCon tanquetas y banderas inclinándose a nuestro pasoCanto hogañoTanga de la Yesenia invisible casi como luna turcaEspumeante como hocico de fiera Como la muerte digamos a manos de la mara salvatruchaLa vida también como la vida cuando hilillo caíase de sus nalgas y cataclismos catástrofes azotaban amainaban a mitad de la noche fría
Tengo un tango para la tanga de la Yesenia.


5
The murder of crazy Jane
Eso dijo Inésque pasó el lunes lamiendo el pez vela que amainó en su pubis a mitad del alba: La Loca Juana no cedió a sus cuchillossino a las bramas que anidaban en la marea estruendosa de sus tetas.
Una noche antes bailócon 6 faunos monstruosos, cierto, pero apenas besó a 2: Un albino profesor de Harvard con acento escuintlecoy un diputado cojo argelino que viajaría a Júpiter en la Niña o en la Santa María.
(La Esfinge quiso que un tango triste sonara más triste de lo habitual en una escala de do wagneriana).
Los gansos, pavorreales y guacamayas, al fondo, se cagaban todos de hastío.
La NASA reportó ese día huelgas glaciales procedentes de Chile. Chávez dijo que la ONU no servía ni para limpiarse el culo. Fidel testiculó contra un foco de hip hop que estalló en Camagüey. El Gallito derramó megacoca en lata con edecanes, marimba y playeras de Mariocos Band.
Con una rosa blanca en mi boxer negro y el mástil resoplando como un animal trasatlántico y nupcial, ingresé al bar a eso de las 10: 15 p.m. Aniceto Molina tocaba un vallenato bajito y vallejiano y sus músicos rumiaban cracken un aire de anémonas, ratas, amoníaco y condones.
(Ah, los condones-dixit Freud-que abonande esperma los páramos de la neurosis).
El mundo solo por el cielo solo, como en la poesía del andaluz, en el Bar Coco Loco.
Sola igual La Loca Juana, su fluoxetina y dos putas que bajaban y subían por el tubo de la barra como en los círculos de Dante. Desde un boquete de PavoncitoJehová veía sin saber quién era Magda o Magdalena.
Justo allí aullé: No ven cabrones que la vida se aleja y nos deja llorando quimeras. Y se hizo el caos. La serpiente mordió la banana republicy la carne estalló en esquirlas de neblina y concupiscencia. Una botella de ron se montó lujuriosa sobre un habano y vomitó horas más tarde, en un remoto mar dorado, un enjambre de pelos erectos de un cazador del neolítico. Todos y todas como en Pompeya se dieron a coger bajo un aguacero de eyaculaciones de uranio.
Sola La Loca Juana y el mundo solo por el cielo solo. Y yo.
Entonces La Loca Juana, como quien no desea desear el deseo, dio contra mí y me huracanó de prontopor entre sus muslos como una gótica murciélaga en brama. No sé si fue un vals, un rap, un punk: en la oleada de planeta que remontó una última imagen-salmón hasta mi pupilajuro haber visto bailar a Cavafis de cachetío con Maximón.
(Lobo contra loba no da lobeznos. Se sabe. Medialunas contra mediosoles sí: logaritmos y ecuaciones. Nunca décimas ni redondillas. Levité en los 3 agujeros + negros y + feos por ignotos y barbáricos: los de Juana de Arco, Juana de Asbaje y Juana la gongorina, vendedora desde Tebas al Mississipi, de frascos frescos para ebrios que con su baba se los beben, hacen gala de su gula y tretas de sus tratos*).
O sea: perdí la razón. Desnudo desperté en alguna nieblacuyo traje púrpura y evanescente era el de una reina asesinao el de una rosa locutora que en el idioma de Ali Farka Toure voceaba mi conversión al terrorismo maya-quiché.
Un cocodrilo lunar sobrevolaba el área de copulaciones. A mi lado La Loca Juana dormía o moría. El falo de Alejandría le atravesaba mortalmente el corazón.
Domingo 2. p. m. marcó a esa hora la aguja funeraria. 20 minutos después dejé el antro y dio inicio, con perros de caza, halcones y ballesteros, la cacería más larga de la historia animalcontra un hombre solo bajo el cielo solo.
Juro no haber matado a La Loca Juana: mi certificado médico, extendido hace 15 años por el doctor J. A. Jiménez, diagnostica impotencia crónica.
Mientras tantoel albino profesor de Harvard desayuna en Malasiacon una joven maquilera de largo pelo lacio. El diputado cojo argelino cruza el Estrecho de Behring en busca de párvulas bocas y verdes ojos claros que le enseñen a amar.

6
No más peras al olmo: Al diablo démosle lo que pide: Un verduguillo de Góngora para puyar a QuevedoUna consigna de Hitler para gasear el PentágonoUna canción de Metallica para el dolor de cabezaUn retacito de Dios para asarlo un domingo de ramos. Un ramillete de putas para teorizar según el Poder de Foucault
.


7
Ronda la noche en barescuerva endemoniada muele/rebana borrachosasedia de cuajo castas vacilacionesdeposita deseos en la bienaventuranza de un catre giratoriose arremolinadevora pecadoreslos hace florecer en pétalos de lascivia ignota y bailadora.
No atina no escatima la noche.
Criatura mal nacidabebe del hocico de la muertese chupa solita las arrugas de la desgracia. Oleaje va y viene acarreando billetes y todos contentos en la noche de los bares (¿Eres tú hoy a quien machaqué los voraces peces ayer?). El pino/ la rosa de los excesosel manojo de ajos como ojosel cubetazo de xilcala rocola rocolerael maximón de los desamparados.
El bar Amapolaseñoresexige labios hasta agotar existenciassaluda y festeja al tigre que busca refugioen la ladera de un clítoris ígneo y despiadado. Favor presentarse desnudo con el corazón enhiesto

161/Cuentos - El centinela - Por Arthur C. Clarke

La próxima vez que veáis la Luna llena allá en lo alto, por el sur, mirad cuidadosamente al borde derecho y dejad que vuestra mirada se deslice a lo largo y hacia arriba de la curva del disco. Alrededor de las 2 del reloj, notaréis un óvalo pequeño y oscuro; cualquiera que tenga una vista normal puede encontrarlo con facilidad. Es la gran llanura circundada de murallas, una de las más hermosas de la Luna, llamada Mare Crisium, Mar de las Crisis. De unos quinientos kilómetros de diámetro, y casi completamente rodeada de un anillo de espléndidas montañas, no había sido nunca explorada hasta que entramos en ella a finales del verano de 1966.

Nuestra expedición era importante. Teníamos dos cargueros pesados que habían llevado volando nuestros suministros y equipo desde la principal base lunar de Mare Serenitatis, a ochocientos kilómetros de distancia. Había también tres pequeños cohetes destinados al transporte a corta distancia por regiones que no podían ser cruzadas por nuestros vehículos de superficie. Afortunadamente la mayor parte del Mare Crisium es muy llana. No hay ninguna de las grandes grietas tan corrientes y tan peligrosas en otras partes, y muy pocos cráteres o montañas de tamaño apreciable. Por lo que podíamos juzgar, nuestros poderosos tractores oruga no tendrían dificultad en llevarnos a donde quisiésemos.

Yo era geólogo -o selenólogo, si queremos ser pedantes- al mando de un grupo que exploraba la región meridional del Mare. En una semana habíamos cruzado cien de sus millas, bordeando las faldas de las montañas de lo que había antes sido el antiguo mar, hace unos mil millones de años. Cuando la vida empezaba sobre la Tierra, estaba ya muriendo aquí. Las aguas se iban retirando a lo largo de aquellos fantásticos acantilados, retirándose hacia el vacío corazón de la Luna Sobre la tierra que estábamos cruzando, el océano sin mareas había tenido en otros tiempos casi un kilómetro de profundidad, pero ahora el único vestigio de humedad era la escarcha que a veces se podía encontrar en cuevas donde la ardiente luz del sol no penetraba nunca.

Habíamos comenzado nuestro viaje temprano, en la lenta aurora lunar, y todavía nos quedaba una semana de tiempo terrestre antes del anochecer. Dejábamos nuestro vehículo media docena de veces al día, y salíamos al exterior en los trajes espaciales para buscar minerales interesantes, o colocar indicaciones para gula de futuros viajeros. Era una rutina sin incidentes. No hay nada peligroso, ni siquiera especialmente emocionante en la exploración lunar Podíamos vivir cómodamente durante un mes en nuestros tractores a presión, y si nos encontrábamos con dificultades siempre podíamos pedir auxilio por radio y esperar a que una de nuestras naves espaciales viniese a buscarnos. Cuando eso ocurría se armaba siempre un gran jaleo sobre el malgasto de combustible para el cohete, de modo que un tractor solamente enviaba un S.O.S. en caso de verdadera necesidad.

Acabo de decir que no había nada estimulante en la exploración lunar, pero, naturalmente, eso no es cierto. Uno nunca se podía cansar de aquellas montañas increíbles, mucho más abruptas que las suaves colinas de la Tierra. Cuando doblábamos los cabos y promontorios de aquel mar desaparecido, no sabíamos qué esplendores nos iban a ser revelados. Toda la curva sur del Mare Crisium es un vasto delta donde veinte ríos iban antes al encuentro del océano, alimentados quizá por las torrenciales lluvias que debieron de haber batido las montañas en la breve época volcánica cuando la Luna era joven. Cada uno de aquellos valles era una invitación que nos retaba a trepar a las desconocidas tierras altas de más allá. Pero todavía nos quedaban más de cien kilómetros por recorrer, y no podíamos hacer otra cosa sino contemplar con nostalgia las alturas que escalarían otros.

A bordo del tractor seguíamos la hora terrestre, y exactamente a las 22.00 enviábamos el mensaje final por radio y cerrábamos para el resto del día. Fuera, las rocas ardían todavía bajo el sol casi vertical, pero para nosotros era de noche hasta que nos despertábamos ocho horas más tarde. Entonces uno de nosotros preparaba el desayuno, se oía mucho zumbar de máquinas de afeitar eléctricas, y alguien siempre ponía en marcha la radio de onda corta de la Tierra. En realidad, cuando el olor del tocino frito comenzaba a llenar la cabina, era a veces difícil no creer que estábamos de regreso en nuestro propio mundo, todo era tan normal y casero, excepto por la sensación de poco peso y por la extraña lentitud con que caían los objetos.

Me tocaba a mí preparar el desayuno en el rincón de la cabina principal que servía de cocina. Después de tantos años, recuerdo aún vívidamente aquel instante, pues la radio acababa de tocar una de mis melodías favoritas, el viejo aire galés, "David de la Roca Blanca". Nuestro conductor estaba ya fuera en su traje espacial, inspeccionando nuestras bandas oruga. Mi ayudante, Louis Garnett, estaba de pie delante, haciendo algunas anotaciones en el diario de a bordo del día anterior.

Mientras estaba de pie junto a la sartén, esperando como cualquier ama de casa terrestre que las salchichas se dorasen, dejé que mi mirada se pasease distraídamente por las paredes de la montaña que cubría todo el horizonte meridional y se extendía hasta perderse de vista hacia el este y el oeste, por debajo de la curva de la Luna. Parecían estar a unos dos kilómetros del tractor, pero sabía que la más cercana estaba a treinta kilómetros de distancia. En la Luna, como es natural, no hay pérdida de detalle con la distancia, nada de aquella neblina casi imperceptible que suaviza las cosas distantes de la Tierra.
Aquellas montañas tenían tres mil metros de altura, y se erguían abruptamente desde la llanura, como si en edades pasadas alguna erupción subterránea las hubiese empujado hasta el cielo a través de la fundida corteza. La base de incluso la más cercana, estaba oculta de la vista por la pronunciada curvatura de la superficie del llano, pues la Luna es un mundo muy pequeño, y el horizonte estaba a solamente tres kilómetros del punto en donde me hallaba.

Alcé los ojos hacia los picos que ningún hombre había escalado aún, picos que, antes de llegar la vida a la Tierra, habían contemplado cómo los océanos en retirada se hundían sombríamente en sus tumbas, llevándose con ellos la esperanza y la temprana promesa de un mundo. La luz del sol batía aquellos baluartes con un resplandor que hería los ojos, y sin embargo, muy poco por encima de ellos las estrellas brillaban fijamente en un cielo más negro que el de una noche de invierno en la Tierra.

Apartaba yo la mirada cuando capté un brillo metálico en lo alto de una arista de un gran promontorio que se proyectaba hacia el mar, a unos cincuenta kilómetros hacia el oeste. Era un punto de luz sin dimensiones, como si una estrella hubiese sido arrancada al cielo por uno de aquellos crueles picos, y me imaginé que alguna superficie lisa de roca recogía el resplandor del sol y lo reflejaba directamente hacia mis ojos Tales cosas no son raras. Cuando la Luna está en el segundo cuadrante, los observadores en la Tierra pueden ver a veces cómo las grandes cordilleras del Oceanus Procellarum arden con una iridiscencia azul-blanca, al incidir sobre ellas la luz del sol y saltar de un mundo a otro. Pero tuve la curiosidad de saber qué clase de roca era la que tanto brillaba, y subí a la torrecilla de observación e hice girar hacia el este nuestro telescopio de díez centímetros.

Pude ver lo suficiente para ser tentado. Claros y bien definidos en el campo visual, los picos de las montañas parecían estar a solamente un kilómetro, pero lo que fuera que captaba la luz del sol era aún demasiado pequeño para ser resuelto. Y sin embargo, parecía tener una elusiva simetría, y la cumbre sobre la que se elevaba era extrañamente plana. Contemplé largo rato aquel resplandeciente enigma, forzando mis ojos hacia el espacio, hasta que un olor de quemado procedente de la cocina me indicó que las salchichas de nuestro desayuno habían hecho en vano su viaje de más de un millón de kilómetros.

Toda aquella mañana discutimos durante nuestra marcha a través del Mare Crisium, mientras las montañas occidentales se iban elevando hacia el cielo. Incluso cuando estábamos buscando minerales en nuestros trajes espaciales, continuamos la discusión por la radio. Mis compañeros mantenían que era absolutamente cierto que no había habido nunca ninguna forma de vida inteligente en la Luna. Los únicos seres vivientes que habían jamás existido allí, eran unas cuantas plantas primitivas y sus antepasados algo menos degenerados. Lo sabía tan bien como cualquier otro, pero hay ocasiones en que un científico no debe temer hacer el ridículo.

-Escuchadme -dije al fin-, voy a subir allá aunque solamente sea para tranquilidad de conciencia. Aquella montaña tiene menos de cuatro mil metros de altura - es decir, solamente setecientos para la gravedad de la Tierra - y puedo hacer el recorrido en veinte horas a lo sumo. En todo caso, siempre he tenido ganas de subir a aquellas cumbres, y esto me proporciona una excelente excusa.

-Si no te rompes la cabeza -dijo Garnett-, serás el hazmerreír de la expedición cuando volvamos a la Base. Desde ahora en adelante aquella montaña probablemente se llamará "La Locura de Wilson".
-No me romperé la cabeza -dije firmemente-. ¿Quién fue el primero en ascender a Pico y a Helicon?
-¿Pero no eras bastante más joven en aquellos tiempos? -preguntó suavemente Louis.
-Eso -dije con gran dignidad- es otra razón más para ir.

Aquella noche nos acostamos temprano, después de conducir el tractor hasta un kilómetro del promontorio: Garnett iba a venir conmigo a la mañana siguiente; era un buen alpinista, y me había acompañado con frecuencia en tales hazañas. Nuestro conductor estaba más que satisfecho con quedarse a cargo de la máquina.

A primera vista, aquellos acantilados parecían completamente inaccesibles, pero para cualquiera que tenga la cabeza firme, es fácil trepar en un mundo en donde todos los pesos son solamente el sexto de su valor normal. El verdadero peligro del alpinismo lunar estriba en un exceso de confianza; una caída de cien metros en la Luna puede, matar con tanta seguridad como una veinte en la Tierra.
Hicimos nuestra primera parada sobre una repisa a unos mil metros sobre el llano. La ascensión no había sido muy difícil, pero mis miembros estaban algo rígidos por el desacostumbrado esfuerzo, y me alegré del descanso. Podíamos todavía ver al tractor como si fuese un pequeño insecto metálico allá a lo lejos, al pie del acantilado, e informamos al conductor sobre la marcha de nuestra ascensión antes de partir de nuevo.

De hora en hora nuestro horizonte se fue ensanchando, y una porción cada vez mayor de la llanura se fue haciendo visible. Podíamos ahora ver hasta ochenta kilómetros a través del Mare, incluso los picos de las montañas de la costa opuesta, a más de ciento sesenta kilómetros. Pocas llanuras lunares son tan planas como el Mare Crísium, y hasta podíamos imaginarnos que había un mar de agua y no de roca a tres kilómetros por debajo de nosotros. Solamente un grupo de agujeros de cráteres hacia el final del horizonte estropeaba la ilusión.

Nuestro objetivo seguía invisible sobre la arista de la montaña, y nos orientábamos por medio de mapas empleando la Tierra como guía. Casi exactamente al este de nosotros, aquel gran creciente de plata pendía bajo sobre la llanura, ya muy en su primer cuadrante. El sol y las estrellas seguirían su lenta marcha a través del cielo y acabarían por desaparecer de la vista, pero la Tierra siempre estaría allí, sin moverse nunca de su lugar fijo, creciendo y menguando a medida que iban pasando los años y las estaciones. Dentro de diez días seria un disco cegador que bañaría aquellas rocas con su resplandor de medianoche, cincuenta veces mas brillante que la luna llena. Pero teníamos que salir de las montañas mucho antes de la noche, o nos quedaríamos en ellas para siempre.

En el interior de los trajes estábamos confortablemente frescos, pues las unidades de refrigeración combatían al feroz sol y extraían el calor corporal de nuestros esfuerzos. Rara vez nos hablábamos, salvo para comunicarnos instrucciones de escalada, y para discutir nuestro mejor plan de ascensión. No sé lo que pensaba Garnett, probablemente que aquella era la aventura más descabellada en que se había metido en su vida. Yo casi estaba de acuerdo con él, pero el gozo de la ascensión, el saber que ningún hombre había pasado antes por allí y le sensación vivificadora ante el paisaje que se ensanchaba, me proporcionaba toda la recompensa que necesitaba.

No creo haberme sentido especialmente agitado cuando vi frente a nosotros la pared de roca que había antes inspeccionado a través del telescopio desde una distancia de cincuenta kilómetros. Se hacía llana a unos veinte metros sobre nuestras cabezas, y allí, sobre la meseta, estaba lo que me había atraído a través de todos aquellos desolados yermos. Casi con seguridad no seria sino una roca astillada hacía siglos por un meteoro en su caída, con sus planos de escisión nuevos y brillantes en aquel incorruptible e inalterable silencio.

No había en la roca dónde asirse con las manos, y tuvimos que emplear un pitón. Mis cansados brazos parecieron recobrar nuevas fuerzas cuando hice girar sobre mi cabeza el ancla metálica de tres dientes y la lancé en dirección a las estrellas. La primera vez no agarró, y volvió cayendo lentamente cuando tiramos de la cuerda. Al tercer intento los tres dientes se fijaron fuertemente, y no pudimos arrancarlos aunando nuestros esfuerzos.

Garnett me miró ansiosamente. Comprendí que quería ir primero, pero le sonreí desde detrás del vidrio de mi casco, y denegué con la cabeza. Lentamente, sin apresurarme, comencé la ascensión final.

Incluso contando mi traje espacial, aquí solamente pesaba unos veinte kilos, de modo que me icé con las manos, sin preocuparme de utilizar los pies. Al llegar al borde me detuve y saludé a mi compañero, luego acabé de subir y me alcé, mirando enfrente de mí.

Debéis comprender que hasta aquel momento había estado casi convencido de que no podía encontrar allí nada extraño ni desacostumbrado. Casi, pero no del todo; había sido precisamente aquella duda llena de misterio la que me había impulsado hacia adelante. Pues bien, no era ya una duda, pero el misterio apenas había comenzado.

Me encontraba ahora sobre una meseta que tendría quizá unos treinta metros de ancho. Había sido lisa en un tiempo -demasiado lisa para ser natural- pero los meteoros en su caída habían marcado y perforado su superficie en el transcurso de incontables inmensidades de tiempo. Había sido aplanada para soportar una estructura aproximadamente piramidal, de una altura doble de la de un hombre, engastada en la roca.

Probablemente ninguna emoción llenó mi mente durante aquellos primeros segundos. Luego sentí una inmensa euforia, y una alegría extraña e inexplicable. Pues yo amaba a la Luna, y ahora sabía que el musgo rastrero de Aristarco y Eratóstenes no era la única vida que había soportado en su juventud. El viejo y desacreditado sueño de los primeros exploradores era cierto. Al fin y al cabo, había habido una civilización lunar, y yo era el primero en encontrarla. El hecho de que había llegado quizá cien millones de años demasiado tarde, no me perturbaba; era suficiente haber llegado.

Mi mente comenzaba a funcionar normalmente, a analizar y a formular preguntas. ¿Era eso un edificio, un santuario o algo para lo cual mi lenguaje carecía de palabra? Si un edificio, ¿entonces por qué había sido erigido en lugar tan inaccesible? Me preguntaba si podría haber sido un templo, y me imaginaba a los adeptos de algún extraño sacerdocio clamando a sus dioses que les salvasen, mientras la vida de la Luna refluía con los agonizantes océanos: ¡clamando en vano!

Adelanté una docena de pasos para examinar más de cerca aquello, pero un cierto instinto de precaución me impidió acercarme demasiado. Sabia algo de arqueología, e intenté adivinar el nivel cultural de la civilización que había alisado aquella montaña, y levantado aquellas brillantes superficies especulares que deslumbraban aún mis ojos.

Los egipcios pudieron haberlo hecho, pensé, si sus trabajadores hubiesen poseído los extraños materiales que esos arquitectos, mucho más antiguos, habían empleado. Debido al pequeño tamaño de aquel objeto no se me ocurrió pensar que quizá estaba contemplando la obra de una raza mas adelantada que la mía. La idea de que la Luna había poseído alguna inteligencia era aun demasiado inusitada para ser asimilada, y mi orgullo no me permitía dar el último y humillante salto.

Y entonces observé algo que me produjo un escalofrío por el cuero cabelludo y la espina dorsal, algo tan trivial e inocente que muchos ni siquiera lo habrían notado. Ya he dicho que la meseta presentaba cicatrices de meteoros: estaba también cubierta por algunos centímetros del polvo cósmico que está siempre filtrándose sobre la superficie de todos los mundos donde no hay vientos que lo perturben. Y sin embargo, el polvo y las marcas de los meteoros terminaban abruptamente en un círculo que incluía a la pequeña pirámide, como si una barrera invisible la protegiese de los estragos del tiempo y del lento pero incesante bombardeo del espacio. Algo gritaba en mis auriculares, y me di cuenta de que Garnett me había estado llamando desde hacia algún tiempo. Me dirigí vacilante hasta el borde del acantilado, y le señalé para que viniese a unirse conmigo pues no osaba hablar. Luego volví al círculo señalado sobre el polvo. Cogí un fragmento de roca y lo arrojé suavemente hacia el brillante enigma. No me hubiese sorprendido Si el guijarro hubiese desaparecido en aquella barrera invisible, pero parecía tocar una superficie lisa, hemisférica, y resbalar suavemente hasta el suelo.

Supe entonces que estaba contemplando algo que no tenía equivalente en la antigüedad de mi propia raza. Aquello no era un edificio, sino una máquina, que se protegía con fuerzas que habían desafiado a la eternidad. Aquellas fuerzas, cualesquiera que fuesen, operaban aún, y quizá me había acercado ya demasiado. Pensé en todas las radiaciones que el hombre había capturado y dominado durante el pasado siglo. Podía muy bien ser que estuviese ya tan irrevocablemente condenado como si hubiese entrado en el aura silenciosa y mortífera de una pila atómica sin protección.

Recuerdo que entonces me volví hacia Garrett, quien se me había reunido y estaba de pie e inmóvil a mi lado. Parecía haberse olvidado de mi, de modo que no le perturbé, sino que me dirigí hacia el borde del acantilado, esforzándome por ordenar mis pensamientos. Allá abajo estaba el Mare Crisium, extraño y misterioso para la mayoría de los hombres, pero tranquilizadoramente familiar para mí. Levanté los ojos hacia la media Tierra, yacente en su cuna de estrellas, y me pregunté qué habrían cubierto sus nubes cuando esos desconocidos constructores habían terminado su trabajo. ¿Era la jungla llena de vapores del Carbonífero, la desolada costa sobre la cual debían trepar los primeros anfibios para conquistar la Tierra, o, antes aún, la larga soledad precursora de la llegada de la vida?

No me preguntéis por qué no adiviné antes la verdad, la verdad que ahora parece tan obvia. En la primera exaltación de mi descubrimiento había asumido sin titubear que aquella aparición cristalina había sido construida por alguna raza perteneciente al remoto pasado de la Luna, pero de repente y con avasalladora fuerza, se hizo en mí la certeza de que era tan extranjera a la Luna como yo mismo.

En veinte años no habíamos encontrado otros vestigios de vida sino unas cuantas plantas degeneradas. Ninguna civilización lunar, cualquiera que hubiese sido su fin, podía haber dejado no más que un solo testimonio de su existencia.
Miré nuevamente a la brillante pirámide, y me pareció aún más remota que todo lo que se relacionaba con la Luna. Y de repente sentí que me estremecía con una risa alocada e histérica, ocasionada por la exaltación y el exceso de fatiga; pues me había imaginado que la pequeña pirámide me hablaba diciéndome: "Lo siento, pero yo tampoco soy de aquí. "

Hemos tardado veinte años en quebrantar aquella invisible coraza y en llegar a la máquina del interior de aquellas paredes de cristal. Lo que no podíamos comprender, lo rompimos al fin con la salvaje fuerza de la energía atómica, y ahora he visto los fragmentos de aquella hermosa y resplandeciente cosa que encontré en la montaña.


Carecen de sentido. Los mecanismos - si es que en realidad son mecanismos - de la pirámide, pertenecen a una tecnología que se encuentra mucho más allá de nuestro horizonte, quizá a la tecnología de las fuerzas parafísicas.
El misterio nos obsesiona tanto más ahora que los otros planetas han sido alcanzados, y que sabemos que solamente la Tierra ha sido el hogar de la vida inteligente. Ni tampoco ninguna civilización perdida de nuestro propio mundo pudo nunca haber construido aquella máquina, pues el espesor del polvo meteórico sobre la meseta nos ha permitido calcular su edad. Estaba ya allí, sobre su montaña, antes de que la vida hubiese emergido de los mares de la Tierra.

Cuando nuestro mundo tenía la mitad de su presente edad, algo procedente de las estrellas pasó a través del Sistema Solar, dejó aquella señal de su paso, y prosiguió su camino. Hasta que la destruimos, aquella máquina seguía cumpliendo la misión de sus constructores; y en cuanto a esa misión, he aquí lo que yo presumo:
Hay cerca de cien mil millones de estrellas en el circulo de la Vía Láctea, y hace mucho tiempo que otras razas en los mundos de otros soles deben haber alcanzado y superado las alturas que nosotros hemos alcanzado. Pensad en tales civilizaciones, lejanas en el tiempo, en el resplandor mortecino que siguió a la Creación, dueñas de un Universo tan joven que la vida había llegado solamente a un puñado de mundos. De ellas hubiese sido una soledad que no podemos imaginarnos, la soledad de dioses que buscan a través del infinito, y que no encuentran a nadie con quien compartir sus pensamientos.

Debieron de haber estado buscando por los racimes de estrellas del modo que nosotros rebuscamos por entre los planetas. Debía de haber mundos por todas partes, pero debían de estar vacíos, o poblados de cosas rastreras y sin mente. Tal era nuestra propia Tierra, con el humo de sus grandes volcanes que manchaba aún su cielo, cuando aquella primera nave de los pueblos de la aurora llegó desde los abismos de más allá de Plutón. Pasó los helados mundos externos, sabiendo que la vida no podría desempeñar parte alguna en sus destinos. Se detuvo entre los planetas interiores, calentándose al calor del Sol y esperando que comenzasen sus historias.

Aquellos vagabundos debieron de haber contemplado la Tierra, que giraba en la estrecha zona entre el hielo y el fuego, y debieron de adivinar que era el favorito entre los hijos del Sol. Aquí habría inteligencia; pero tenían incontables estrellas delante de sí, y quizá nunca más volviesen por aquí.

Y así fue que dejaron un centinela, uno de los millones que han dispersado por todo el universo, para que vigilen los mundos con promesa de vida. Era un faro que a través de las edades ha venido señalando pacientemente el hecho de que nadie lo había descubierto.

Quizá comprenderéis por qué colocada aquella pirámide de cristal sobre la Luna en lugar de sobre la Tierra. A sus constructores no los interesaban las razas que estaban aún luchando por salir del salvajismo. Solamente les interesaría nuestra civilización si demostramos nuestra aptitud para sobrevivir al espacio y escapándonos así de nuestra cuna, la Tierra. Ese es el reto con que todas las razas inteligentes tienen que enfrentarse, mas tarde o más temprano. Es un reto doble, pues depende a su vez de la conquista de la energía atómica y de la ultima elección entre la vida y la muerte.

Una vez hubiésemos superado aquella crisis sería solamente cuestión de tiempo el que encontrásemos la pirámide y la abriésemos. Ahora habrán cesado sus señales y aquellos cuyo deber sea éste estarán dirigiendo sus mentes hacia la Tierra. Quizá deseen ayudar a nuestra joven civilización. Pero deben de ser muy, muy viejos, y los viejos tienen can frecuencia una envidia loca de los jóvenes.
Nunca puedo mirar la Vía Láctea sin preguntarme de cuál de aquellas compactas nubes de estrellas vendrán los emisarios. Si me perdonáis un símil tan prosaico, diré que hemos roto el cristal de la alarma de bomberos, y no nos queda más que hacer sino esperar.
Y no creo que tengamos que esperar mucho.